Comprometerse sin meterse
Si hay algo que me pone de mal humor es que un profesional incumpla su palabra. La semana pasada tuve un problema con la tinta de la impresora que compré en un establecimiento al que ya nunca volveré a ir porque me hizo desinstalarla y volverla a instalar, se la tuve que llevar y, al final, me confesó que, efectivamente, la tinta estaba defectuosa pero como habían pasado más de 15 días de la fecha de la factura no podía hacer nada: ni cambiármela ni reintegrarme el dinero. En fin, ese es otro tema. El hecho es que a este hombre le dejé la impresora un sábado, prácticamente nueva, para que mirara el problema del citado cartucho de tinta: “Te llamaré cuando vea lo que sucede”. Pasaron dos, tres, cuatro y hasta cinco días y no recibía la llamada, así que lo hice yo: “¿No te ha llamado mi marido?” –Me preguntó una voz femenina que, al escuchar mi negativa, continuó: “Me dijo que lo haría. Espera unos minutos y te vuelvo a llamar”. Los minutos se transformaron en 3 días sin recibir una respuesta, así que volví a marcar yo mismo y esta vez me cogió el dueño de la tienda y me regaló la recurrente excusa de “te he llamado varias veces pero no me cogía nadie”. Obviamente en mi móvil no quedó registrada ninguna llamada perdida durante esos días.
Es la manía de comprometerse y olvidarse al segundo de ese compromiso. Y lo peor es que en el momento en que se lanza, no dudo de que se haga con intención de ser cumplido, pero dura sólo unos segundos
Es la manía de comprometerse y olvidarse al segundo de ese compromiso. Y lo peor es que en el momento en que se lanza, no dudo de que se haga con intención de ser cumplido, pero dura sólo unos segundos.
No le ocurre sólo al señor de ese establecimiento de tintas, que no me extrañaría que acabara cerrando su negocio en vista del deficiente servicio que ofrece al cliente, nos pasa a todos, todo el tiempo. Nos comprometemos varias veces al día con personas, con objetivos, con amigos, y no le damos importancia.
¿Cuántas veces hemos dicho eso de: “tenemos que quedar ya” o “yo te llamo” a un amigo que no hemos visto en mucho tiempo y luego jamás lo hacemos? ¿Cuántas veces nos hemos comprometido a cuidar nuestro cuerpo, a no criticar a nadie, a ayudar a alguien…y luego lo hemos olvidado?
Es como si pensáramos que el hecho de comprometernos a estar pendiente de un amigo en un momento en el que creemos que él lo necesita ya nos convierte automáticamente en buenas personas, ya es un fin en sí mismo, aunque luego nunca hagamos nada por ese amigo. O tal vez es porque ya en ese instante sabemos que no lo cumpliremos pero al decírselo nos contentamos con transmitirle nuestra intención aunque no la llevemos a cabo; es decir: “En el fondo sé que no te voy a llamar pero al menos te lo digo para que tú creas que tengo esa intención y para que quede constancia oral de ello y pienses en lo buena persona que soy y lo que te aprecio por decírtelo”. Podemos prometer a nuestra pareja que bajaremos todos los días la basura, pero si no lo cumplimos no es que estemos fallándole a quien vive con nosotros, nos fallamos a nosotros mismos.
Claro que los hechos son más importantes que las palabras, pero porque hemos aprendido a no valorarlas, porque hablamos con demasiada facilidad, sin examinar lo que decimos y luego solapamos las frases que salen de forma espontánea y sin que ni siquiera estemos de acuerdo con ellas con otras que sirvan para enterrar lo que dijimos antes.
Hoy en día nos hemos acostumbrado a romper nuestras promesas con demasiada ligereza y sin buscar una alternativa tan sencilla como la de no soltarlas
Cada vez que faltamos a nuestra palabra nos estamos fallando a nosotros mismos y eso conlleva un sentimiento de culpa que lo escondamos o no, nos hará sufrir, como ocurre siempre con el sentimiento de culpa, y lo que es peor, cuanto más rompamos nuestros compromisos, más fácil será seguir haciéndolo, hasta que llegue un momento en el que nos salga automáticamente, con la certeza de que nunca daremos realidad a esos compromisos. Entonces estaremos perdidos, porque las personas de nuestro entorno lo detectarán y nos transmitirán que no confían en nuestra palabra, que somos gente de poco fiar.
¡No es tan difícil! Es posible que en alguna ocasión sea inevitable, pero hoy en día nos hemos acostumbrado a romper nuestras promesas con demasiada ligereza y sin buscar una alternativa tan sencilla como la de no soltarlas.
¿Por qué es necesario decir “te llamaré” si no lo voy a hacer y lo sé? ¿Por qué me comprometo a correr todos los días si soy consciente de que no voy a tener tiempo? ¿Por qué doy mi palabra de que voy a leer cada noche antes de dormir si toda mi vida me he quedado dormido cuando lo he intentado? Son cuestiones sin envergadura, pero que si no cumplimos sirven para enviarnos un mensaje inconsciente: “No soy capaz de hacer lo que me propongo”; un mensaje que creámoslo o no trasciende, y que al interiorizarlo se convierte en una verdad intrínseca para cada uno y nos limita en nuestras acciones del día a día.
El hecho es que no comprometernos a esas nimiedades no nos convierte en malas personas, al revés, nos libera de una promesa que nos hacemos con el propósito de no cumplirla, lo cual siempre nos traerá consecuencias negativas.
Es ahí donde la sinceridad puede ser nuestra mayor aliada, porque se trata de una sinceridad hacia nosotros mismos. Igual que somos conscientes de que la mayoría no seremos unos cantantes brillantes o unos deportistas de élite y eso no nos hace daño ni nos hace sentir peor, tampoco el hecho de callarnos ese “te llamaré” al final de una conversación con un amigo al que no hemos visto en una larga temporada, nos supone una gran diferencia.
Si redujéramos en lo posible ese número de compromisos diarios, los menos trascendentes, veríamos cómo nuestra autoestima podría aumentar y por ende mejoraría nuestro grado de satisfacción y felicidad personal. La alternativa es seguir con la pauta de “comprometerse sin meterse en el significado de ese compromiso” y eso nos inducirá a sentir dolor. La elección es nuestra.