Inagra en Navidad

La olvidada virtud de la dignidad política

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 29 de Abril de 2018
Dibujo de Federico García Lorca.
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Dibujo de Federico García Lorca.
'La esencia de la libertad individual no está en que le pongan a uno en la mano todo género de facilidades para hacer sin esfuerzo lo que le dé la gana, sino en que a uno le dé la gana de hacer cosas extraordinarias y fuera de los cauces por donde camina la vulgaridad.' Julián Besteiro

En política, como en la vida, hay que saber llegar, estar, e irse cuando llega el momento, y siempre llega, por mucho que como niños enrabietados algunos políticos que ni supieron estar, ni irse, se nieguen. Ese saber estar (e irse) se llama dignidad. Un término que etimológicamente procede de la palabra latina dignitas; ser digno, de merecer. La dignidad, que para Kant no está en venta, es algo que no tiene precio, que tiene un valor interior, no se puede comprar ni vender, por mucho que esos depredadores de la corrupción siempre la tienten. La dignidad se tiene o no se tiene. Las grandes culturas que fueron la cuna de nuestra sociedad, en política (Grecia) o en Derecho (Roma), en su época de esplendor, ya fuera la democracia ateniense o los momentos más gloriosos de la Republica Romana defendieron con vigor que sin dignidad no es posible la política. Sin dignidad, sin hacerse merecedor de esa responsabilidad pública, no se puede ser un buen político. La dignidad es una condición mínima para ejercer la política, no suficiente, pero si imprescindible. Hoy día parece que hemos renunciado a ella, al igual que a otra de las características que deberían definir su práctica; la capacidad de hacer cosas extraordinarias. Si la política fuera tan solo la gestión ordinaria de lo público, qué necesidad tendríamos de ella, y de políticos que la ejercieran.

En política, como en la vida, hay que saber llegar, estar, e irse cuando llega el momento, y siempre llega, por mucho que como niños enrabietados algunos políticos que ni supieron estar, ni irse, se nieguen. Ese saber estar (e irse) se llama dignidad

En qué momento nos hemos desencantado de tal manera de la gestión de las cosas de todos, de eso que pomposamente se llama la cosa pública, para dejar de exigir a la más importante de las artes humanas, la política, la capacidad de hacer cosas extraordinarias. El arte de la política, la téchne, tal y como la entendían los antiguos griegos; talento, saber hacer, habilidad, técnica. Aristóteles la definía como un modo de ser productivo acompañado de razón verdadera, y la falta de arte, por el contrario, un modo de ser productivo acompañado de razón falsa. Esa definición del filósofo estagirita en su Ética  a Nicómaco es más que pertinente para definir la mediocridad del uso de la política que se ejerce hoy día.  Ejercer la política debería ser una práctica presidida por la virtud, no en un falso sentido beato de la misma, donde se pidiera al político que nos mostrase una imagen adulterada o falsa de sí mismo, harto difícil, por cierto, sino en el sentido que Descartes la definía: la virtud solo consiste en la resolución y el vigor con que nos inclinamos a hacer las cosas que creemos buenas, con tal de que ese vigor no proceda de la obstinación. El político en ejercicio ha de tener un deber, una obligación, no de mostrarnos su vida privada, que ha de ser respetada en su libertad de la misma manera que deseamos que respeten la nuestra, sino la impoluta claridad y transparencia que ha de guiar su gestión. Y se le ha de exigir algo más que la mediocre venta de un producto de marketing, como si fueran meros comerciales vendiéndonos un cuento acerca de la bondad de sus productos. No solo hemos abandonado pedir al político que sea algo más que un mero gestor de recursos, capaz de innovar, inventar, cambiar  esa realidad tan amarga para tantas personas, sino que si logran pasar por sus responsabilidades sin caer en la vergüenza de la corrupción, o de una vergonzosa gestión, ya nos parece el sumun de la perfección. Pedirles ya que ejerzan con dignidad su función, y a ser posible de manera extraordinaria,  parece un cuento de hadas. Pero, ¿qué otro sentido tiene la política sino el de transformar lo ordinario? Salir de lo ordinario, buscar algo diferente, algo extra, algo que añada valor a lo que ya tenemos, que mejore, y no empeore, nuestra vida común.  

El político en ejercicio ha de tener un deber, una obligación, no de mostrarnos su vida privada, que ha de ser respetada en su libertad de la misma manera que deseamos que respeten la nuestra, sino la impoluta claridad y transparencia que ha de guiar su gestión. Y se le ha de exigir algo más que la mediocre venta de un producto de marketing

