'Cómo evaluar tu nivel de conciencia moral'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 13 de Junio de 2021
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'No dejes nunca que el sueño venza tus parpados sin antes haber sometido a tu razón las acciones del día: ¿En qué he fallado? ¿Qué he hecho? ¿Qué deber he dejado de cumplir?

Una vez hayas juzgado la primera de tus acciones, tómalas todas así, una tras otra. Si has cometido faltas, que ello te mortifique, si has hecho bien, alégrate'. Versos de oro pitagóricos (21-23)

La pandemia nos ha enseñado, y sigue haciéndolo, valiosas lecciones morales. Nos ha puesto, tanto a nivel colectivo como individual, un test moral. En nuestras manos se encuentra, si nos atrevemos a ello, desvelar si hemos aprobado el examen o no. Nuestras acciones, o nuestra ausencia de ellas, no solo nos han afectado a nosotros en el valor moral más importante, preservar la vida, sino que ha afectado la salud y la vida de otros, sean seres queridos, familia o simplemente desconocidos que se cruzaron en nuestro camino. La COVID-19 no solo ha devastado trágicamente vidas humanas, sino que en su haber quedarán secuelas físicas y mentales de las que tardaremos años en recuperarnos. Y más allá de la competencia, o incompetencia, de gobiernos con las medidas para protegernos, queda examinar las consecuencias morales de nuestro propio comportamiento. Los versos introductorios de este texto pertenecen a un manual que los pitagóricos empleaban para uso de sus discípulos, y contiene una de las máximas principales que determina nuestro nivel de compromiso moral con las vidas de aquellos que nos circundan; la capacidad para auto examinar nuestro comportamiento realizando un examen de conciencia que dictamine nuestro grado de bondad, o de maldad. Al igual que cada mañana nos examinamos en el espejo, y vemos reflejados en el rostro los avatares, y las heridas, que la vida nos va dejando a través del tiempo, en las arrugas que dictaminan nuestras preocupaciones, en el brillo de nuestros ojos que nos devuelven la pena y la alegría vislumbrada, en la curva de nuestros labios o en el ceño de nuestra frente que enumera fracasos y éxitos, cada anochecer deberíamos enfrentarnos al espejo de nuestra conciencia, y hacernos las mismas preguntas, si somos capaces de soportarlas, que se hacían los discípulos pitagóricos en su camino hacia la sabiduría.

La pandemia nos ha enseñado, y sigue haciéndolo, valiosas lecciones morales. Nos ha puesto, tanto a nivel colectivo como individual, un test moral. En nuestras manos se encuentra, si nos atrevemos a ello, desvelar si hemos aprobado el examen o no. Nuestras acciones, o nuestra ausencia de ellas, no solo nos han afectado a nosotros en el valor moral más importante, preservar la vida, sino que ha afectado la salud y la vida de otros, sean seres queridos, familia o simplemente desconocidos que se cruzaron en nuestro camino

Epicteto, el estoico filósofo romano, retoma esta idea de ejercer de riguroso juez de nuestro comportamiento moral, en sus Disertaciones insiste en que nos examinemos regularmente con las siguientes preguntas: ¿Qué norma transgredí de las que auguran una vida feliz? ¿Qué he hecho en contra de la amistad, de la sociabilidad, de la humanidad? ¿Qué he obviado de lo que habría debido hacer en estos campos? La tercera pregunta nos advierte contra nuestra pereza moral, dada la frecuencia con la que nos escondemos de nuestra responsabilidad, creyendo que si no hemos causado mal directo a otros, ya podemos considerarnos buenas personas. Y no es así, la ausencia de acciones, la irresponsabilidad de mirar a otro lado, es ser cómplice del mal. Nos decimos que lo que sucede a otros no va con nosotros, que no tenemos porqué meternos si no nos hiere directamente, que es problema ajeno. Nuestra bondad también se debe medir por el examen,  cada anochecer,  preguntándonos, no solo sobre si hemos causado algún bien, o si hemos evitado causar algún mal, sino que hemos hecho para evitar males a aquellos más allá de nuestro círculo social o familiar, o incrementar con nuestra aportación el bienestar de aquellos que sufren, aunque no estemos ligados por sangre o afectos a sus destinos.

