Sierra Nevada, Ahora y siempre.

El sexo, la violencia y la pornografía emocional

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 8 de Enero de 2017
Querelle, 1982, de Andy Warhol.
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Querelle, 1982, de Andy Warhol.

Nos encontramos perdidos en un círculo vicioso; sobreexpuestos a información banal que no necesitamos, propia y ajena. Sobredosis de emociones banales, propias y ajenas, perdidos en una carrera hacia la nada obsesionados por tener más y más, propio y ajeno, poco de ello necesario. Mientras, perdemos todo criterio para saber qué debería importarnos más, quiénes deberían importarnos más, y especialmente qué deberíamos sentir, sobre nosotros mismos, y acerca de los demás.

Nuestra sociedad y sus jerarcas, políticos y religiosos, o simplemente guardianes de las buenas costumbres, decididos a cumplir con su deber sagrado de decirnos cómo debemos sentirnos, qué es bueno y qué es malo, se obsesionan por vigilar el sexo que se desliza por los recovecos de la normalidad.  Sea en la televisión, en el cine, en los anuncios o en las redes sociales, por nombrar algunos de esos espacios normales de nuestra vida. Los censores vigilan con determinación a través de las calificaciones por edades, o en su caso con las llamadas autorregulaciones, que nada que pueda interpretarse como pornografía, en la mayoría de los casos casi cualquier actividad o imagen relacionada con el sexo, se cuele por la rendija y el escandalo nos consuma. 

En algún que otro caso, rozando o zambulléndose de lleno en el ridículo, por ejemplo, en redes sociales como Facebook o Instagram donde el hecho de que aparezca el pezón de una mujer (si es hombre si lo dejan pasar) ya sea en solitario o amamantando un bebé es considerado objeto inmediato de repudia y censurado. Lo que viene a confirmar sin duda alguna, excepto para los dichosos apologistas de esas morales retrogradas, que en realidad el pecado y el vicio se encuentra más en los ojos de aquellos que miran, que en el que los practica, pecadores y viciosos, como a estos guardianes de la moral les gusta llamarnos. Toda emoción asociada con el sexo debe quedar arrinconada al pecaminoso espacio de lo privado, en su caso, o de las perversiones, aunque sean esos mismos jerarcas de la moral, jueces y jurados, quienes deciden qué es aceptable y qué no. En base, en la mayoría de los casos, a lo que dictaron hace miles de años otros jerarcas que vivieron en las épocas más oscuras de la humanidad.

Cualquier imagen o video donde se torture, asesine, o se abuse de acción o de palabra, de cualquier ser humano, especialmente si es una mujer, es aceptable. Al fin y al cabo, la violencia no es pornografía, ni sexo, y es más aceptable ver una bomba mutilando a un niño en una de esas guerras olvidadas, que persisten como si fueran las pilas de duracell, que no el desnudo de una mujer, el miembro viril de un hombre, o cualquier lujuriosa escena de sexo. El sexo existir existe, ahora bien, que, si un extraterrestre estuviera viendo tan sólo los programas para todas las audiencias, creería que es tan vergonzoso para los seres humanos como digna de elogio la violencia que inunda la normalidad de nuestras vidas. Tan sólo hay que echar un vistazo a las películas de Disney, y no me refiero a las clásicas tipo Blancanieves y los siete enanitos o Bambi, ni siquiera a las más modernas y maduras de Pixar, como Up, todo un ejemplo de los tristes estragos que el tiempo y la soledad que acompaña su lento devenir, especialmente en sus compases finales, causa en nuestras vidas.

Ahí tenemos películas como Los Vengadores o Rogue One, la última de Star Wars, donde no hay escena que no esté llena de violencia, disparos, explosiones, pero todo tan dulcificado, todo tan lleno de buenos y malos, y sin ninguna gota de sangre o tripas desparramadas que contaminen nuestra bien educada vista, que son permisibles para prácticamente todos los públicos. Y no es que defendamos de ninguna manera que no lo sean, sino la hipocresía de que la violencia sólo es perjudicial para nuestros niños y niñas siempre que se hagan presentes los estragos reales que provoca, en gritos, dolor o agonía y en sangre salpicada. Si todo ello no aparece en la pantalla, la violencia y las muertes que ocasionan, especialmente de inocentes, no deja de ser un juego. Lo más terrible es que esa sobreexposición a la violencia brutal, donde se mezcla en nuestro subconsciente la real y la de entretenimiento, nos ha inmunizado y esas imágenes no provocan apenas la más mínima reacción en nuestra consciencia, como mucho nos limitamos a apartar la vista con desagrado, como si con ello dejara de existir. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Sin embargo, cualquier cosa que tangencialmente se pueda relacionar con las relaciones sexuales es visto como una barbaridad, especialmente si no cumple con la ortodoxia, o como diría Ana Botella, las manzanas con las manzanas y las peras con las peras, ¿qué es eso de que se mezclen ambas? Tan horrible parece ser el sexo, que, si los niños se ven expuestos, se convertirán en peores seres humanos, traumatizados, mientras que la violencia física o psicológica, real o ficticia, a la que se ven expuestos con total normalidad, sea inocua para su formación.