Nos conformamos con políticos mediocres, incapaces de articular un pensamiento mínimamente coherente cuando se les pide un análisis riguroso, incapaces de salir de una retahíla de frases hechas, que parecen sacadas directamente de uno de esos libros para dummies, para torpes, esas guías que se han hecho populares simplificando la introducción a cualesquiera materia que se nos ocurra. Los asesores políticos se estrujan el cerebro por vendernos productos anodinos, envueltos en encuadernaciones de lujo. ¿Cuánto hace que un político, que una acción política no son capaces de ilusionarnos? No encantarnos, que es diferente, como si fuéramos los niños llevados por el flautista de Hamelín a la tierra de no se sabe dónde. Hemos perdido la ilusión por la política, la esperanza de a través de ella mejorar la justicia, la libertad, la igualdad de las cosas concretas, esas que vemos que nos afectan en el día a día, a nosotros, o a las personas que nos rodean,  no esas banales banderas abstractas que utilizan unos y otros sin ningún significado real, vacías de convicciones. Es inconcebible que un político se encuentre más atento a salvaguardar su estatus político, quién sabe si por dinero, ambición, poder, o todo ello junto, que de preocuparse por el bienestar, por el presente y por el futuro de aquellos ante quienes debería responder. La realidad es, que un sorprendente número de políticos esconden su mediocridad, creyendo que, por ejemplo, inundándonos de falsos títulos, la olvidaremos. La política, los políticos, parecen haber perdido la dirección que debería guiar cualquiera de sus acciones, cambiar la vida de la gente, de la que lo necesita, no dar más a los que ya lo tienen todo, que parece el leitmotiv de algunos. La caza del voto a través de la simplificación de los mensajes, de la búsqueda de despertar las emociones más simples del votante, prima ante la defensa de la dignidad del buen hacer en política, y de la asunción responsable de las consecuencias de sus actos.

Culpamos a la política, o a los políticos, de nuestros males, y en algunos casos es cierto, pero nos olvidamos de nuestra responsabilidad, de que somos nosotros los que les hemos elegido y les hemos mantenido ahí, que nuestra libertad nos permite hacer cosas extraordinarias, en nuestra vida, y en la vida común, simplemente hemos renunciado a ello. Hay que tener mucho cuidado en que nuestra decepción con el ejercicio que se hace de la política nos incite a renunciar a ella, no podemos renunciar a la política, ni caer en la demagogia que nos lleve a populismos o fascismos, más o menos encubiertos. Es nuestro deber, nuestra responsabilidad, tomar protagonismo, y seguir el ejemplo de esas personas, de esos políticos dignos y extraordinarios, que ya fuera en el pasado o en  el presente, dignificaron y dignifican la política.

Culpamos a la política, o a los políticos, de nuestros males, y en algunos casos es cierto, pero nos olvidamos de nuestra responsabilidad, de que somos nosotros los que les hemos elegido y les hemos mantenido ahí, que nuestra libertad nos permite hacer cosas extraordinarias, en nuestra vida, y en la vida común, simplemente hemos renunciado a ello

El poder no solo tienta con la peste de la corrupción a quien lo ejerce, sino que por lo visto, vuelve estúpidos a aquellos contra quien se ejerce de esa manera. John Stuart Mill no dejaba de sorprenderse como los esclavos sometidos al poder de los nobles romanos eran fieles hasta el heroísmo ante sus amos, a pesar de las injusticias que continuamente sufrían. Sin embargo, la traición de los hijos en esas nobles familias era de lo más común. Dejaré a la imaginación su parecido con los tiempos contemporáneos, esa indiferencia ante los problemas de la gente común, y el continuo juego de puñaladas entre “padres”  e “hijos” en los partidos políticos que ejercen el poder. Sigue el filósofo inglés analizando el perverso ejercicio del poder que despoja de dignidad la vida de la gente común. Se alienta el amor incondicional al líder político, que busca concentrar el mayor poder en sus manos, intentando convencernos que eso repercutirá en beneficio de todos. Lo cierto es que en política hay un axioma moral que debería respetarse y rara vez sucede; diseminar el poder político todo lo posible en tanto no afecte a su eficiencia, evitando la acumulación de cargos y prebendas. Los atenienses, que algo sabían de la democracia, desconfiaban de esa acumulación, de tal manera que cuando observaban un exceso de amor incondicional popular sospechaban que estaba más ligado al abuso del poder, y la acumulación del mismo en las mismas manos, que a políticas beneficiosas para la mayoría de la ciudadanía. Por eso inventaron el ostracismo, para mandar al exilio a ese tipo de políticos. En nuestros tiempos ni siquiera somos capaces de dejar de votarles, una y otra vez.

¿Es mucho pedir a los políticos que no mientan? que sean coherentes, que sirvan al bien común y no se sirvan del bien común, que planteen soluciones a los problemas concretos que afectan a las vidas concretas, y no desvaríen con frases hechas que no se creen por mucho que las pronuncien enfáticamente

Nadie les pide a los políticos que sacrifiquen su vida, como en el pasado otros tuvieron que hacer, pero, ¿es mucho pedir que no mientan? que sean coherentes, que sirvan al bien común y no se sirvan del bien común, que planteen soluciones a los problemas concretos que afectan a las vidas concretas, y no desvaríen con frases hechas que no se creen por mucho que las pronuncien enfáticamente. Es mucho pedir que se encuentren al lado de los que más lo necesitan, y que no sirvan a los que quieren enriquecerse aún más. Que sean dignos de su responsabilidad pública. No dudo que haya políticos que así se comportan, probablemente sean mayoría, silenciados en su labor por el ruido y el mal olor de aquellos que  insultan la dignidad de la práctica política, pero, que duro es defender la política ante las noticias de cada día. En nuestra mano sigue estando ejercer la libertad en política, en el sentido extraordinario que nos pedía Julián Besteiro, político socialista y filósofo que sacrificó su vida, literalmente, muriendo en una cárcel franquista en 1940, gritando ¡libertad, libertad!, mientras agonizaba. Hemos de exigir esa libertad a nosotros mismos, y a aquellos que dicen que nos sirven, esos servidores públicos, que dado el panorama, parecen olvidarse que esa, y no otra, servir, con dignidad, y a ser posible extraordinariamente, ha de ser su función principal.

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”