'El arte de saber envejecer'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 2 de Octubre de 2022
'Saber envejecer es la obra maestra de la vida, y una de las cosas más difíciles en el dificilísimo arte de la vida'. Henri-Frédéric Amiel

En la infancia la posibilidad de convertirnos en ancianos, de que la vejez nos alcance y nos equipare a esas venerables e irritantes criaturas que nos achuchan, de manera tan frágil que parece que se van a romper, nos parece algo tan lejano como cualquier tierra incógnita a cuya orilla nunca llegaremos. En la juventud, ya conscientes de la posibilidad de tal destino, cuando nuestras fuerzas y sinos se hayan desvanecido, nos rebelamos y nos decimos que nunca llegaremos a viejos, que apuraremos hasta la última gota de nuestra vitalidad en un interminable baile de orgia de los sentidos. En la madurez, esa elusiva etapa que nos llega entre que abandonas la juventud y de repente te das cuenta que no falta tanto para arribar a la tierra antes incógnita, empezamos a tantear, entre balbuceos incomodos, que esa posibilidad que tan lejana veíamos, comienza a acercarse. Y de repente, un día te levantas, y el niño que aún permanece escondido en tu corazón llora por el abandono de la juventud ansiada. El joven rebelde que tanto te dio, y tanto te quitó, balbucea ante una madurez a la que nunca debió arribar. Y esa persona madura, en la que nunca creíste que llegarías a convertirte, grita sorprendido ante el incontestable hecho de la llegada de la vejez. Puede incluso que te hayas saltado, como decía el ínclito Sabina, la etapa de la madurez y hayas pasado directamente de la adolescencia o la juventud a la vejez. A veces sucede, cuando el niño que nunca nos abandona decide resistirse a cualquier precio al ineludible destino de todo ser humano. También tenemos la opción contraria, la del amargado Oscar Wilde, siempre pendiente de los vicios a los que acogernos para aliviar la amargura de nuestra existencia, que nos advertía que envejecer no es nada, lo terrible es seguir sintiéndose joven.

El arte de saber vivir no es sencillo, entre otras cosas porque nadie nos enseña las claves para aprender esa virtud. A nadie le importa cómo vivas mientras seas productivo e (in)útil a la sociedad

El arte de saber vivir no es sencillo, entre otras cosas porque nadie nos enseña las claves para aprender esa virtud. A nadie le importa cómo vivas mientras seas productivo e (in)útil a la sociedad. El arte de aprender a envejecer es aún más complicado, pues todo es merma, física, mental y anímica. A lo que hay que añadir la dura perdida de personas queridas, amigos, amantes, compañeras, que te habían custodiado en tu viaje, pero el destino les deparó una estación término diferente a la tuya. Tu piel va adquiriendo tonos más grises, por mucho que trates de trampear la aridez del tiempo en los poros de tu rostro. Tus músculos y huesos comienzan a dialogar sobre tiempos mejores en los que fantaseaban con atléticas hazañas, imaginarias o reales. Tu corazón pausa cada vez más los latidos de las pasiones que antes tanto te encendían y provocaban la maravillosa sensación que te salía del pecho. Y la belleza, esa luz que antes solo buscabas en la superficie de las personas, comienzas a encontrarla en rincones escondidos, tras una segunda y una tercera mirada, más profundas, que indaga en lugares donde antes ni se te ocurría mirar, y si por casualidad lo hacías, los ignorabas por ser carentes de relevancia para lo que te importaba, tan solo arañar la superficial belleza de las personas.

