Una gran fábula que mira al futuro
La realidad humana conlleva ficciones. No podemos vivir sin imaginar más allá de ese orden de lo fáctico en que estamos inmersos. Así es de continuo con el riesgo, por otra parte, de llegar a la conclusión con la que nos confronta Shakespeare en su Macbeth al decir que la vida misma es un relato contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, sin significado alguno. Entre la facticidad más mostrenca y el relato abocado al sinsentido, entre realidad y ficciones transcurren las vidas humanas, contando afortunadamente con la literatura para generar esos mundos imaginarios que, sin dejar de serlos, nos traen verdades acerca de nosotros mismos. La novela, como género literario especialmente predispuesto para fabular historias de humanos, es terreno para muy diversos cultivos de ficciones en torno a personajes de los múltiples mundos que podamos imaginar, sin por ello romper, por tenue que sea, ese hilo que supone alguna forma de verosimilitud para que lo ficcional no rompa amarras del todo con la realidad.
La gran fábula que se despliega en las páginas de esta obra de Visedo mira tanto al futuro que nos transporta a un marco imaginario temporalmente desplazado a muchos miles de años más allá del actualmente nuestro
Es por ello que los personajes inmersos en la trama en cuyos derroteros anudan sus experiencias, humanos o, en el extremo, antropomorfizados, entran en el juego de la veridicción para decirnos algo con los cabos que se entrelazan en sus avatares. Es lo que ocurre con Keebe, el personaje en torno al cual se articulan historias, paisajes, mundo pasado y futuro imaginado en la novela con la que nos sorprende José María Visedo –Pepe Visedo para los amigos-: Las líneas del cielo.
La gran fábula que se despliega en las páginas de esta obra de Visedo mira tanto al futuro que nos transporta a un marco imaginario temporalmente desplazado a muchos miles de años más allá del actualmente nuestro. Tan larga distancia en el tiempo hace difícil recordar que ocurrió antes. A falta de una arqueología sistemática y una historia bien documentada, imposibilitadas por la magnitud de una catástrofe que apenas permitió conservar restos dispersos de la memoria social, los personajes transitan por un mundo brumoso en el que ni siquiera hay consciencia del momento crucial en que todo cambió. Éste, narrado ahora, no fue otro que el momento de un desastre ecológico de dimensiones planetarias que operó no sólo cómo gran terremoto medioambiental, sino como seísmo cultural muy destructivo. Sí, la mirada al futuro nos traspone a un mundo donde los humanos retoman una incipiente tarea colectiva de reconstrucción. En medio de ellas, transitando por la frontera entre la “Tierra Conocida” –en su cartografía se reconocen lugares del sur de la otrora conocida como Península Ibérica y norte de África- y las “Tierras exteriores”, mundo en inhóspito estado de naturaleza, discurren las experiencias de quienes viven sus existencias en realidades sociales que también cuentan en sus registros profundos con la huella de un universo cultural que no llegó a desparecer del todo. Personajes humanos con sentimientos y pasiones, positivas y negativas, en los que se hace patente una común condición que atraviesa también fronteras temporales, protagonizan, desde el punto focal de una tragedia original, dramas que atrapan en busca de su desenlace.
Personajes humanos con sentimientos y pasiones, positivas y negativas, en los que se hace patente una común condición que atraviesa también fronteras temporales, protagonizan, desde el punto focal de una tragedia original, dramas que atrapan en busca de su desenlace
La novela va in crescendo, impulsando a quien en ella incursiona, capturado en sucesivas oleadas de acontecimientos –a modo de ritmos de jazz, como Visedo alguna vez nos ha confiado-, a seguir adelante en irresistible indagación a la espera de un final rodeado de incógnitas. Es el camino apuntado por quien pugna por salir fuera de la confortabilidad de lo conocido para ir más allá de las miserias de ese mundo –también aquí aparecen circunstancias desgraciadamente recurrentes- en el que abunda pensamiento único, cinismo político, corrupciones, tribunales injustos, partidos diseñados para prácticas clientelares y un orden social con más de policial que de político. ¡Ay, la humana condición!
Si hay pasajes en la obra de Visedo con inequívocas resonancias de la novela antiutópica 1984 de Orwell, bien es cierto que la fabulación desplegada le lleva a que sea reconocida en ella otros parentescos con obras también contemporáneas de corte utópico. Sabido es que la utopía vuelve a la novela, bajo cuyo amparo nació como utopía moderna con Tomás Moro, y vuelve en tiempos de crisis de la modernidad cuando, al cabo de siglos de buscar cauces discursivos en distintas formas de pensar, éstas acusan una crisis congénita. Sin embargo, no haríamos justicia a la ficción creada por Visedo si la ubicáramos entre las narraciones antiutópicas, pues no se detiene en una realidad distópica varada en lo negativo. Ni utópica ni antiutópica, diríamos, con neologismo acuñado al efecto, que es ucronotópica. Habla de un lugar en el que no estamos, pero en el que pudiéramos estar en un futuro de momento desconocido, pero que hemos de atrevernos a imaginar. Por lo que pueda pasar, si no lo evitamos. Mientras tanto, un punto en común tenemos con Keebe: estamos en camino –¡cuántos relatos míticos en torno a nuestro peregrinar!- y quizá algún día podamos decir, como se plasma en las páginas escritas por Visedo, que “vivimos en comunión con el agua y la tierra, y somos los guardianes del camino, que siempre ha de estar abierto”. Por algo nuestro autor, más allá de líneas fronterizas, de líneas de marginación y exclusión, de líneas de vigilancia… nos induce a mirar “las líneas del cielo”. Quizá descubramos una nueva Vía Láctea que sirva para orientarnos.