Granada, la ciudad de los 31 cementerios
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Hasta 1895 permanecieron abiertas fosas de enterramiento en iglesias, conventos y monasterios; el hedor a putrefacto era habitual
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En 1805 se habilitaron cuatro cementerios públicos a las afueras, pero finalmente quedó sólo el de las Barreras (actual San José)
Hoy, la ciudad de Granada tiene solamente un cementerio civil y otro de confesión musulmana. Pero hasta llegar a esta centralización se han tardado dos milenios. En la Edad Antigua, tanto ibera como romana, las necrópolis proliferaron a dos tiros de arco de los núcleos de población o villaes. De ahí que exista una alta probabilidad de que aparezcan cadáveres de hace dos mil años en cualquier punto donde se remueva el suelo.
Hoy, la ciudad de Granada tiene solamente un cementerio civil y otro de confesión musulmana. Pero hasta llegar a esta centralización se han tardado dos milenios. En la Edad Antigua, tanto ibera como romana, las necrópolis proliferaron a dos tiros de arco de los núcleos de población o villaes. De ahí que exista una alta probabilidad de que aparezcan cadáveres de hace dos mil años en cualquier punto donde se remueva el suelo
Durante la larga época islámica (siglos VIII a XV), la sociedad musulmana estableció varios makáveres o cementerios al lado de los principales caminos de acceso a la ciudad. No obstante, el más grande o principal se extendió en un enorme semicírculo frente a la Puerta Elvira, la más concurrida de la ciudad. El cementerio de Ben Malik ocupó los terrenos comprendidos entre la calle San Juan de Dios y Real de Cartuja. Debió estar muy colmatado ya que en algunas excavaciones en la zona se han encontrado hasta tres capas de tumbas superpuestas. Tras la prohibición de los cementerios musulmanes, los cristianos se encontraron, a partir de 1500, con una enorme cantera de piedra, reutilizada para levantar edificios. Aquella piedra la utilizaron para construir paredes de iglesias cristianas, enlosados y un muro de contención en la puerta de la Justicia de la Alhambra.
En el interior de las iglesias
La nueva costumbre de la sociedad cristiana surgida a partir del seiscientos les llevó a enterrarse en el interior de las iglesias, en sus atrios y en pequeños cementerios anejos a los edificios religiosos. No les faltaron lugares, pues Granada fue la ciudad con más iglesias, conventos y monasterios de toda España durante los siglos XVI y XVII. Son bastante visibles en algunas iglesias las lápidas mortuorias en las solerías (quizás uno de los más llamativos continúe siendo el cancel de la iglesia de San José). Los suelos de otras muchas iglesias también están llenos de enterramientos, pero la solería se ha cambiado posteriormente y no son perceptibles las fosas.
Aunque la muerte suele emparejarnos a todos, en el asunto de los enterramientos también se mantuvieron las clases sociales. Es decir, el modo de dar sepultura al cadáver era fiel reflejo de la riqueza que había tenido uno en vida. Los poderosos se inhumaban en cabeceras de iglesias, bajo altares, naves laterales o capillas. ¡Para eso se habían encargado de sufragar obras de los edificios religiosos! Era una especie de patrocinio de parcela del descanso eterno, la pirámide particular de aquellos cristianos granadinos de los siglos XVI, XVII y XVIII. De paso, las clases ricas contribuyeron al exorno de los edificios religiosos.
La clase social artesana era enterrada en los atrios o pequeños jardines que daban acceso a las iglesias, bien en el suelo o en nichos laterales de las paredes. Algo parecido sucedía en los laterales y partes traseras de las iglesias, adonde iban a parar los cadáveres de la gente menos pudiente. Las 21 parroquias en que estaba dividida la ciudad en siglos pasados contaron, en su mayoría, con cementerios en sus alrededores. Aquellos cementerios dieron nombre a calles o callejuelas que todavía hoy continúan: Cementerio de San José, Cementerio de Santa Escolástica, Cementerio de San Nicolás, etc. Fueron cementerios colmatados en los que se enterraban hasta cuatro tandas de cadáveres en el suelo y varias en nichos. A partir del cuarto año de enterramientos, muchos cadáveres eran extraídos y arrojados al osario común para dejar sitio a la siguiente generación de muertos.
Las 21 parroquias en que estaba dividida la ciudad en siglos pasados contaron, en su mayoría, con cementerios en sus alrededores. Aquellos cementerios dieron nombre a calles o callejuelas que todavía hoy continúan: Cementerio de San José, Cementerio de Santa Escolástica, Cementerio de San Nicolás, etc. Fueron cementerios colmatados en los que se enterraban hasta cuatro tandas de cadáveres en el suelo y varias en nichos
Había cementerios parroquiales hasta en los lugares más estrechos de Granada: en las iglesias de San Pedro (que a principios del siglo XX todavía se conservaba como corral), San Matías, Santiago, la Magdalena de Mesones, etc.