 Y lo más terrible de la llegada de la vejez, acompañada por esa procesión de antorchas, es aún más que adquirir plena conciencia de tu mortalidad, el aterrador silencio que acompaña a la soledad

La venerable actriz Katherine Hepburn, cuya trayectoria artística es ejemplar, en un mundo que odia mostrar la vejez de sus estrellas, si son mujeres, claro, como es el cine de Hollywood, decía que cuanto más se envejece más se parece la tarta de cumpleaños a un desfile de antorchas. Un desfile de antorchas que lloran por los años calcinados que nunca volverán, una procesión de recuerdos agridulces a los que ni siquiera la azucarada tarta puede endulzar. Y lo más terrible de la llegada de la vejez, acompañada por esa procesión de antorchas, es aún más que adquirir plena conciencia de tu mortalidad, el aterrador silencio que acompaña a la soledad. Esa plaga inmoral que acompaña a los ancianos a los que nuestra sociedad abandona y arrincona. Lo hemos visto en la pandemia. Fueron los primeros en caer en masa de manera indigna, y ahora que el resto de la sociedad festeja la salida de la pesadilla del Covid-19, ellos son los últimos en caer, sin apenas conmoción, ni lágrimas por parte de nadie. Una soledad, abandonados por familias, por toda la sociedad despreocupados por ellos, que es uno de los peores cánceres que indican lo mal que están los indicadores de salud moral de nuestras acomodadas sociedades. A nadie parece importar en exceso esa soledad a la que un gran número de ancianos se ven abocados.

Friedrich Von Schiller, poeta, dramaturgo, y por si fuera poco filósofo, proclamaba que solo la fantasía permanece siempre joven; lo que no ha ocurrido jamás no envejece nunca. Quizá esa sea una de las claves para mantenerse joven, incluso disfrazado por lo ropajes de la vejez, dar siempre rienda suelta a la imaginación, dejarse llevar por esos mundos o deseos que probablemente nunca obtengamos, pero cuya solo presencia, en nuestra mente y en nuestro corazón, nos inspira a mantener esa llama que el tiempo, las circunstancias, y la aridez de otros corazones humanos siempre trata de extinguir. Lo mismo podría decirse de ese infante, que se queda deslumbrado ante cualquier novedad que llega a su vida, que se sorprende con cada beso y abrazo, que se esconde del dolor inmerecido, que se desborda de jolgorio y placer ante cualquier lluvia inesperada o la caída de la primera nieve. Ese niño que la sociedad y su cruel egoísmo tratan que escondamos porque ha de avergonzarnos, y sin embargo, es otra de las claves del arte de saber envejecer. Mantener a ese niño a salvo, y nunca dejar que se desvanezca de nuestras vidas. Nunca perder su sentido de la maravilla ante los acontecimientos inesperados y felices de nuestra vida.

Catón el viejo, llega a la conclusión que la clave del arte de saber envejecer es haber llevado una buena vida. Difícil premisa, pero comprensible exigencia

Cicerón, en su filosófico escrito Acerca de la vejez, a través de la loa a uno de los padres de la República romana, Catón el viejo, llega a la conclusión que la clave del arte de saber envejecer es haber llevado una buena vida. Difícil premisa, pero comprensible exigencia. Cicerón nos dice: también la vejez fruto de una vida llevada con calma, con honor y con dignidad, es una vejez apacible y dulce. El pensamiento filosófico que se encuentra detrás es, cómo no, el del estoicismo; la naturaleza, los azotes de la existencia, pueden haber tratado de descarrilarte una y otra vez, pero si has resistido, si has mantenido la honestidad como tu principal ancla a la vida, el adiós, cuyo preludio es la vejez, resulta más fácil. Si al mirar atrás te sientes satisfecho, no de logros egoístas, sino de tu integridad y de tus aportaciones al bien común, no de las heridas que has causado, sino de las que has ayudado a remendar, entonces, y solo entonces, la plenitud de tu vida coincide con tu final.

La vejez nos pone límites, muchos, ¿cómo no iba a ponerlos? Pero no podemos escapar de la necesidad del tiempo que transcurre y nos desgasta

La vejez nos pone límites, muchos, ¿cómo no iba a ponerlos? Pero no podemos escapar de la necesidad del tiempo que transcurre y nos desgasta. Aceptar nuestra corporalidad, y con ella nuestra mortalidad, es un principio para el arte de saber envejecer, tal y como nos muestra el ejemplo de Catón alabado por Cicerón. La vejez no es solo una cuestión de nuestro cuerpo, es un estado del alma, de nuestra voluntad. Hay personas que en la plenitud y madurez de sus vidas se comportan como si la vejez les hubiera llegado antes de tiempo. Sin embargo, encontramos personas que casi alcanzan el siglo de edad y nos sorprenden por la vitalidad que desprenden, a pesar de las ineludibles carencias de la carne a la que se ven atados.

