Sierra Nevada, Ahora y siempre.

El delicado arte de ser pesimista

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 8 de Mayo de 2016
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"No soy pesimista, el pesimista es el que espera que llueva, yo ya estoy empapado". 

Leonard Cohen

"¿De dónde obtuvo Dante el material para su Infierno sino de nuestro mundo real?" 

Schopenhauer     

El mundo amanece cada mañana sumido en el caos, la desdicha y la desesperación,  o al menos es lo que le parecería a cualquiera que lea la prensa o escuche la radio, y se haga eco de las tragedias que las acompañan. O eso, o tenemos un gusto excesivo por publicitar las malas noticias y meter debajo de la alfombra las buenas. Mejor no mencionar la televisión, porque la desesperación puede tornarse en desvarío, al observar como la especie humana se entretiene en medio de toda esta desolación. Sensación que se agrava, si el azar hace que suene la amarga lírica y la triste melodía de una canción de Nick Drake.  Otro ejemplo más de una joven y brillante vida artística tirada al sumidero de los recuerdos, por la estupidez humana que hace que tan sólo reconozcamos el talento, después de que la persona en cuestión haya fallecido, trágicamente, si es posible. Todo esto suele pasar cada mañana por la cabeza de ese mal entendido pesimista que todos tenemos dentro, al menos hasta que esa pócima llamada café hace su aparición. Milagrosa pócima que ha salvado a tanta gente de decidir, cada amanecer, quedarse ad eternum bajo las sabanas, y que estimula esos pequeños centros de placer de nuestro cerebro que la diosa evolución nos regaló como contrapartida por sus pequeñas maldades, como la consciencia temerosa de un pasado que ya nunca será, de un presente que ya se fue o de un futuro que nunca vendrá.

Sin embargo, más allá de la poderosa pócima llamada cafeína, una ola de optimismo parece inundar los carteles, los anuncios y las proclamas  que nos acompañan en nuestro matinal viaje hacia la cotidianeidad de nuestra vida. Gurús positivistas cantan alabanzas sobre vivir felices y entonan el góspel espiritual de la actitud y la voluntad, como si mágicamente pudiéramos correr un tupido velo sobre el blues de nuestra existencia. Las redes sociales nos deslumbran con sonrientes y bellas caras acompañadas de frases escritas por sabios del pasado (un poco descontextualizadas, todo hay que decirlo) o por banales sabios del presente, que han hecho el agosto a costa de enseñarnos a los demás, cómo debemos ser felices. Todo el mundo tiene derecho a ganarse la vida, qué les vamos a reprochar.

Como decía Michel Onfray, el problema no es tanto, como se suele pregonar, decidir que el vaso está medio lleno, en lugar de medio vacío. La clave se encuentra en ver si en realidad el vaso está medio lleno de agua o… de vino.

Una arqueología del pesimismo ilustrado, sin tener que recurrir a la mitología bíblica y la santa paciencia de Job, se encuentra en los grandes maestros del estoicismo tardío; gente de buen saber, que  a todos nos suenan un poco, Séneca, Epicteto, o Marco Aurelio, que quién se lo iba a decir, empezó como filósofo y termino como Emperador de Roma. Antecesores  de Nietzsche en la idea del eterno retorno de lo mismo, trataron de responder con una fría racionalidad calculadora y sana indiferencia, a esa pesimista sensación que inunda la aparente incapacidad de cambiar las grandes tragedias de la vida. Al fin y al cabo, no podríamos sentir placer, si no existiera el dolor, o eso afirman, antecesores también del sadomasoquismo, o eso parece. Y en lo que concierne al mal de las acciones morales, estas no son en sí ni buenas ni malas, dependen de la intención humana que las interpreta. El mal, como el dolor, es la contrapartida que permite que exista el bien y el placer. O en las sabias palabras del emperador filósofo: Todo lo que ocurre o lo puedes soportar o eres incapaz de hacerlo. Si te ocurre algo que puedes soportar por naturaleza, no te quejes sino sopórtalo, pues puedes hacerlo. Si, por el contrario, es algo que no puedes soportar por naturaleza, tampoco te quejes porque te agotará. Recuerda que tú puedes soportar por naturaleza todo lo que tu opinión haga soportable y tolerable al indicarte que te interesa y te conviene hacerlo.

