Sierra Nevada, Ahora y siempre.

Defensa (apasionada) del 'reggae'

Blog - El camino equivocado - Guillermo Ortega - Miércoles, 2 de Septiembre de 2015
Toots & The Maytals.
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Toots & The Maytals.
He invertido parte del mes de agosto en leer Bass Culture, una muy exhaustiva historia del reggae escrita por Lloyd Bradley. Y ahora que la he terminado me entran ganas de golpear (metafóricamente o no) a todos esos que dicen el reggae es una música repetitiva, pesada y cansina, sólo apta para fumados que adoran a un sátrapa africano como si fuera la reencarnación de Dios. 
 
Simplificaciones, reduccionismos y estupideces. Bass Culture confirma lo que ya sabía por otras fuentes, pero mucho mejor documentado aún. Que el reggae es una música deliciosa ya lo tenía clarísimo, pero su importancia e influencia me parecen ahora mucho más decisivas. Y no, por supuesto no adoro a ningún dictador etíope (como tampoco lo hacen muchos seguidores del reggae que conservan su lucidez y su sensatez) ni hay ninguna hierba bajo cuyo influjo necesite estar de tanto en cuando.
 
Si hablamos estrictamente de música, el reggae supuso como género una aportación importantísima. Fundamentalmente deudor del rhythm & blues norteamericano, aunque también de cosas autóctonas como el mento (estilo bastante parecido al calypso), el ritmo que se puso de moda en Jamaica a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, por entonces conocido como ska, introdujo cambios interesantes en los patrones rítmicos. Aunque mantuvo como parte esencial las armonías vocales, llevó la base rítmica al primer plano. El bajo, hasta entonces un instrumento superfluo, pasó a tener un claro protagonismo. Esto influyó en bastantes cosas pero sobre todo en la forma de bailar de los seguidores,  porque las frecuencias más graves impulsan el centro de gravedad, que no está muy lejos de la cintura. Uno se mueve a partir de ahí, y no meneando la cabecita, como pasa por ejemplo con el sonido Motown. Nótese por lo demás que eso sucedió, y pongamos aquí el acento, varios años antes de que el funk y la música disco vieran la luz. Los jamaicanos fueron pioneros. 
 
Lo mismo o casi podría decirse de la percusión,  con el añadido de que darle cancha no fue algo casual, sino premeditado. Haciendo hincapié en los tambores, los jamaicanos transmitían un mensaje: eran herederos de los esclavos africanos que cuatrocientos años antes habían sido llevados contra su voluntad a trabajar en América. Ahora se rebelaban contra eso, es un ritmo con el que reclamaban libertad y respeto, algo que por supuesto también estaba muy presente en las letras. 
 
De hecho, lo estaba tanto que podría considerarse, sin riesgo a incurrir en la exageración, que el reggae, por aquellos años, era la música negra por excelencia. Música hecha por negros y para negros. Una toma de conciencia, esculpida a través de canciones, de la condición de oprimidos de los habitantes de la isla y de su deseo de revertir esa situación de una santa vez, ya fuera regresando a África (algo que ya entronca con las teorías de Marcus Gavey y con la filosofía/religión rastafari, en la que mejor ni entrar porque implica demasiadas connotaciones alejadas de la música que, por lo demás, no tengo ningún interés en defender) o exigiendo mejoras radicales respecto a su situación en ese momento. O como dijo muy gráficamente Peter Tosh, uno de los iconos del reggae: “La paz es un certificado que te dan en el cementerio. Lo que hace falta no es paz, sino igualdad de derechos y justicia”.
 
El reggae jugó también un papel fundamental en el proceso de emancipación de Jamaica, colonia británica hasta 1962; llenó de melancolía a los cientos de miles de caribeños que se vieron obligados a emigrar al Reino Unido en la década de los sesenta (en ese sentido jugó el mismo papel que Antonio Molina o Manolo Escobar para los españolitos que se fueron a Suiza, por poner un símil); y fue el elemento básico en torno al cual se generó la primera industria netamente local, porque el turismo y la extracción de la bauxita, que eran las principales fuentes de riqueza de la isla, estaban en manos extranjeras. 
 
Volviendo a la música en sí, hay que ser muy ceporro para no apreciar la majestuosidad de las armonías vocales de Toots & The Maytals, The Ethiopians o The Heptones, la sensibilidad del saxo de Tommy McCook, el eco combativo de las primeras grabaciones de Burning Spear o el deje entrañable de-perro-apaleado del primer Gregory Isaacs. Y luego está Bob Marley, claro, que poco después de que se lo intentaran cargar en un atentado tuvo los huevos de subir en el mismo escenario a los dos principales líderes políticos, rivales encarnizados desde mucho tiempo atrás, y obligarles a que se dieran la mano para escenificar que había sitio para la concordia. Eso, por no mencionar que la voz de Bob Marley es una de las más melodiosas, dulces, afinadas y agradables que se han escuchado jamás en el planeta Tierra. En cuanto a su influencia e importancia, baste decir que en países africanos no tienen ni pajolera idea de quién era Elvis, pero sí que conocen a Marley. Él es el Rey allí.
 
Cierto, el reggae de ahora no me interesa en absoluto. Esos ritmos pregrabados que han desplazado a la sección rítmica tradicional me sacan de quicio. El fraseo que sustituye a los juegos de voces de antaño me subleva. Salvo raras excepciones, lo que se viene haciendo en ese estilo desde hace veinte años o así es una basura. Con decir que de ahí ha nacido el reggaeton, ya me parece que no hace añadir falta más. 
 
Pero, mucho antes de eso estuvo el rocksteady, el lovers rock, el maravilloso roots… Miles de canciones inolvidables que seguro que cualquiera con una mínima dosis de sensibilidad puede descubrir. Debe hacerlo si no se quiere perder una música cautivadora y extraordinaria. Que es la que me he tirado escuchando, como una especie de monocultivo, durante todo el mes de agosto. Creo que mi vecina octogenaria no termina de compartir mi pasión, pero espero que alguien le haga llegar este artículo y que cambie de parecer. Mientras no se pase por casa y me pida que bailemos, todo irá bien. 
 
Imagen de Guillermo Ortega

Guillermo Ortega Lupiáñez (Algeciras, 1966) es licenciado en Periodismo. Empezó a trabajar en 1990 en el desaparecido Diario 16 y después pasó a Europa Sur y Granada Hoy. También lo hizo durante un breve periodo en la Ser y colaboró en El Mundo, Ideal y ABC. Durante algo más de un año fue columnista en Granadaimedia. Ha sido encargado de prensa en los grupos municipales de UPyD y Ciudadanos en Granada y ahora trabaja en prensa del PP. Ha publicado cuatro libros: Cuentos de Rock (2008), Los Cadáveres Exquisitos (2012), Horas Contadas (2014) y La vida sí que es una pelea (2016).