Negarse a envejecer cuando ha llegado el momento es un lastre para disfrutar de la serenidad que puede proporcionarte

Negarse a envejecer cuando ha llegado el momento es un lastre para disfrutar de la serenidad que puede proporcionarte. Aceptarla estoicamente es un preludio al arte de saber envejecer. Nos dice en su escrito Cicerón: A los que no tienen ningún recurso en sí mismos para llevar una vida buena y feliz, toda edad les resulta pesada. En cambio a los que buscan todo lo bueno en sí mismos, nada de lo que ocurra por la ley de vida les puede parecer malo. El estoico muestra su verdadera cara al enfrentarse con valor a la vejez y a la enfermedad, condiciones que suelen ir juntas. Nuestra mente ha de jugar un papel fundamental en saber envejecer. El cuerpo podrá estar debilitado, pero si otras condiciones no nos afectan a la mente, en nuestra mano está fortalecerla día a día. Si lo físico disminuye, aumentemos la fuerza que nos aporta nuestra voluntad, y esa fortaleza es una virtud que se practica con ejercicios mentales.

Filosofar es aprender a morir, decía Montaigne, que a su vez lo recogía de la omnipresente presencia de Cicerón en su propia obra. Filosofar es aprender pues a envejecer, podemos sacar también en conclusión. Y más importante aún es que no podemos aprender a morir, ni a envejecer, sin antes haber aprendido a vivir. El arte de saber envejecer encuentra en esta premisa su principal corazón.

Cuatro inconvenientes suelen achacarse al envejecimiento: 1. Aparta del trabajo al que has dedicado tu vida 2. Debilita el cuerpo 3. Priva de todos los placeres y 4. Nos acerca a la muerte. En dialogo con Catón, Cicerón responde a todos estos supuestos males; al primero: las grandes empresas no se realizan con la fuerza, la rapidez o la agilidad corporal, sino con la sabiduría, la autoridad y el valor de la prudencia, cualidades de las que no suele estar privada la vejez, sino que, por el contrario, tiende a acrecentarlas. No permitas que la sociedad te considere un inútil por envejecer, es un error si aceptas esa falsa premisa que trata de arrinconarte al desván de los olvidos. A la segunda cuestión responde que el cuerpo con el que llegamos a nuestra vejez depende en gran parte de lo que hemos hecho en nuestra vida, por tanto es responsabilidad nuestra, y escondernos o renegar de ella, es tan absurdo como gritar al león que se alimenta de su presa. Y tal como hemos visto al responder al primer inconveniente, la fuerza física tiene sus límites, la fortaleza mental, no. Y si no te sacude una enfermedad que te la arrebate, en tu voluntad se encuentra que esa fortaleza se erija en la principal defensa ante los achaques de la vejez. A la tercera cuestión responde Catón como buen estoico que es, que si has de abandonar placeres más terrenales, que tiempo has tenido de disfrutarlos, por qué no centrarte en otro tipos de placeres que siguen estando a tu alcance, más sutiles, más finos, y que nunca te abandonarán mientras tu mente no lo haga. Y qué hacer ante lo que llaman el cuarto inconveniente, la muerte: La mejor manera de acabar la vida es mantener la mente lúcida y todos los sentidos en plena forma, y dejar que la propia naturaleza destruya lo que ella misma creó. No hay escapatoria posible a ese epílogo a tu vejez; trata pues de aprender las lecciones anteriores, y lleva una buena vida, epítome de una buena muerte. Vive lo mejor posible, respira al ritmo de tu corazón, acelerado o pausado, ama siempre que puedas, evita odios inútiles, disfruta de la amistad y los buenos placeres de la vida y evita dañar a otros al igual que evita dañarte a ti mismo.

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”