Sobre lo que probablemente también quedaría estupefacto nuestro amigo, amiga o quién sabe de qué genero podría ser, viajero de más allá de nuestro sistema solar, sería con la pornografía emocional que inunda nuestras vidas. Esa permanente necesidad de sobrepuja sobre los sentimientos propios y ajenos, y que, sin embargo, no merece ni una pizca de atención para los vigilantes de la corrección moral y política. El problema con la pornografía del sexo, es que pervierte, y no nos referimos en absoluto al sentido moral del término, toda la naturalidad y toda la riqueza que encontramos en esa actividad tan esencial para el descubrimiento de uno mismo y de los demás, que llamamos sexo. Lo pervierte, porque despoja al sexo de lo que lo hace humano, sus incomprensiones, sus tiempos, su fragilidad, sus incoherencias. En la pornografía todo es artificial, todo es forzado, todo es una sobrepuja que nada tiene que ver con lo que en realidad es, o debería ser; una exploración de nuestro propio cuerpo, de nuestras emociones, a través del cuerpo ajeno, de las emociones ajenas. Y así ocurre la inevitable decepción con el sexo, donde convertimos en un ensayo sobre la química o en unas oposiciones de educación física y de atletismo, lo que debería ser una reválida sobre la literatura del suspiro.

Algo muy similar sucede con la pornografía emocional que ha inundado esos espacios normales de nuestra vida; Una sobrepuja de sentimientos, de personajes artificiales, en esos espectáculos de realidad, donde las emociones son el negocio, donde todo lo que debería quedar reservado al espacio íntimo de la familia, amigos, amantes, es sometido al escrutinio público. Ya sean esos programas donde se estudia la estupidez de las relaciones de personajes vacíos, estereotipados y manipulados bajo el escrutinio del Gran Hermano, ya sean en esas franjas de la tarde donde niños, adolescentes y jóvenes aprenden los valores de la vida a través de personajes tan enriquecedores como Belén Esteban, o toreros, o alguien que fue famoso por cualquier estupidez durante sus quince segundos de gloria, y cuyas grandes virtudes se resumen en la mala educación, y en la estereotipada sobrepuja de emociones y sentimientos con los que en un gran bucle infinito alimentan nuestra necesidad de emociones. Artificiales y vacuas, falsas como la sobreexposición que en las redes sociales hacemos de nuestras emociones, quizá contagiados por esa pornografía emocional que ha colonizado todos nuestros espacios de ocio, y que parecemos envidiar en nuestra vida real, sin darnos cuenta que los dramas, las comedias, las tragicomedias que la conforman encuentra su sentido en nuestro interior, en compartirlas con quienes nos importan, y no con esos vampiros emocionales tan vacíos que solo parecen sobrevivir a través de las emociones y pasiones ajenas.

La vacuidad de la violencia, el sexo y las emociones cuando se convierten en pornografía, cuando se desvisten de lo que nos hace humanos, ese perfecto cumulo de imperfecciones que somos, nos destruye, poco a poco, pues su artificialidad, esa desnaturalización de lo mejor que hay en nosotros, lastra la veracidad de nuestras emociones. Y al final, donde había esperanza solo queda desolación, donde vivía el orgullo compartido solo habita la soledad, donde solían brillar las emociones solo quedan las cenizas de la apatía, donde había risas, amor y amistad solo se vislumbran fantasmas, sombras y perdidas. Y desde entonces, cada amanecer, siempre la misma pregunta ¿qué hemos hecho con nuestras vidas? ¿qué hemos sacrificado por miedo a vivir de verdad lo que nos importa con quienes nos importan? Tristemente, como si fuera el aroma de un sueño que se desvanece pronto olvidamos esta pregunta y volvemos al carrusel de la pornografía emocional, a la banalidad de la violencia y al despojo del sexo de su imperfecta perfección, hasta que el siguiente amanecer nos devuelve con insistencia la misma pregunta, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, ¿ qué hemos hecho con nuestras vidas?

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”