La angustia y el problema de la felicidad en tiempos del Coronavirus

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 8 de Noviembre de 2020
Desnudo femenino de rodillas' de Edvard Munch (1919).
IndeGranada
Desnudo femenino de rodillas' de Edvard Munch (1919).
'La felicidad nos espera en algún sitio, a condición de que no vayamos a buscarla'. Voltaire, filósofo francés (1694-1778)

'La angustia es el pórtico de las situaciones depresivas; desarrolla un mundo de imaginación en la que hace presa el miedo. Sus aliadas son la tristeza y la soledad'. Fernando Nestares, Doctor en derecho, pintor y escultor español (1929-1990)

La tiranía de la felicidad, mientras más consumo más feliz soy, era difícil de soportar en tiempos normales, donde los que creían tener todo miraban con sutil condescendencia, o con abierto menosprecio, a aquellos que sufrían para mantener el ritmo de consumo necesario para ser feliz. Ahora, que vivimos en tiempos anormales, con el consumo desaforado en crisis, y las diferencias sociales incrementándose, es normal que suframos de infelicidad crónica. Nuestra sociedad, la española, y todo lo que antaño se llamaba mundo desarrollado, ha vivido sobreexpuesta a una falsa noción de la felicidad, maniquea cuando no abiertamente fantasiosa, basada en todos esos lemas de primero de párvulos de si quieres puedes, todo está a tu alcance si pones voluntad o trabajo, y demás sandeces con las que nos inundan los aprendices de alquimistas de la felicidad que inundan librerías, redes sociales y cualquier escaparate donde la vacuidad venda.

Esos lemas, tan atractivos de compartir en nuestras redes sociales, no solo se refieren a lo material, también te hacen creer que a tu alcance, y es tu derecho, se encuentra tener éxito en otros ámbitos, personales o profesionales, del tipo de conseguir el trabajo ideal, la pareja ideal, y demás sueños, pues no son otra cosa, con las que nos endulzan los sinsabores de la vida

Ese todo está a tu alcance, básicamente se refiere a regalías materiales propias del despropósito consumista; el ultimo móvil que sirve para lo mismo que el que ya tenemos, pero es el último, el nuevo televisor que parece una pantalla de cine y hay que poseerlo aunque para ello nos quedemos sin espacio en la casa, o ciegos ante la pantalla, y una interminable lista de cosas prescindibles. Esos lemas, tan atractivos de compartir en nuestras redes sociales, no solo se refieren a lo material, también te hacen creer que a tu alcance, y es tu derecho, se encuentra tener éxito en otros ámbitos, personales o profesionales, del tipo de conseguir el trabajo ideal, la pareja ideal, y demás sueños, pues no son otra cosa, con las que nos endulzan los sinsabores de la vida.

No hablemos de la salud como síntoma de felicidad, que todos dicen que es lo primero que debemos cuidar, pero que a la hora de la verdad, al darnos cuenta de que no es gratis, que hay que pagar impuestos, votar a políticos dispuestos a subirlos, y quizá renunciar a ese último IPhone, para que todo el mundo tenga una buena calidad de salud pública, la cosa ya no está tan clara. Pareciera que con ese afán de bajar impuestos los servicios públicos vivieran del aire, llámense educación, sanidad, o arreglar los baches de tu calle, por no hablar de la limpieza. En esta tiranía de la felicidad consumista, se ve que las matemáticas de lo que cuestan esos intangibles como la salud, la educación o la cultura al alcance de todo el mundo, no es su fuerte.

