'El debate moral sobre la hipocresía'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 20 de Marzo de 2022
'Intriga' (1911), de James Ensor.
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'Intriga' (1911), de James Ensor.
'Todo hombre es sincero a solas, cuando aparece una segunda persona comienza la hipocresía'. Ralph Waldo Emerson

La honestidad total es un mito. No existe nada parecido, ni siquiera somos siempre sinceros con nosotros mismos, por muy a solas que estemos, a pesar de las sabias palabras del poeta y ensayista del XIX Emerson. Nos autoengañamos con cierta frecuencia, con tal de no ver las carencias de nuestro carácter o de nuestros hábitos. A veces subconscientemente, pero en la sociedad de las vanidades en la que vivimos la mayoría de las veces para disimular ante los demás. Las máscaras se han convertido en nuestra segunda naturaleza y en pocas ocasiones y a regañadientes nos mostramos tal y como somos. Hipócrita es pedir a los demás que se muestren tal y como son, o reprocharlo en algún cotilleo social, y no autoevaluar nuestro propio comportamiento. Solemos aplicar las reglas morales que decimos respetar rara vez en primera persona y casi siempre en casa ajena, qué le vamos a hacer.

No debemos confundir la hipocresía directamente con la mentira, pueden coincidir, o no, pero hay muchos factores que pueden hacer que mintamos que no dependen de no respetar aquellos valores que decimos forman parte de nuestros principios morales

La hipocresía es sencilla y llanamente la falta de coherencia entre aquello que decimos aceptar como principios base de nuestro comportamiento, y lo que realmente hacemos. La hipocresía a nivel moral depende siempre de la coherencia en valores, no de otros comportamientos que dependen más de la banalidad de nuestro carácter que de la moralidad de nuestros actos. Ser hipócrita es decir que respeto la igualdad real entre géneros y luego tener comportamientos machistas, micros o macros, justificándolos con cualquier peregrina excusa que se me ocurra. Lo mismo podemos decir del racismo o de otros deleznables comportamientos que nunca nos gusta reconocer en primera persona, pero en los que a veces caemos. No debemos confundir la hipocresía directamente con la mentira, pueden coincidir, o no, pero hay muchos factores que pueden hacer que mintamos que no dependen de no respetar aquellos valores que decimos forman parte de nuestros principios morales. 

 No tenemos en cuenta que aceptar como normales este tipo de contradicciones termina por degradar la vida política a una inmoralidad que no beneficia a nadie, salvo a los 'tartufos' que se aprovechan de ella

La literatura clásica ejemplifica mejor que nadie el prototipo de hipócrita moral que de vez en cuando vemos en la política o en la sociedad, y que tanto daño pude hacer. Cuando algún personaje de relevancia dice respetar unos valores y se disfraza con ellos para mostrarnos unas facetas en público que no corresponden en absoluto con los que lleva a cabo en su vida privada, o cuando se aprovecha de ese disfraz para beneficiarse por las simpatías que despierta. Tartufo de Molière representa el prototipo de hipócrita social; se vende como un personaje humilde, que trabaja por revertir la pobreza y asume en teoría los valores de una vida sencilla, cuando en realidad vive a costa de una familia rica a la que termina despojando de sus bienes. Lo vemos demasiado a menudo en política o en la sociedad, pero estamos tan acostumbrados a la incoherencia entre los principios que se dicen afirmar y la excusa de la “política real”, que lo damos por descontados. Hemos aceptado que la incoherencia en política es parte de la misma, y esa es una de las causas del auge de los populismos extremos. No tenemos en cuenta que aceptar como normales este tipo de contradicciones termina por degradar la vida política a una inmoralidad que no beneficia a nadie, salvo a los tartufos que se aprovechan de ella.

¿Es siempre necesario contar toda la verdad si no produce ningún beneficio y en cambio daña a otros? No hay una respuesta moral sencilla

Otro ejemplo literario nos da una perspectiva diferente de la hipocresía; en San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno el protagonista ha perdido la fe, sin embargo, sigue predicando porque cree que es lo mejor para la comunidad. Su motivación es pragmática, no religiosa. Hay falsedad en su forma de vida, sin duda, pero no tanto hipocresía, pues sigue viviendo con la sencillez y humildad que predica para los demás. Mantiene la coherencia entre como pide a los demás que vivan y como vive él acorde a esos mismos principios. Este tipo de falsedad también es común en la vida pública cuando no se nos considera suficientemente maduros para aceptar la realidad tal y como es y se nos engaña. Probablemente el personaje público que nos engaña no busque beneficiarse personalmente (otra cosa es aquellos que mienten para beneficiarse, tartufos de la política), y se parecen más al personaje de Unamuno en sus motivaciones, pero sigue habiendo una falsedad debatible, compleja, llena de matices. Lo vemos en nuestra vida personal cuando el dilema de la sinceridad nos atormenta en determinados momentos. ¿Es siempre necesario contar toda la verdad si no produce ningún beneficio y en cambio daña a otros? No hay una respuesta moral sencilla. Para Kant siempre hay que decir la verdad y nunca mentir, pagues el precio que pagues tú o los demás, para un utilitarista deberíamos ponderar muy bien beneficios y costes de esa sinceridad (siempre pensando en beneficios ajenos y no en propios).

