El poeta tranquilo
Antonio Jiménez Millán enfrentó su última Navidad escribiendo poemas en el Hospital. Hasta esas últimas horas, hasta los últimos instantes, continuó siendo, sobre todo, poeta. Nos los enviaba a los amigos por guasap con bromas como “A mí en los hospitales me da por escribir”. Hacía ocho años que le habían detectado un cáncer en el pulmón y, a pesar de todo, Antonio supo vivir todo ese tiempo como si casi no pasara nada, escribiendo y publicando más que en otras épocas de su vida, viajando, dictando conferencias, asistiendo a congresos. No se quejó nunca.
Recibimos en esos años el maná que sabía derramar sobre nosotros el profesor Juan Carlos Rodriguez y estuvimos en todas las guerras culturales que se declararon, hasta, por fin, vencer en algo cuando llegó la Otra Sentimentalidad en los años ochenta
La última vez que lo vi fue en Velez-Málaga, en un homenaje a otro amigo poeta fallecido prematuramente hace veinte años, Joaquín Lobato. Con Joaquín Lobato y otros amigos, Antonio había iniciado su carrera literaria publicando su primer libro “Predestinados para sabios” en una antología que editó en Málaga aquel “Colectivo 77” y que se titulaba La poesía más transparente. Recuerdo a Antonio en aquellos años juveniles como un héroe romántico, rubio, delgadísimo y siempre vestido de negro, con largos abrigos y bufandas grises al cuello. Un seductor, discreto y elegante, amable y tranquilo, pero honesto y contundente si hacía falta, como su poesía. Recibimos en esos años el maná que sabía derramar sobre nosotros el profesor Juan Carlos Rodriguez y estuvimos en todas las guerras culturales que se declararon, hasta, por fin, vencer en algo cuando llegó la Otra Sentimentalidad en los años ochenta.
Después vino un destierro, que en el caso de Antonio no lo fue tanto, porque en su dilatada carrera literaria siempre estuvo presente Granada, los amigos de Granada, el ambiente cultural granadino
Después vino un destierro, que en el caso de Antonio no lo fue tanto, porque en su dilatada carrera literaria siempre estuvo presente Granada, los amigos de Granada, el ambiente cultural granadino. Además, Antonio fue cimentando en esos años su sabiduría académica, su conocimiento de casi todas las lenguas y literaturas románicas, su especial dedicación a la literatura catalana. Él nos hizo entrar en contacto con esa literatura, con excelentes poetas como Joan Margarit o Pere Rovira que luego fueron nuestros hermanos en la poesía. Él no dejó nunca de honrarnos y de honrar a nuestra ciudad, dedicándole libros enteros como el maravilloso Memoria del agua, que alternaba con su amor también incondicional al mar: “Después de algunos años/ quise volver con ella:/ me salvaba su voz/ su luz inesperada/ el recuerdo del mar sobre sus ojos”.
Se marchó tan discretamente como apareció un día hace cincuenta años en la puerta del aula en la que yo daba clase de literatura hispanoamericana para preguntarme si podía asistir a la misma. Desde entonces vivimos una vida hermanada sin un solo conflicto y ahora siento mucho no haberle confesado mi cariño incondicional todas las veces que se lo merecía. Este hombre bueno, leal, honesto y maravilloso poeta.