Si ya esa falsa noción de la felicidad que nos vendían era causa de angustia para un porcentaje amplio de la población, en medio de una pandemia se multiplica, porque el reverso de todas esas proclamas, raramente enunciado, pero siempre presente es; si no tienes el trabajo que deseas, no consigues la pareja con la que sueñas, o no puedes ponerte esas deportivas de doscientos euros, es porque has fracasado, no has puesto suficiente trabajo o voluntad, o no has leído suficientes libros de 'autoayuda' y 'mindfulness'

Si ya esa falsa noción de la felicidad que nos vendían era causa de angustia para un porcentaje amplio de la población, en medio de una pandemia se multiplica, porque el reverso de todas esas proclamas, raramente enunciado, pero siempre presente es; si no tienes el trabajo que deseas, no consigues la pareja con la que sueñas, o no puedes ponerte esas deportivas de doscientos euros, es porque has fracasado, no has puesto suficiente trabajo o voluntad, o no has leído suficientes libros de autoayuda y mindfulness. A todo eso hay que añadir el miedo y la ansiedad que en tiempos del coronavirus se han vuelto compañeros inseparables de nuestras vidas. El colapso de la sanidad se produjo durante la primera oleada, y se está produciendo en esta segunda, con la consecuencia indirecta de paralizar operaciones o diagnósticos de enfermedades graves como el cáncer, pero no menos llamativo, aunque apenas se le preste atención,  es el incremento de enfermedades causadas por esos miedos y angustias ante la incertidumbre del futuro, en la salud y en lo económico. La ansiedad, que barríamos bajo la alfombra en los tiempos normales, producida por un lado por las expectativas fracasadas de éxito a las que nos abocaba creer en una felicidad banal, y por otro lado, por la obligación de encajar con la moda social del momento, ahora nos desborda, ya no cabe bajo la alfombra, imposible de esconder.

La sufren los jóvenes, que si por si no tuvieran suficiente con ver en peligro su ya precario futuro, y olvidemos desde ya la utopía de conseguir ser independientes, se les acusa poco menos que de ser los culpables de esta segunda ola por salir a divertirse, cuando cualquiera que tenga ojos puede ver a personas de todas las edades

La  angustia la sufren los niños y adolescentes, que no terminan de comprender el trajín que se traen con ellos, pasamos de culpabilizarlos de contagiar a todo el mundo, a ningunearles el derecho a una educación presencial que se merecen para poder sobrevivir a la jungla que les espera, y  a los que también les obligamos a ser felices y encajar, aunque parte de la naturaleza de la adolescencia sea resistirse a encajar en moldes preestablecidos. La sufren los jóvenes, que si por si no tuvieran suficiente con ver en peligro su ya precario futuro, y olvidemos desde ya la utopía de conseguir ser independientes, se les acusa poco menos que de ser los culpables de esta segunda ola por salir a divertirse, cuando cualquiera que tenga ojos puede ver a personas de todas las edades, especialmente entre 30 y 50, que no son ya precisamente jóvenes, disfrutando de ese tardeo que tan de moda se ha puesto. Lo sufren todos aquellos entrados en años, que si ya temían por su precaria vejez en los tiempos precovid, ahora ven como sus ahorros se convierten en castillos de arena ante el caos económico y la incertidumbre de la que no asomamos la cabeza. La sufren nuestros mayores, víctimas propiciatorias de la enfermedad, el sector más frágil, que han sufrido durante meses el pánico de una enfermedad que nunca parece tener fin. La soledad y el miedo se han convertido en instigadores de una angustia que les acecha en el crepúsculo de sus vidas.

Las enfermedades mentales, aunque apenas salgan en la cuenta de víctimas directas o indirectas de la COVID-19, causará estragos durante muchos años. Al igual que aún se desconocen muchos de los efectos secundarios de los que directamente la han sufrido. Están por ver las consecuencias, esos síndromes causados por la angustia y la ansiedad, más allá de la brecha social y económica, causados por el desgaste mental de amplios sectores de nuestra sociedad ante la pandemia. Los dentistas están alertando del incremento exponencial de consultas debido a daños en los dientes, usualmente asociados al incremento de estrés y angustia, por si la saturación de consultas a  psicólogos y psiquiatras no nos hicieran ya ver la punta de un iceberg que no deja de crecer, en lo que a salud mental se refiere.

