Democracia participativa, una aproximación radical (Parte I: La teoría)

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 14 de Mayo de 2017
Hacia una democracia más participativa.
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Hacia una democracia más participativa.

Todo lo que hagas por mí sin mí será contra mí (Sabiduría popular del África Central)

Las palabras que empleamos en el debate político suelen, por desgracia, estar más vinculadas a despertar emociones de agrado o desagrado, en el oyente o lector, que dirigidas a un racional intercambio de argumentaciones. La política no puede ser entendida sino como la responsabilidad compartida que ha de dilucidar las mejores opciones de vida en común. La democracia, por tanto, no es sino el medio que empleamos para que hombres y mujeres nacidos con iguales derechos, devengan en ciudadanos y ciudadanas que dispongan de herramientas que les permitan asumir la responsabilidad que les corresponde, en tanto miembros de una comunidad. Ese espíritu es el que se encuentra explícito en el nacimiento de la democracia antigua, directa, en la que todos eran coparticipes de las decisiones de gobierno y de la ejecución de esas decisiones. Pero, también se encuentra de manera implícita en el corazón de la llamada democracia representativa, aquella que vertebra nuestros sistemas democráticos de gobierno. O debería estar presente, a no ser que queramos que se haga realidad la tétrica y pesimista cita del escritor Charles Bukowski, tan dotado literariamente como pesimista en sus afirmaciones; la diferencia entre una democracia y una dictadura consiste en que en una democracia puedes votar antes de seguir órdenes.

Winston Churchill decía: la democracia es la necesidad de doblegarse de vez en cuando a las opiniones de los demás. Palabras sordas en muchos políticos que buscan ganar a toda costa, que no entienden que hay que saber ganar y saber perder en los procesos democráticos

Norberto Bobbio, pensador comprometido con el socialismo democrático, no dejaba de insistir en que la democracia era mucho más subversiva para derrocar al poder aristocrático que pretende gobernarnos, que el propio socialismo. El socialismo puede disponer de una metodología de gobierno, de unos valores ligados a la meta de la liberación social, y de un compromiso ético con el bienestar de los más desfavorecidos, pero queda en nada sin las herramientas democráticas que subviertan el poder allí donde se anquilosa, que equilibren cuando alguien en nombre propio, o utilizando alguna institución, pretende acumular demasiado. Sin la democracia, incluso una doctrina política liberadora como el socialismo se encharca en el ocultamiento del poder, y sin transparencia, que permita exponer con claridad dónde reside el mismo, quién lo detenta, quién lo ejerce, quién lo controla, todo deviene en otra forma de aristocracia envuelta en apariencia de democracia.

La democracia no deja de ser un ejercicio del aprendizaje, no de la victoria política, sino de cómo perder. Winston Churchill decía: la democracia es la necesidad de doblegarse de vez en cuando a las opiniones de los demás. Palabras sordas en muchos políticos que buscan ganar a toda costa, que no entienden que hay que saber ganar y saber perder en los procesos democráticos, siendo estos intachables en su transparencia. Sin ella, todo se pudre. Y perder, no es sino una oportunidad para escuchar a aquellos que han dejado de confiar en ti, como ganar no trata de expulsar de la comunidad, ni de la oportunidad de victoria, a los que han perdido, sino que es una oportunidad de escuchar y aprender. El pluralismo político ha de ser una garantía ineludible de la transparencia del poder en la democracia.

O bien somos radicales, y vamos a la raíz de los problemas que aquejan a la democracia o esos problemas crecerán y ahogarán cualquier esperanza que tengamos de vivir en un sistema democrático

La democracia se encuentra en crisis, podemos cerrar los ojos y desear con toda nuestra fuerza que no se hubiera producido ni la crisis financiera que devino en crisis económica, ni la desigualdad social que las acompañó. Ni el crecimiento del populismo o la extrema derecha, pero más allá del alivio momentáneo, de poco serviría. O bien somos radicales, y vamos a la raíz de los problemas que la aquejan, que ese es el sentido original de una palabra que tiene un desafortunado uso en el lenguaje político, o esos problemas crecerán y ahogarán cualquier esperanza que tengamos de vivir en un sistema democrático.  Y para buscar soluciones radicales, no hay que tener miedo y hay que atreverse a pensar diferente. Si fuéramos conservadores desearíamos que todo se quede tal y como está, pero no lo somos. Y por tanto, es nuestro deber buscar alternativas que no sea sean cómodas ni fáciles. De soluciones fáciles y cómodas están llenos los cementerios de las democracias desaparecidas.