La clase religiosa solía enterrarse en los cementerios que tenían los conventos, monasterios o criptas de iglesias. La mayor cripta ocupada con que cuenta Granada es la de la Catedral. En la del Sagrario solamente hay enterrados huesos del antiguo sagrario. En el claustro del Monasterio de San Jerónimo hay todavía ladrillos indicativos de los lugares donde fueron enterrados sus monjes durante tres siglos.
Como se puede apreciar por lo narrado hasta ahora, el enterramiento fue considerado un asunto estrictamente religioso entre los siglos XVI a XVIII. Y en el caso de Granada continuó siéndolo todavía durante buena parte del siglo XIX. La Iglesia se resistió mucho a ceder esa competencia a la autoridad civil; en ello radicaba en muy buena parte la financiación de obras en capillas y conventos.
Epidemia del XVIII y ley de cementerios
Los cronistas de los siglos XVII y XVIII narraban cómo iglesias y conventos de Granada comenzaban a estar saturados de enterramientos en su interior. El primer aspecto que destacaban eran unos suelos muy irregulares como consecuencia de la continua apertura de baldosas para continuar enterrando a herederos de quienes habían comprado el sitio. La segunda observación era el desagradable olor a putrefacción que desprendían aquellos recintos cerrados como consecuencia de cadáveres en descomposición. Utilizaban incienso y otras hierbas aromáticas para disipar aquel ambiente tan cargado. Y, por supuesto, un pañuelo empapado para respirar durante las misas.
La consecuencia sanitaria era la segura trasmisión de enfermedades a las personas vivas. A pesar de los anteriores inconvenientes –que nuestros antepasados debieron ver con naturalidad-, las iglesias continuaron siendo los panteones más anhelados por todo granadino que se preciara.
La peste de 1673 llevó aparejada la habilitación cementerios cristianos en las afueras, la mayoría dependientes de la Iglesia. Fueron unas hazas diáfanas, en las que se abrían fosas un tanto superficiales y se depositaban los cadáveres. El primero fue habilitado por el Hospital de San Juan de Dios en un haza que había subiendo por el Camino de San Antonio, entre Fajalauza y Cercado de Cartuja; este cementerio se llamó del Carnero
Granada olía a putrefacción por la mayoría de sus estrechas callejuelas. De ahí que la gran epidemia de peste que se presentó a partir de 1673 hiciera que nuestros antepasados cayesen como chinches. Se contabilizaron 3.138 muertos en poco más de un año. Las iglesias estaban repletas. La solución fue aceptar la realidad de que había que habilitar cementerios en el campo, al aire libre y un poco alejados de la población. Pero aquella medida se aplicó sólo a los menos pudientes; los ricos que murieron por pestilencia fueron enterrados en edificios religiosos.
La peste de 1673 llevó aparejada la habilitación cementerios cristianos en las afueras, la mayoría dependientes de la Iglesia. Fueron unas hazas diáfanas, en las que se abrían fosas un tanto superficiales y se depositaban los cadáveres. El primero fue habilitado por el Hospital de San Juan de Dios en un haza que había subiendo por el Camino de San Antonio, entre Fajalauza y Cercado de Cartuja; este cementerio se llamó del Carnero. Otro cementerio lo abrió la capellanía de San Juan de Letrán en unos terrenos cercanos, en lo que se llamó Camino de las Tinajerías-Pozo de Armenegol (junto al Beiro, más o menos donde estuvo la cárcel vieja).
Pero cuando se pasó la epidemia de peste, nuevamente la población continuó enterrándose como siempre: en las iglesias y su entorno.
Prohibición de enterrar en iglesias
Hasta que el rey Carlos III tomó cartas en el asunto y dictó una real cédula (1787) por la que se prohibía enterrar en las iglesias. Excepto a prelados y religiosos. El primer cementerio de tipo civil español fue construido en la Granja de San Ildefonso.
Eso fue en teoría, porque la realidad es que la jerarquía eclesiástica hizo oídos sordos a la ley y prosiguió con su ancestral costumbre. Sobre todo en Granada, donde había infinidad de iglesias y conventos. No estaban dispuestos a prescindir de aquellos magros ingresos que les reportaban los enterramientos en suelo sagrado. De nada sirvieron las razones de tipo sanitario esgrimidas por el legislador real.
