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Más allá de la física

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 18 de Junio de 2017
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'Todos los hombres por naturaleza, desean saber. Así nos lo indica el amor a los sentidos; pues, al margen de su utilidad, son amados por sí mismos, y el más preciado, el de la vista. En efecto, no solo para la acción, sino también en los momentos de reposo, preferimos la vista, por decirlo así, al resto de los sentidos. Y la causa es que, de los sentidos, este es el que nos hace conocer más y nos muestra más diferencias'. Aristóteles, Metafísica 7.

Más allá de la física, dicho así, parece que fuéramos a adentrarnos en los farragosos terrenos de esa realidad que no se puede tocar ni percibir a primera vista. Vamos, que parece el título de un programa al estilo de los que lleva ese investigador de lo paranormal llamado Iker Jiménez, como si la realidad política y social de nuestro país no tuviera ya suficiente experiencias paranormales, sino que encima tenemos que inventarnos programas de cuentos de miedo con una ínfima pátina de credibilidad. Pero no, hoy nos adentraremos en algo que no da miedo, o no debería, no pongo la mano en el fuego, el nacimiento del concepto filosófico de metafísica. Un nacimiento curioso, que parte de un equívoco y que es una anécdota que tiene su aquél, y que además, puede ayudarnos a conocer mejor nuestra propia naturaleza inquisitiva como seres humanos. ¿Qué más se puede pedir de una anécdota?

La metafísica, que etimológicamente es un término procedente del griego antiguo, y que podríamos traducir por más allá (meta) de la naturaleza (physis), es una de esas palabras grandilocuentes que se han incorporado a la historia cultural de nuestros lenguajes en occidente, y que usamos todos de vez en cuando de manera bastante ajena al original concepto filosófico. Su uso cotidiano más común es para indicar ese algo ajeno a la realidad física, algo  fantasmagórico o mágico, alejado de la sólida concepción de la realidad física de la ciencia. No hace falta insistir en que ese uso tiene poco que ver con la realidad de su significado original filosófico. Si quisiéramos oír un uso académico tendríamos que pasear por los pasillos de las apolilladas y solitarias aulas de las facultades de  filosofía, en las que los pocos alumnos que aún creen posible que el saber y el aprendizaje no tengan que estar necesariamente vinculados a alguna salida profesional, debaten con intensidad sobre si la metafísica es aún posible, o sobre cuál fue el último sistema filosófico verdaderamente metafísico que algún filosofo promulgo. Lo cierto es, que hay tantas formas de entender la metafísica, como filósofos que la han empleado en sus divagaciones.

Metafísica, ese intento de inquirir, de comprender, nace del asombro que nos produce ver la belleza en el caos de la realidad, el sorprendente orden en el corazón de la naturaleza

Para entender el significado de los conceptos, en la mayoría de las ocasiones, lo más útil es volver a los orígenes que les vio nacer. Veamos pues quién habló por primera vez de metafísica, y qué nos quería decir al hablar de ella. Si preguntaran sobre el origen de la metafísica, en alguno de esos concursos televisivos que confunden erudición con sabiduría, y que tanto éxito parecen tener en la parrilla televisiva habitual, entre  programas de cotilleo estúpido sobre vidas ajenas y programas de supuesta realidad donde se ha de sobrevivir a situaciones cada vez más tontas, habría un filósofo cuyo nombre aparecería asociado originalmente a su uso: Aristóteles. Y cierto sería,  en parte, porque no parece que utilizara ese término nunca en sus escritos. El nombre proviene en realidad de Andrónico de Rodas, que se encargó de compilar y ordenar las obras del pensador griego. Eso fue en el siglo I a. C., recordemos que Aristóteles vivió en el siglo V a. C.

Sabemos que el pensador estagirita hizo dos tipos de obras; las que la tradición siglos después llamaría exotéricas, obras destinadas a la divulgación. Por ejemplo, su equivalente contemporáneo serían esos libros tan bellos, tan bien escritos, y tan profundos en su manera de revelarnos nuestra realidad, escritos por Emilio Lledó, filósofo español, y que aún es posible encontrar en las estanterías de algunas librerías. Y por otro lado, las obras que se llamaron esotéricas, destinadas a aquellos que colaboraban estrechamente en sus investigaciones con Aristóteles, sus becarios universitarios por así llamarlos, o incluso sus alumnos. Eran obras básicamente destinadas a ser escuchadas, acroamáticas. Estas obras eran pues, algo parecido a apuntes para clases, o incluso en algunos casos, apuntes que los colaboradores tomaban sobre las lecciones del propio Aristóteles. Es decir, libros de texto de consumo interno. Desgraciadamente, casi todas las obras destinadas al gran público se han perdido, y apenas nos han llegado títulos o fragmentos de algunas de ellas. Sabemos algo más por referencias a sus contenidos, realizadas entre otros, por filósofos como Cicerón, siglos después.