Debemos ser jueces de nosotros mismos, y debemos aplicarnos el mismo rigor con el que juzgamos tan arbitrariamente, en ocasiones, a otros. No somos nadie para juzgar vidas ajenas, en general, pero particularmente no lo somos si antes no nos hemos sometido a ese examen a nosotros mismos

No se trata de esperar que alguien nos diga, como un colérico sacerdote de alguna religión absolutista, si hemos cumplido algún sacrosanto mandamiento ordenado por algún furibundo dios que está a la esperar de castigarnos o recompensarnos. Esa es una etapa infantil del ser humano, el paso a la madurez moral lo define nuestra capacidad para examinarnos moralmente nosotros mismos, sin recurrir a que nos recompensen o castiguen metafísicamente, o penalmente, por nuestro comportamiento. Debemos ser jueces de nosotros mismos, y debemos aplicarnos el mismo rigor con el que juzgamos tan arbitrariamente, en ocasiones, a otros. No somos nadie para juzgar vidas ajenas, en general, pero particularmente no lo somos si antes no nos hemos sometido a ese examen a nosotros mismos.

La verdadera libertad, es esa autonomía moral ganada por tu responsabilidad, en la que eres plenamente consciente de cómo tus actos afectan a otros tanto como a ti mismo, y definen tu nivel de bondad, o de maldad, al igual que tus silencios o ausencias

El ser humano se define en momentos límites por su voluntad. La voluntad, en tanto actúa como conductor que guía nuestra conducta moral, es un faro que ilumina el camino, para no dejarnos conducir por deseos o pasiones ciegas que nos lleven a lugares indeseados. Un deseo, o una pasión, sin una voluntad moral que les guie, tienen todas las papeletas para terminar, o bien causándonos un daño irreparable a nosotros mismos, o lo que es peor, a otros. Hay un factor esencial en la construcción de nuestro carácter que depende de la familia, los amigos, las personas amadas, la sociedad o la cultura en la que te has desarrollado emocional y racionalmente. Pero, si en las primigenias etapas todo ha ido como debiera, esos factores son solo una preparación para dotarte de autonomía y libertad. La libertad no consiste en hacer lo que te da la gana cuando te da la gana, siempre que no te detengan por incumplir leyes. La verdadera libertad, es esa autonomía moral ganada por tu responsabilidad, en la que eres plenamente consciente de cómo tus actos afectan a otros tanto como a ti mismo, y definen tu nivel de bondad, o de maldad, al igual que tus silencios o ausencias.

Lawrence Kohlberg es uno de los más destacados investigadores del pasado siglo XX en lo concerniente a examinar las etapas morales de individuos y sociedades; su conocida división en tres niveles, compuestos a su vez por seis etapas, puede ayudarnos en nuestro examen de conciencia moral auspiciado por la sabiduría de los antiguos griegos y romanos y ayudarnos a evaluarnos y ponernos nota moral, y  así responder con honestidad a la pregunta de en qué nivel de bondad moral nos encontramos. Nuestra madurez moral será mayor dependiendo de la etapa y del nivel en el que nos situemos.

Partimos de la idea, generosa, de que todos los adultos hemos superado una fase cero, en la que bueno es todo aquello que nos gusta o deseamos, y malo todo lo contrario. Más allá de esa etapa propia de infantes de muy temprana edad, entraríamos en el primer nivel de madurez moral que Kohlberg llama preconvencional, que constaría de dos etapas. En este nivel solo atendemos al palo y la zanahoria, somos egocéntricos, y nos comportamos de una manera u otra dependiendo si nos recompensan o nos castigan.

Partimos de la idea, generosa, de que todos los adultos hemos superado una fase cero, en la que bueno es todo aquello que nos gusta o deseamos, y malo todo lo contrario. Más allá de esa etapa propia de infantes de muy temprana edad, entraríamos en el primer nivel de madurez moral que Kohlberg llama preconvencional

Etapa 1: Es la que corresponde a los niños que obedecen por miedo al castigo, no porque comprendan ninguna responsabilidad intrínseca a sus acciones. No hay autonomía moral, es cero en este caso, dependemos de la autoridad y fuerza coercitiva de otros. Una persona  adulta que no comete un delito, leve o grave, únicamente por temor al castigo se encontraría en esta etapa.