Un libro recientemente ha removido algunas de las más anquilosadas consciencias del pensamiento político actual; mitad ensayo, mitad manifiesto: Contra las elecciones, cómo salvar la democracia, del filósofo holandés David Van Reybrouck. En su polémico planteamiento inicial nuestro pensador pone en duda el matrimonio entre democracia y elecciones, al menos tal y como ha venido desarrollándose en los últimos dos siglos, donde la representación electiva parece la única herramienta válida para la democracia. Así ha sido desde las revoluciones americana y francesa de finales del XVIII. Viene a recordarnos que las elecciones pusieron en el poder a dictadores o populistas autoritarios, y que la democracia mucho antes de depender exclusivamente de poner en una urna una papeleta, y olvidarse de la ciudadanía hasta la siguiente vez que volvieran a ponernos una urna delante, tenía otros medios. ¿Cuáles? Entre ellos el sorteo, algo que hoy día nos podría sonar a locura. El autor parte de una premisa demoledora; Sin un cambio profundo, el sistema actual tiene los días contados. Basta con ver el aumento de la abstención electoral, la pérdida de afiliaciones de los partidos y el menosprecio por los políticos; cuán difícil resulta que se formen los Gobiernos, lo poco que duran y lo mal parados que acostumbran a salir; la rapidez con la que se abren paso el populismo, la tecnocracia y el antiparlamentarismo; el anhelo creciente de los ciudadanos por poder participar y la rapidez con que ese deseo se puede convertir en frustración; todo eso basta para darse cuenta de que estamos con el agua al cuello. No nos queda mucho tiempo.

La democracia tal y como está planteada necesita reformularse, combinar representación con participación ciudadana, sin este cambio, no podremos evitar tres peligros que la ponen en riesgo: el populismo que es tan peligroso para las minorías, la tecnocracia que lo es para la mayoría, y el antiparlamentarismo que lo es para la libertad

La democracia tal y como está planteada necesita reformularse, combinar representación con participación ciudadana, sin este cambio, no podremos evitar tres peligros que la ponen en riesgo: el populismo que es tan peligroso para las minorías, la tecnocracia que lo es para la mayoría, y el antiparlamentarismo que lo es para la libertad. Existe mucha confusión, interesada en la mayoría de los casos, en confundir democracia participativa con asamblearismo, o con el uso y el abuso del referéndum para tomar decisiones. Pero no es así, la democracia participativa tiene más que ver con lo que se ha venido a llamar democracia deliberativa, donde utilizando diferentes técnicas; sorteo, incentivo de la participación ciudadana, cuidando que exista un equilibrio que represente en verdad socialmente a la ciudadanía, minorías y mayorías. Cuidando que se facilite información, argumentos desde diferentes puntos de vista, se busque asesoramiento de expertos sin que estos condicionen las deliberaciones, se contraste, se debate y se tome una decisión cara a cara con los representantes institucionales elegidos en urna. Poco tiene eso que ver con el asamblearismo o con los referéndums tal y como los conocemos.

En la Atenas democrática de Pericles del siglo V a. C., la enorme mayoría de funcionarios eran elegidos por azar. Sistema que podría adaptarse a esos consejos deliberativos de la ciudadanía que propone nuestro autor.  Van Reybrouck destaca tres beneficios de este sistema electivo basado en el azar; en primer lugar, ciudadanos comunes tendrían responsabilidades que de otra forma nunca podrían adquirir, en segundo lugar, esos ciudadanos dándoles una información y un tiempo adecuado para procesarla, podrían ser capaces de llegar a soluciones de los problemas planteados, y, en tercer lugar, si ese sistema se extendiera, más y más gente se sentiría involucrada. Entre sus ventajas, la politización de la sociedad, frente al hartazgo y desapego, el achique de espacios a la corrupción, al repartir mucho más el poder, y desde luego favorecería que los problemas políticos pudieran pensarse por mucha más gente que no unos pocos burócratas expertos, además de favorecer el pensamiento crítico en un creciente número de personas involucradas en la solución y gestión de problemas sociales. Montesquieu, uno de los padres fundadores del sistema de democracia representativa decía; votación a suertes: sistema democrático. Votación por elección: sistema de la aristocracia. El problema, nos dice el pensador holandés, es que los que se hicieron con el poder en estas revoluciones no dejaban de sentir una profunda desconfianza hacia las masas populares. No confiaban en que el vulgo tuviera plena capacidad para tomar decisiones. Algo que solo se solucionó con las luchas que extendieron la democracia al sufragio universal, pero la desconfianza en la capacidad de toda la ciudadanía para involucrarse en las tareas de gobierno democrático persistía, y persiste, aun hoy día. Si miramos la figura del jurado popular no deja de ser un remanente que ha persistido en nuestras sociedades del papel del sorteo en democracias como la ateniense del siglo V a.C., la de Venecia del XIII al XVIII, la de Florencia del XIV al XVI y la de Aragón del XIV al XVIII.  Mucha gente le dijo a John Stuart Mill, que abogó por el derecho de sufragio de las mujeres, que estaba loco, la gran mayoría de sus contemporáneos. Al igual que cuando en su momento se introdujo el sufragio universal, sin atender a situaciones económicas de los ciudadanos, y se extendió a los trabajadores y a las clases populares, se habló de que sería el fin de la democracia.

