'black midi nos llevan de la mano al infierno'
La palabra que me viene a la cabeza para definir a black midi es impish. Este término inglés, de difícil traducción, viene a señalar el carácter pícaro y travieso de un imp, es decir, de una especie de diablillo originario de la mitología germánica que, más que llevar a los humanos por el camino del mal, se deleita en engañarlos y confundirlos con sus travesuras y tretas. En fin, un granujilla, no malvado pero desde luego tampoco de fiar: el arquetipo sería Puck, el personaje de la obra El sueño de una noche de verano. Escuchando las intrincadas canciones del grupo inglés uno se los imagina así, como unos pillos que se entretienen confundiendo a los oyentes con cada requiebro, cada giro inesperado de guion, cada floritura imprevisible. Y, todo hay que decirlo, al ver la cara de duende de su líder y principal cantante, Geordie Greep, se refuerza bastante esa impresión.
'Hellfire' es un disco conceptual sobre las múltiples y, en apariencia, inevitables formas en que el ser humano se degrada y se destruye moral y físicamente
Pero en su último álbum, los británicos están interesados en algo mucho más serio: en el infierno, en la perdición del ser humano, en el mismo demonio. Hellfire es un disco conceptual sobre las múltiples y, en apariencia, inevitables formas en que el ser humano se degrada y se destruye moral y físicamente. Los personajes que por él desfilan forman lo que mi amiga Maribel llama el “club de lo abyecto”: hombres (las mujeres apenas aparecen como figurantes) corrompidos por el poder, la avaricia, y las ansias de gloria o degradados por la estupidez y la guerra, una colección de lo más ruin y mezquino que puede parir la sociedad moderna. La gracia, sin embargo, es que la música que acompaña estos relatos es rabiosamente divertida: una sucesión de genialidades compositivas y brutales despliegues de talento instrumental que nunca deja de sorprenderte y, al cabo de sus 39 minutos, te deja sin aliento.
Lejos queda ya el post punk con visos experimentales de su debut, Schlagenheim. black midi están firmemente instalados en esa teatral combinación de rock progresivo, jazz rock y música de cabaret que comenzaron a mostrarnos el año pasado en Cavalcade. Siempre hay hueco para toques de géneros tan dispares como el country (“Still”), el flamenco (“Eat Men Eat”) o las canciones de musical (“27 Questions”), ejecutados con habilidad pero con una sonrisilla sarcástica. No se trata de epatar porque sí, sino de demostrar que pueden hacerlo y que, aunque nos parezca increíble, el pastiche nos gusta. Quizás, en cierto modo, se trata de mostrarnos que, al igual que los desagradables personajes de sus canciones, nosotros también podemos dejarnos llevar por el placer contra toda forma de decoro o buen gusto. El caso es que el constante contraste entre lo sublime y lo patético, entre lo solemne y lo jocoso, y desde luego entre lo ruidoso y lo melódico, es uno de los ingredientes fundamentales de este álbum.
Varios temas se inician con un riff sencillo que se repite obsesivamente, pero todas ellas mutan múltiples veces
Si lo comparamos con Cavalcade, de hecho, da la sensación de que la mezcla es aún más disparatada: el paso de un extremo al otro no se da ya entre distintas canciones, sino que ocurre varias veces dentro de la misma canción. Varios temas se inician con un riff sencillo que se repite obsesivamente, pero todas ellas mutan múltiples veces. Es el caso del single “Welcome to Hell”, que cuenta la historia de un soldado raso que, durante un periodo de licencia en mitad de una guerra, es llevado a un prostíbulo por su superior con desastroso resultado. El tema pasa por innumerables cambios de tiempo mientras no deja de aumentar en volumen, hasta que su última estrofa se convierte en un feroz asalto de speed metal en medio del cual, sin embargo, hay un instante de silencio en que un piano toca cuatro cómicas notas antes de que la banda vuelva al ataque. “The Race is About to Begin” es aún más ciclotímica, quizás en exceso: tras un inicio ya de por sí caótico, Greep se lanza de pronto a una furiosa invectiva que sube constantemente de intensidad durante sus casi dos minutos hasta que, cuando ya parece inevitable que pierdan el control, la música se disuelve y se convierte en un suave acompañamiento para los versos que mejor capturan el espíritu carnavalesco del disco: “The clown can be a martyr/The whore can be an angel/The hack becomes a master/The crass becomes divine”.
Hay que decir que, dentro de la vorágine musical del disco, las letras sirven como una esencial forma de orientarse
Hay que decir que, dentro de la vorágine musical del disco, las letras sirven como una esencial forma de orientarse. Particularmente en las canciones que cuentan historias más o menos reconocibles: el enano que asesina a un boxeador en mitad de un combate para así hacerse famoso en “Sugar/Tzu”, el tema más jazz rock del álbum; el mozo de labranza que, engañado por el demonio en persona, asesina a un hombre a sangre fría en “Dangerous Liaisons”, quizás la canción más tradicional del conjunto; el proxeneta que pretende convencernos de que su negocio es tan honrado como el que más en la exquisita “The Defence”, que contiene el único y delicioso estribillo del disco; la antigua estrella del teatro musical que recita preguntas retóricas sobre el escenario antes de morir de forma grotesca mientras el público se mofa de él en “27 Questions”. Todas estas letras evocan al mismo tiempo un futuro distópico y la Europa de entreguerras, dando con una estética ideal para nuestros tiempos: un mundo ordinariamente perverso, en el que los ricos y poderosos chupan la sangre (literalmente, en “Eat Men Eat”) y corrompen a los pobres y estúpidos.
Ante este estado de cosas, black midi adoptan en efecto la pose del imp: el panorama claramente les repele, pero también les entretiene; les resulta tan lamentable como irresoluble, tan despreciable como hilarante. Son el bufón de la corte, capaz de decir la verdad al poder escondida entre gracietas, pero al mismo tiempo son fatalistas, misántropos irredentos. Lo terrible, creo, es lo bien que conecta este discurso marcado por la impotencia con el actual Zeitgeist: paralizados por el cambio climático, la crisis que sobreviene a otras crisis, la desorganización y atomización social, hallamos en esta rabiosa impugnación de la sociedad como un todo un consuelo, aunque sea vano. Pero el arte, ya se sabe, no tiene por qué hacer la revolución: Hellfire es un disco excelente, aunque sea exigente. Su estructura conceptual lo hace más coherente que Cavalcade, aunque quizás por eso mismo no tenga tantas canciones que destaquen por sí solas. En cualquier caso, este álbum prolonga la asombrosa buena racha de la escena creada en torno al pub londinense The Windmill, convirtiéndose en la quinta obra maestra que genera en el último año y medio. Una vez más, cuando parecía que el rock estaba listo para morir, nos encontramos con una nueva resurrección del género. ¿Qué más podemos pedir?