Aunque nadie como Arthur Schopenhauer para embellecer el delicado arte de ser pesimista. Una sola capsula de su pensamiento puede aliviarnos las inevitables jaquecas que nos produce esa avalancha de positivismo mal entendido, de cosmética felicidad, que pretenden ocultar las sabias arrugas de los claroscuros que en verdad iluminan la existencia. Poético ha de ser el pensamiento de alguien capaz de escribir Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente. No somos, en el fondo, más que un impulso ciego, un deseo inextinguible de vivir, una voluntad, que nos lleva al sufrimiento. Si no satisfacemos esa voluntad, ese deseo, sufrimos, si por el contrario logramos saciarlo, nos vence el hastío.  La felicidad no es más que ese momento entre el cese de un dolor o de una privación y el comienzo de otro. Descartado el suicidio como escape de este laberinto sin salida, nos queda el arte, un espectáculo, que mientras dura, borra las penas de nuestra existencia. Como la música, último refugio para los corazones ulcerados, que nos hace palpar el tiempo que se niega a escapar de nuestros recuerdos, alimento de esa sonrisa herida nacida de una lágrima.

Nietzsche, en Humano, demasiado humano narra el mito griego de Pandora; La pobre e ingenua chica que recibió como regalo la Caja de la felicidad de mano de los dioses, su natural curiosidad llevó a que la abriera, dejando escapar los males que nos atormentan. Tan sólo dejó uno dentro, la esperanza, debido a la voluntad de Zeus, que quería que el hombre atesorase siempre el último de los males, y por mucho que nos atormentasen los demás, constantemente recurriéramos a su último regalo, encerrado en la caja para evitar la total desesperación.

En las diferentes culturas y civilizaciones humanas encontramos innumerables metáforas, en diferentes mitos narrativos, referentes a la necesidad de la esperanza/ fe frente al caos incontrolado del mundo, al mal que alcanza por igual a unos y otros sin que podamos hacer nada por evitarlo, y a una esperanza en un futuro terrenal o metafísico en el que el propio Dios o el Universo se encargará de remediar ese mal, igualará el marcador y favorecerá el triunfo final de la Justicia o del Bien.

El pensador alemán no estaba haciendo, al rememorar la historia de Pandora, un llamamiento al pesimismo, más bien todo lo contrario, nadie como Nietzsche nos ha enseñado a vivir con alegría contagiosa nuestra vida, pero para que podamos hacerlo plenamente, hemos de aprender a vivir sin viejos mitos que sitúan siempre lo mejor en un futuro donde se nos colmara de alegrías y donde se acallaran nuestros pesares. No, la verdadera alegría de la vida está en abrazar el presente, cada segundo tal y como es, ver el arcoíris de colores en el instante y no vivir en el constante gris de un futuro aplazado, encadenado a los lodos del pasado.

En sus propias palabras: La vida se compone de unos pocos momentos aislados. Sumamente llenos de sentido, y de intervalos en los que, a lo sumo se proyectan sobre nosotros las sombras de esos momentos. El amor, la primavera, una bella melodía, la montaña, la luna, el mar-todo nos habla plenamente una sola vez al corazón, si es que todas esas cosas llegan alguna vez a expresarse por entero. Pues muchas personas no conocen en absoluto ninguno de esos momentos y ellas mismas son intervalos, silencios en la sinfonía de la vida real.

Cuál sería ese sabor de la esperanza, ese último mal alojado en la primigenia caja. Deja que el hambre por la fruta más dulce te devore por dentro, y cuando no puedas más, muerde con todas tus fuerzas la fruta más amarga que puedas encontrar, deja que abrase tu reseca garganta, y en ese preciso instante, a pesar de todo, no encontrarás sabor más dulce en el mundo que el de esas migajas destrozadas de la amarga fruta.

Perdimos hace tiempo el sostén de un sentido único, pero al igual que la imaginaria perdida de la inocencia y la expulsión del paraíso, es lo que verdaderamente nos permite liberarnos. Encontrar la belleza de la vida en los múltiples sentidos, frágiles, sí, tanto como cualquier flor cuyos pétalos se caen al acariciarlos, pero plenos a pesar de su caducidad, o quizá por ella misma. Porque ella es la que permite eternamente renovar nuestra vida, nuestro eterno presente, por mucho dolor o mal que aceche. El hombre encuentra en este movimiento lo único verdaderamente liberador que le permite enfrentarse al dominio de los “dioses”, ya sean antropomórficas representaciones del miedo aderezado por la ambición de dominio de jerarquías religiosas, ya sean modernos ídolos de barro que apoyados por la banalidad del  culto al dinero nos endulzan con necesidades tan banales como sus máscaras de barro. Dioses creados por la imaginación,  que hemos convertido en reales, siempre buscando nuestra adoración incondicional, siempre acechando y envidiando nuestra libertad, y especialmente, nuestra capacidad para la rebeldía, incluso, siendo, por qué no,  delicados rebeldes pesimistas.

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”