Eso fue en teoría, porque la realidad es que la jerarquía eclesiástica hizo oídos sordos a la ley y prosiguió con su ancestral costumbre. Sobre todo en Granada, donde había infinidad de iglesias y conventos. No estaban dispuestos a prescindir de aquellos magros ingresos que les reportaban los enterramientos en suelo sagrado
Poco a poco, las grandes ciudades comenzaron a habilitar cementerios exteriores. Granada fue de las primeras en abrir cementerios fuera, aunque la preferencia seguía apuntando a las iglesias.
Hasta que llegó a Granada el general Tomás de Morla, en calidad de Capitán General del Reino. Ocurrió en 1804. Aprovechó un conato de epidemia de fiebre amarilla para formar una junta de sanidad. El 17 de noviembre de 1804 ordenó que todos los cadáveres se enterrasen en despoblado para impedir infecciones contagiosas en los templos. Nada de enterrarse de iglesias y conventos.
Entonces volvieron a habilitarse los solares de la llamada haza del Carnero (Fajalauza) y el Pozo de Armengol (junto al Beiro). Además, se consideró que debían construirse otros cementerios en la parte Este-Sureste de la ciudad: uno fue el del Camino de los Abencerrajes (Camino de Huétor Vega) y el otro en el pago de las Barreras, en terrenos cedidos por el Marqués de Campotéjar. Las Barreras no era otro que el solar primitivo del Haza del Tío Requena (por el nombre del guarda), Haza de las Escaramuzas o posterior Cementerio de San José.
Pero aquella situación duró poquísimo tiempo, pues en 1806 apenas se llevaba gente a enterrar al Camino de Huétor y al Pozo de Armengol (aunque éste continuó abierto bastantes años más, ya que en él fue enterrada Mariana Pineda por vez primera, antes de comenzar a dar tumbos)
El gobernador del Reino distribuyó los muertos según las parroquias en que residía cada uno: a Fajalauza se llevaría a los fallecidos en San José, San Juan de los Reyes, San Nicolás, El Salvador, San Bartolomé, San Miguel, San Cristóbal, San Gregorio y San Luis (el Albayzín). Al Pozo del Armengol llevaban a los parroquianos de San Andrés, Santiago, San Justo y San Ildefonso. A las Barreras (actual cementerio) a los habitantes de San Cecilio, Santa Escolástica, San Gil, Santa Ana y San Pedro. Y, por último, al del Camino de Huétor a los del Sagrario, Magdalena, San Matías y las Angustias.
Pero aquella situación duró poquísimo tiempo, pues en 1806 apenas se llevaba gente a enterrar al Camino de Huétor y al Pozo de Armengol (aunque éste continuó abierto bastantes años más, ya que en él fue enterrada Mariana Pineda por vez primera, antes de comenzar a dar tumbos). Se entendió que con los de las Barreras y Fajalauza habría suficiente espacio.
No obstante, los granadinos se resistían a que “abandonaran” sus cadáveres en campo abierto. Y llevaban razón, ya que aquellos cementerios no estaban cercados y eran el objetivo de perros y alimañas. Nuevamente recurro a las crónicas de la época para constatar que el “cementerio del Armengol estaba siempre lleno de perros y se veían diseminados por los caminos inmediatos los huesos y esqueletos de cadáveres que aquellos perros extraían”.
Cementerio único y civil
Por fin, en 1830 apareció una real orden (de 8 de agosto) por la que se obligaba a centralizar todos los enterramientos en un solo cementerio, cercado y adecentado. Esta ley fue completada con otra similar de 20 de febrero de 1831. Sería elegido el que estuviese en mejor lugar de todos, el de las Barreras. Había comenzado años atrás con un rectángulo de 100 por 100 varas (el que coincide con el primer patio actual) y ya se pensaba en ir añadiendo más patios. El de Fajalauza iba cayendo en desuso y fue clausurado.
El 3 de febrero de 1833, la reina Isabel II emitió otra orden por la que indicaba con qué dinero debía pagarse el proyecto de cementerio municipal de Granada. Debería hacerse con bienes de propios, es decir, con dinero público
El 3 de febrero de 1833, la reina Isabel II emitió otra orden por la que indicaba con qué dinero debía pagarse el proyecto de cementerio municipal de Granada. Debería hacerse con bienes de propios, es decir, con dinero público.
A pesar de aquella orden real, consta que desde varios años atrás ya venían siendo enterrados en las duras tierras de las Barreras algunas personas pobres, transeúntes y ajusticiados. Fue el caso del actor Isidoro Máiquez, fallecido en 1820 en el más absoluto abandono tras su destierro a Granada. Es decir, los orígenes del cementerio de San José fueron para enterrar a quienes no tenían dónde caerse muertos.