Andrónico, el compilador de la obra aristotélica, que era muy ordenado el hombre, decidió agrupar las obras de nuestro pensador por temática. Aristóteles escribió sobre una gran cantidad de temas, recordemos que  en esos momentos históricos estaba naciendo tanto aquello que llamaríamos ciencia, como la filosofía, indistinguibles la una de la otra durante más de dos mil años. Por un lado, encontramos las obras de Lógica, que no consideraba de hecho pertenecientes a la filosofía, sino un instrumento (organon) para acceder a ella; por otro lado las obras de filosofía práctica, que tratan de ética y política; tendríamos también las obras de estética, relacionadas con el arte, la literatura y la retórica, y por ultimo dos grupos temáticos que darían lugar al nacimiento del dichoso termino. Tenemos los escritos sobre física, es decir de filosofía natural, dedicados al estudio de la naturaleza (Physis), básicamente escritos sobre biología, cosmología, los sentidos humanos, etc. Y por último los libros de metafísica, cuyo nombre proviene de que van después de los de la física, no de que traten de algo ajeno a la realidad o fantasmagórico, o algo así. Los 14 libros de Metafísica deben su nombre a su colocación dentro del orden que se le ocurrió a Andrónico, metá tá physicá, que viene a traducirse por “después de las cosas de física”.  Vamos, que no sabía muy bien cómo llamar a esa temática tan heterogénea de esos textos,  y tuvo la ocurrencia, como se diría hoy día, de no quebrarse mucho la cabeza y llamarlos por su situación, los que van después de los textos que hablan de la naturaleza, de la physis.

La metafísica, en tanto intento de comprender la realidad y dotarla de significado, nos acompaña desde el momento en que nos dimos cuenta, por primera vez, de nuestra debilidad, del miedo a todo aquello que no éramos capaces de controlar

El conjunto de estas obras, que agrupo de esa manera tan peculiar nuestro compilador, no responden a un conjunto de temas ni sistemáticos ni homogéneos. Aristóteles habla en estos escritos de la  posibilidad de una ciencia de las causas primeras, de una disciplina que se ocupe del ser en cuanto que es, de una ontología. Explica que el ser (la realidad por así decirlo) se dice de muchas maneras. Cada uno de esos modos de decir el ser tiene una categoría, en concreto hay diez. El Ser, lo real,  sería en sí, la substancia, aquello concreto que existe y sobre lo que aplicamos el resto de las categorías, accidentales; cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, posición, posesión, acción, pasión. La substancia está constituida por materia y forma. Si fuera un libro, la tinta y el papel sería la materia a la que se ha dado una forma, la de libro. Hay mucho más en la concepción filosófica de la realidad de Aristóteles, pues de eso trata la metafísica, de nuestra realidad, que no vamos a explicar en este escrito, por tiempo y por no aburrir excesivamente al lector. Con la idea que si merece la pena quedarse es que en las elucubraciones del pensador griego vemos los gérmenes de una manera de entender el mundo a través de la experiencia, de la observación y de la razón, que con siglos de estudio y atrevimiento por parte de otros pensadores daría lugar al nacimiento de la ciencia  tal y como la conocemos hoy día.

Más allá del origen del término, metafísica, ese intento de inquirir, de comprender, nace del asombro que nos produce ver la belleza en el caos de la realidad, el sorprendente orden en el corazón de la naturaleza. Es una búsqueda de sentido que nos acompaña desde esos pretéritos tiempos en los que, erguidos por primera vez,  elevamos la mirada a las estrellas y nos estremecimos, atrapados por la angustia que nos producía observar nuestra propia insignificancia ante tal inmensidad. Angustia que se incrustó en nuestros genes, y desde entonces nos ha acompañado en nuestro peregrinar por eso que hemos venido a llamar existencia. La metafísica, en tanto intento de comprender la realidad y dotarla de significado, nos acompaña desde el momento en que nos dimos cuenta, por primera vez, de nuestra debilidad, del miedo a todo aquello que no éramos capaces de controlar;  la naturaleza, con sus vaivenes, o el miedo a nuestros propios compañeros de especie, con su agresividad y su deseo de poseer todo aquello que no les pertenece, incluidos los suyos, a los que esclavizaron al poco de despertar como seres conscientes, y a los que siguen esclavizando hoy día, con más o menos disimulo según las regiones del mundo .

Más aún, ese asombro que impulsó el nacimiento de la metafísica procede del miedo a nuestros propios deseos,  a esa fuerza nacida de la pasión a la que tan poco comprendemos. Quizá porque tal y como decía Nietzsche, aquello que realmente amamos es nuestro deseo en sí, no el objeto real en el que lo proyectamos. Puede que porque en el fondo somos conscientes que lo único que nos podrá pertenecer en realidad es esa imagen insustancial y falseada del objeto de nuestro deseo, de ese otro ser en el que proyectamos nuestras fantasías de posesión y al que construimos incorporando más elementos de nuestra propia cosecha, que ajenos, incapaces de amar algo tan extraño a nosotros mismos.

De una manera u otra, la metafísica no es algo ajeno a este mundo, es nuestra realidad, seamos capaces de reglamentarla y categorizarla como intentó Aristóteles, y tan duramente ha trabajado la ciencia por lograrlo, o no seamos capaces de hacerlo, como en esas derivadas del amor y del odio que consumen nuestras interpretaciones del mundo en el que vivimos. Pero, sin ese impulso original, sin ese hambre de preguntar, de dudar, de comprender, de buscar sentidos que nos doten de significado para vivir, no es que no existiera la metafísica, es que no existiría aquello que nos define como seres humanos. 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”