En la hipocresía, como en la mentira, hay muchos matices. A veces tenemos unos principios morales y vivimos de acuerdo a ellos, pero la presión social es tal, que nos ponemos una máscara y pretendemos ante los demás ser alguien diferente

En la hipocresía, como en la mentira, hay muchos matices. A veces tenemos unos principios morales y vivimos de acuerdo a ellos, pero la presión social es tal, que nos ponemos una máscara y pretendemos ante los demás ser alguien diferente. Es debatible que como con el personaje de la novela del sabio escritor español seamos hipócritas. Falsos sin duda, pero no, al menos totalmente, hipócritas. Habría que analizar cada caso antes de juzgar generalmente. Las máscaras que utilizamos para sobrevivir a las presiones sociales pueden ser tan falsas como los filtros de las fotografías que usamos al subir nuestras fotos a las redes sociales, pero en ocasiones para sobrevivir, en el amor u otras pasiones vitales, se necesita de estas máscaras. El toque moral que diferencia la bondad o maldad de las máscaras dependerá del uso que hagamos de ellas. La hipocresía no estará en aparentar algo que no somos estrictamente, si el juego simulado es aceptado, o si necesitamos alguno de estos recursos retóricos sociales para sobrevivir a ambientes hostiles, sino en el daño que conscientemente podamos causar a otros. Se puede ser una persona íntegra si mantenemos la coherencia entre lo que en verdad pensamos y cómo vivimos acorde ante esa creencia, aunque de cara a los demás, por los motivos que fuera, aparentamos otra cosa, y pudiera parecer hipocresía. Pero no lo es. Hemos de tener cuidado con los matices.

Utilizar sin embargo la hipocresía como un disfraz para aprovecharnos de la ingenuidad ajena no tiene justificación moral ninguna. Ni si se usa para causar daños a terceros

Digamos pues que la clave en el debate moral de la hipocresía, por si no hubiera quedado claro en los párrafos que anteceden, se encuentra más en el egoísmo que en la falsedad en sí. La falsedad o insinceridad puede tener muchos motivos; ser partícipes del juego social de espejos en el que vivimos, sobrevivir a presiones hostiles en el trabajo, sacrificar parte de las creencias propias para compartir espacios comunes con otra persona, añadir picante al sexo o al enamoramiento romántico, mantener la llama de amistades complicadas o mil recursos más con los que convivimos en una comunidad heterogénea. Puede que ocultemos nuestra vulnerabilidad, para evitar ser castigados por la ceguera de otros, o por el contrario la expongamos buscando sus simpatías. Utilizar sin embargo la hipocresía como un disfraz para aprovecharnos de la ingenuidad ajena no tiene justificación moral ninguna. Ni si se usa para causar daños a terceros.

Ser estrictos en nuestros juicios morales, sobre lo propio o lo ajeno, nunca es una buena medida. Podemos desear alcanzar un altar de honestidad presupuesta donde seamos todo sinceridad y no haya lugar a la hipocresía, pero como hemos visto; primero, alcanzar virtudes morales es un proceso, un hábito que cuesta trabajo. No podemos decepcionarnos por no vivir siempre acorde a principios en los que creemos. Segundo, porque a veces ser estrictos aplicando estos principios causa daños ajenos a los demás a los que hemos de ser especialmente sensibles. Tu puedes sentirte muy bien siendo sincero, pero si tu sinceridad causa un daño irreparable lo mismo has de pensar cuidadosamente qué decir, a quién decirlo y cómo decirlo.

Juan Luis Vives decía que la modestia en el hombre de talento es cosa honesta; en los grandes genios hipocresía. Probablemente parafraseando al poco modesto Schopenhauer que nos advertía que en personas de virtudes moderadas la modestia es simple honestidad, pero en los que poseen gran talento es hipocresía.  O lo que es lo mismo, como en tantas cosas que hemos olvidado, y en tantas otras cosas imposibles de olvidar como la política, el amor, el trabajo, el ocio, apliquemos el sentido común que mesura nuestros juicios. Tratemos de ser sinceros, sin un uso dogmático de nuestra coherencia entre cómo pensamos y cómo vivimos, respetando por el camino cómo los demás piensan y cómo los demás viven. Menos hipocresía y más sinceridad, pero sin daños colaterales. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”