No obstante a ser un cementerio civil, la realidad era que el clero continuaba ocupándose del asunto de los enterramientos también en terreno público. Al operario que abría el hoyo se la pagaban dos reales; por el repique de campanas, el sacristán percibía alrededor de otro real; por la intervención del sacerdote, la limosna solía ser de tres a ocho reales. Solamente estaban exentos del pago de entierro las personas pobres de solemnidad, que entonces había a mansalva en Granada. Para tal caso existía la institución de las Ánimas, una especie de cofradía que se encargaba de colaborar en los entierros de personas pobres (Este tipo de cofradías continúa existiendo en algunos pueblos de la provincia de Granada).
Al operario que abría el hoyo se la pagaban dos reales; por el repique de campanas, el sacristán percibía alrededor de otro real; por la intervención del sacerdote, la limosna la solía ser de tres a ocho reales
La pompa fúnebre
No sólo había una relación directa entre riqueza en vida y lugar de enterramiento de una persona, también existía a la hora de la pompa fúnebre. Como bien reza la expresión, la pompa sólo la gozaban quienes morían ricos: eran aliviados en su despedida al más allá por un párroco y sus monaguillos que llegaban a su morada transportados en la carroza del viático (Todavía se conserva una en la Iglesia de San Ildefonso). Se les introducía en una caja un tanto adornada y se les transportaba hasta el cementerio de las Barreras montado en un coche de caballos.
El itinerario que se utilizaba para subir al cementerio a partir de 1844, aproximadamente, fue la empinada Cuesta de Gomérez. La despedida solía dárseles a los finados en la iglesia de Santa Ana. Posteriormente, los coches fúnebres emplearon el Camino Nuevo del Cementerio. Para esa fecha ya había sido ampliada su capacidad hasta 12.000 sepulturas. En cambio, a los pobres se les subía a hombros por la empinada Cuesta de los Chinos o del Cementerio; o por la del Caidero a los residentes en la zona del Realejo. No todos los pobres tuvieron el privilegio de ser enterrados en cajas de madera; solían utilizarlas para el transporte, pero luego los cuerpos reposaban directamente envueltos en una sábana. O incluso sin nada.
“Muy mal huele en Granada”
A pesar de que el cementerio de las Barreras llevaba abierto ya más de setenta años, en 1894 todavía continuaban saliendo noticias en los periódicos (La Unión Democrática de Granada y Las dominicales del libre pensamiento, de Madrid, por ejemplo) que criticaban y casi se mofaban del hecho de que Granada fuese la única ciudad española que tenía abiertos treinta y un cementerios (seis en conventos de frailes y veintidós en conventos de monjas). Más el municipal de San José y otro que no especificaban. “Mal huele, muy mal huele en Granada”, decía el periódico madrileño, que arremetía contra la jerarquía eclesiástica por poner en riesgo la salud de los granadinos. Hoy, aquel hedor a muerto que nos sacaba en los periódicos se ha trocado en olor a hachís, especialmente a partir del Pozo del Armengol en dirección Noroeste.
A pesar de que el cementerio de las Barreras llevaba abierto ya más de setenta años, en 1894 todavía continuaban saliendo noticias en los periódicos (La Unión Democrática de Granada y Las dominicales del libre pensamiento, de Madrid, por ejemplo) que criticaban y casi se mofaban del hecho de que Granada fuese la única ciudad española que tenía abiertos treinta y un cementerios (seis en conventos de frailes y veintidós en conventos de monjas
En 1895 –a raíz de las críticas- el Ayuntamiento de Granada decidió acometer obras de consolidación de muros y taludes en las barreras; hizo un proyecto de portada, llevó agua desde la acequia del Generalife, etc. (que acabó de plasmarse en 1910). También se decidió construir la capilla (1908).
Los cementerios de las iglesias quedaron clausurados progresivamente. Sólo se siguieron utilizando los panteones de personalidades públicas en iglesias y grandes criptas. Las clases pudientes adquirieron pequeñas parcelas en los primeros patios y comenzaron a construir los panteones familiares actuales. El haza de las Barreras fue, en el siglo XIV, el lugar elegido por magnates nazaritas para ubicar el Palacio de los Alixares. Hoy el lugar lo conocemos como cementerio municipal de San José.
Varias fincas de los alrededores continuaron acogiendo sepulturas de sus propietarios (cortijo Jesús del Valle, por ejemplo).