Etapa 2: La vida es un juego en el que tratas de ganar y beneficiarte, pero hay reglas, y uno acepta que ha de respetarlas, para no quedar excluido. Solo nos guiamos por nuestro propio interés y beneficio. Es como cuando le dices a un niño, haz lo que quieras pero no me molestes.

Un segundo nivel es el llamado convencional. En este nivel hay ya una conciencia social de ser parte de algo más grande uno mismo, al igual que una necesidad de respetar aquello que nos permite encajar en ese grupo hacia el que sentimos pertenencia. Lo bueno y lo malo depende de lo aprobado o no por la sociedad.

Etapa 3: Ante todo nos influye la necesidad de ser aceptados, amados, por un grupo. El ejemplo típico es el del adolescente que necesita sentirse aprobado en su comportamiento, en su estética, en sus gustos, en sus opiniones, para encajar en un grupo. Muchos adultos siguen comportándose también como si aún fueran adolescentes, sin criterio propio, para qué engañarnos. En nuestro comportamiento influyen ante todo las expectativas que el grupo tiene de nosotros.

Etapa 4: Supone un paso mayor, y es el primer signo de que comenzamos a tener autonomía moral. Somos parte de una sociedad que se dota responsablemente de instituciones que garanticen el respeto entre unos y otros. Nos comportamos adecuadamente por responsabilidad con nuestra comunidad, le demos el alcance que le demos a este término. Importa más creer que es necesario para el bien común, que el premio, castigo o aceptabilidad social para encajar. Trascendemos nuestros propios intereses. En teoría, las sociedades democráticas deberían encontrarse en su mayoría en este nivel. Dejemos que el lector concluya y dictamine si es así o Kohlberg fue extremadamente generoso en esta afirmación.

El nivel más alto de madurez moral, el posconvencional, supone que más allá de la convicción de comportarnos acorde a las leyes y a las normas morales, para ayudar al bienestar social, examinamos profundamente, y autónomamente, los principios éticos que subyacen, y de esa interna convicción proviene el acatamiento a las normas morales

El nivel más alto de madurez moral, el posconvencional, supone que más allá de la convicción de comportarnos acorde a las leyes y a las normas morales, para ayudar al bienestar social, examinamos profundamente, y autónomamente, los principios éticos que subyacen, y de esa interna convicción proviene el acatamiento a las normas morales.  

Etapa 5: No solo importa la familia, nuestra comunidad, nuestra sociedad, importa la dignidad de cada persona por el mero hecho de ser humano, como nosotros. Nos abrimos a un mundo plural, donde el valor de la justicia y la libertad han de guiar nuestro comportamiento. Al igual que la obligación de no cumplir aquellas leyes o normas morales que trasgreden este respeto al otro ser humano porque piensa diferente, tiene otra religión, etnia, sexo, o cualquier discriminación. El mundo es plural en sus formas de vida y hemos de aceptarlas, al igual que deseamos que acepten las nuestras.

Etapa 6: Hay derechos humanos que están por encima de las leyes y normas particulares, y a ellos nos debemos. Por ejemplo la lucha contra el racismo o la discriminación por sexo. La reflexión moral nos lleva a conceder a esos principios morales una jerarquía superior a cualquier ley o norma moral particular. Se trata de hacer al otro lo mismo que deseo para mí. Si queremos ejemplos particulares, encontraríamos personajes históricos como Martin Luther King, como alguien a quien seguir para alcanzar esta etapa de madurez moral.  Según Kohlberg solo el cinco por ciento de la población mundial habría alcanzado esta etapa.

El final de este ejercicio moral sería que cada lector se pusiera, con la mayor honestidad posible, nota, y viera en qué etapa moral se encuentra. No por autoflagelarse, sino como estímulo para alcanzar cotas de madurez moral superiores.   

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”