La angustia actual que nos ahoga el aliento, causada por la crisis de la pandemia, unida a los malentendidos sobre la felicidad en una sociedad hiperconsumista, no es algo que podamos suprimir con facilidad, pues más allá de estas circunstancias parece estar asociada a la frágil naturaleza humana

La angustia actual que nos ahoga el aliento, causada por la crisis de la pandemia, unida a los malentendidos sobre la felicidad en una sociedad hiperconsumista, no es algo que podamos suprimir con facilidad, pues más allá de estas circunstancias parece estar asociada a la frágil naturaleza humana. A los metafísicos intentos de erradicarla Paul Sartre respondía: ¿Llegamos a disipar o a disminuir nuestra angustia? Lo cierto es que no podríamos suprimirla puesto que nosotros mismos somos angustia. Sin caer en lo excesos de una verborrea excesivamente existencialista, la angustia siempre nos va a acompañar, es parte de la naturaleza humana, de la conciencia del límite del tiempo, de la mortalidad, del dolor sufrido en carne propia o ajena, y de ese porvenir que es una espada de Damocles siempre amenazando nuestros logros para convertirlos en castillos en la arena destruidos por la subida de  la marea. Desgraciado todo aquél que se angustia por el porvenir decía Séneca, y cuando todo lo que tanto te ha constado construir amenaza con venirse abajo, independientemente de las sonrisas, voluntades o memes tontos que uno lea al amanecer, la espada resulta difícil de obviar.

La Covid-19 se erradicará, a un alto precio, nunca deberíamos olvidarlo, y el común de los mortales poco podemos hacer para acelerar este fin, salvo seguir aquella máxima moral universal kantiana de tratar al prójimo con el cuidado que uno ha de tratarse a sí mismo. Por su salud, tanto como por la nuestra, dejar de comportarnos con la mascarilla como si fuera una bufanda; y colocarla de manera excéntrica, en el codo, debajo de la nariz, o encima de la cabeza. Proteger a los demás como quisiéramos que nos protegieran a nosotros, aunque desgraciadamente, visto lo visto son palabras sordas, para algunos. No poder hacer nada más que esto para aliviar la pandemia, no implica que no podamos hacer algo con esa angustia que nos producen sus efectos, ni con esa banal felicidad cuyo fracaso nos lleva a hundirnos aún más en las embadurnadas aguas de la angustia.

En una, la angustia, y en la otra, la frustración por aspirar a una felicidad banal, juega un papel esencial la capacidad social que tengamos de crear redes solidarias que transciendan el mero beneficio material, todo aquello que vislumbramos en los momentos más duros de la primera ola, y que en esta segunda parece renuente a asomar cabeza, como si la fuerza del egoísmo omnipresente agotara toda la generosidad y solidaridad que estuviéramos dispuestos a dar

En una, la angustia, y en la otra, la frustración por aspirar a una felicidad banal, juega un papel esencial la capacidad social que tengamos de crear redes solidarias que transciendan el mero beneficio material, todo aquello que vislumbramos en los momentos más duros de la primera ola, y que en esta segunda parece renuente a asomar cabeza, como si la fuerza del egoísmo omnipresente agotara toda la generosidad y solidaridad que estuviéramos dispuestos a dar. Influyen otros aspectos, propios de una fortaleza del carácter que se educa, que se sobrepone a esa obligación de tener que aparentar ser felices. Porque ese es otro problema de nuestro tiempo, la absurda dictadura de tener que aparentar felicidad, o si no te acusan de misántropo, pesimista, y demás adjetivos que los nuevos hippies de la new age de la felicidad proclaman desde sus cárceles de oro, amenazándonos con el ostracismo social si no encajamos en un meme a lo Pablo Coelho.

La felicidad es demasiado diversa, cambiante, frágil, contextual, cultural, y puñetera, como para definirla en un meme. Y no traicionaremos el espíritu de este articulo pretendiendo hacerlo, salvo por dos pequeños detalles; la felicidad es ausencia de angustia, y la angustia procede en la mayoría de los casos del peso del pasado o del temor al futuro. Cambia aquello que puedes cambiar, acepta lo que no, y vive generosamente contigo y los demás en lo único que existe: el presente.

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”