Es desesperante, para un número creciente de personas, que únicamente se las involucre en el sistema democrático, de vez en cuando metiendo una papeleta en una urna, y dándole información, por llamarla de alguna manera, durante las semanas de campaña electoral

¿Es suficiente con este sufragio universal hoy día para decir que vivimos una democracia plena? Es evidente que no. En el siglo XXI no podemos pretender que nuestra sociedad política quede anclada en el XIX o en el XX, en términos de participación. Es desesperante, para un número creciente de personas, que únicamente se las involucre en el sistema democrático, de vez en cuando metiendo una papeleta en una urna, y dándole información, por llamarla de alguna manera, durante las semanas de campaña electoral. Sin contar los problemas de transparencia democrática de los partidos políticos a la hora de elegir candidatos. Y ahí viene la radical propuesta de Van Reybrouck; ¿y si a la gente no solo se le diera la oportunidad de votar, sino de ser realmente escuchada por aquellos cargos electos que han de llevar a cabo la gestión de los asuntos públicos? ¿Y si hubiera sorteos que acompañaran a las elecciones para saber que piensa la gente? Muchos volverán a insistir en que es una idea loca, pero el filósofo flamenco insiste en que los políticos ya lo hacen ¿cómo? Guiándose por las encuestas, y ya decía Borges que la democracia puede convertirse en el abuso de la estadística. El problema es que aunque las encuestas sea la metodología acertada para saber que piensa la mayoría de la gente, realmente esta gente no suele estar informada para dar una opinión basada más que en elementos superficiales. La mayor parte de las veces emocionales. No porque no estén preparadas o no pudieran, sino porque no se les ha permitido ni informarse adecuadamente ni darles tiempo para debatir, confrontar y dar correctamente con una opinión argumentada. Ahí está la clave de la radical propuesta de nuestro filósofo; dar información y tiempo a gente elegida por sorteo y/o que desee involucrarse de manera voluntaria, y promover asambleas deliberativas, darles amplia información, promover debates, y que los responsables electos tuvieran la obligación de involucrarse en ellos de manera directa.  No se trata de ir contra las elecciones, sino de democratizar nuestra democracia, se trata de hacerse oír en esta jungla de ruidos por quienes realmente deberían escucharte, y no solo hacer depender de tu papeleta, de vez en cuando, el valor de tu opinión y tu compromiso como ciudadano. Podemos elegir quedarnos como estamos viendo como los valores que inspiraron la democracia se van consumiendo, deseando que todo vuelva al estatus que tanto satisfacía a algunos, o podemos atrevernos a pensar diferente, dejando el miedo en casa y dejando en el lugar que les corresponde a esos absurdos calificativos que rechazan cualquier posibilidad de cambio con el sambenito de radicales. Desgraciadamente la situación real de mucha gente es radical, nos guste o no, lo que hagamos con ello ya depende de nosotros.

En la segunda parte del artículo, contrastaremos el espíritu de estas propuestas del pensador holandés con algunas iniciativas concretas de democracia participativa, analizando sus pros y sus contras, las trampas de un inadecuado uso de la democracia participativa, y sus ventajas. Ventajas y trampas que también se encuentran en la democracia representativa. Complementar ambas puede ser la única manera de salvar el futuro y la salud democrática de nuestras sociedades. ¿Nos atreveremos a ello?

 

                                

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”