El lenguaje universal de la música
'La música es el verdadero lenguaje universal'. Karl Maria. von Weber
La capacidad para crear música, y emocionarnos con ella, es una de las peculiaridades más excepcionales que diferencia a nuestra especie del resto de animales que pueblan nuestro planeta. En las últimas décadas los estudios científicos han demostrado los beneficios que supone exponer a los bebés y a los infantes a una buena educación musical; no porque eso les vaya a despertar un genio dormido y se conviertan en talentosos músicos, como sueñan algunos enfebrecidos padres, sino porque les servirá para desarrollar la percepción de sonidos, al aprender a identificar las notas musicales. Y como todo ejercicio que eleve las prestaciones de nuestro cerebro y active las conexiones neuronales, mejorará nuestra capacidad para ordenar el mundo y anticiparnos a lo que pueda suceder, que en el nivel más básico de nuestra biología, es el propósito por el cual disponemos de cerebro. Si tan solo aprendiéramos a usarlo adecuadamente, otro gallo nos cantaría como dice el refrán, pero ese es otro dilema, diferente a nuestra incapacidad para no valorar en nuestra educación, no solo en nuestro ocio, lo que puede aportarnos el lenguaje universal de la música.
No solo educa y mejora nuestra capacidad perceptiva, sino que es un lenguaje simbólico tan rico y peculiar, que nos permite aunar emociones de corazones dispares en un rito estético común, o como diríamos más comúnmente, en esas ceremonias musicales llamadas recitales o conciertos
No solo educa y mejora nuestra capacidad perceptiva, sino que es un lenguaje simbólico tan rico y peculiar, que nos permite aunar emociones de corazones dispares en un rito estético común, o como diríamos más comúnmente, en esas ceremonias musicales llamadas recitales o conciertos. No solo es el santo grial de la comunión social, sino que en la soledad, de la que por mucho que huyamos siempre termina por alcanzarnos, sirve de bálsamo a las laceraciones de las heridas que nos produce el desgaste del tiempo, con las consecuentes decepciones y tristezas a las que sucumbe el corazón humano. Heridas de las que nunca podremos despojarnos, pero si, gracias a la música, encantarlas y adormecerlas.
El escritor vasco Pío Baroja sitúa la música al margen de la capacidad de razonar, ni mejor ni peor herramienta para nuestra comunicación, simplemente diferente, para conectar con el mundo y con el resto de seres humanos: La música es un arte que está fuera de los límites de la razón, lo mismo puede decirse que está por debajo como que se encuentra por encima de ella. No voy a hacer la broma fácil, aunque tentación siempre tiene uno, de poner por debajo al reguetón y derivados, y por encima al sublime Jazz o al Blues o a la música clásica, u otras tantas músicas que nos encantan, porque más allá de la calidad del producto musical, y por tanto su capacidad para despertar neuronas, más relacionadas con el intelecto, más relacionadas con las emociones, se trata de dejar en manos de cada cual que elija la música que desee, según su propio gusto estético, siempre que aspire a que despierte el regocijo intelectual y emocional a través de la experiencia de su escucha, y no quede meramente en un ruido más que acompaña nuestro medioambiente.
La música no solo salva las barreras de los lenguajes convencionales que nos incomunican, al ser un legado y un arte universal, que llega directamente a lo más profundo de nuestro ser sin traducción necesaria, sino que nos permite crecer y madurar, si prestáramos atención a lo que puede enseñarnos. Enseñanzas, que entre otras valiosas lecciones, nos muestran su capacidad para unir aquello que el odio, el miedo y la intolerancia desunen. La música por su propia naturaleza une, y si en alguna ocasión es empleada para todo lo contrario, se debe al pecado original del ser humano; transformar todos los dones de los que nos dotó nuestra naturaleza en una ciénaga de odios y rencores.
Si cambiáramos más a menudo el ruido de las hormigoneras y los taladros que macizan de grises nuestras urbes, por el de un saxofón, un violín, un piano o una guitarra, quizá nuestros oídos no estarían tan atontados que se muestran incapaces de distinguir aquello que merece la pena escuchar, de aquello a lo que deberíamos hacer oídos sordos
Hemos convertido la civilización en una máquina de producir contaminación, dañina porque destruye la esperanza de próximas generaciones y la salud de las actuales, pero igualmente perjudicial a la ambiental es la contaminación acústica en la que vivimos en las ciudades contemporáneas, que destruye uno de nuestros sentidos más preciados y sutiles, el oído. Nos embrutece, elimina la sutilidad de este sentido. La música también es ruido, pero como destacaba el precoz genio militar Napoleón Bonaparte, es el más sublime de los ruidos. Si cambiáramos más a menudo el ruido de las hormigoneras y los taladros que macizan de grises nuestras urbes, por el de un saxofón, un violín, un piano o una guitarra, quizá nuestros oídos no estarían tan atontados que se muestran incapaces de distinguir aquello que merece la pena escuchar, de aquello a lo que deberíamos hacer oídos sordos.
Destacábamos antes la capacidad de la música para unirnos en una ceremonia común, y colorear las emociones compartidas de nuestro ocio y celebración. ¿Qué sería de nuestro regocijo en las celebraciones sin ella? Parémonos a pensar en una boda sin música, o el festejo en una plaza sin orquesta o banda, o un banquete celebrado en silencio. Sin esa banda sonora que en tantos momentos de celebración compartida nos ha acompañado, nuestros recuerdos quedarían irremediablemente degradados. El mundo es música porque la música da sentido al mundo. La música añade color a nuestra sensibilidad. La música es una droga benéfica, que no necesita como otros estupefacientes de elementos peligrosos o dañinos para alegrarnos el alma. Sin música nada hubiera sido igual. Sin música nada es igual. Sin música nada será igual.
Pero aún más importante que su capacidad para unir, allí donde encallan los lenguajes convencionales, es su capacidad de hacernos compañía en nuestra soledad
Pero aún más importante que su capacidad para unir, allí donde encallan los lenguajes convencionales, es su capacidad de hacernos compañía en nuestra soledad. La disfrutemos como acompañamiento a nuestra tristeza, a nuestra alegría, como antídoto a nuestros problemas o como estímulo ante nuestros retos, sin música nuestras emociones carecen de dirección, nuestras ideas se arremolinan sin ton ni son. La música esclarece emociones e intelecto, nos ayuda a centrarnos, a focalizarnos. Sin banda sonora en nuestras vidas, qué triste panorama nos espera en nuestro juicio final, nos llegue cuando nos llegue. El lenguaje de la música posee la virtud de desvelar los misterios de la naturaleza, la humana o la del universo, posee una trascendencia mística que da forma expresiva a nuestros sentimientos; el compositor francés Debussy lo expresa con esta esclarecedora sentencia; la música es una trasposición sentimental de lo que es invisible en la naturaleza. La música y la poesía comparten esta capacidad para sublimar los sentimientos del corazón humano; El filósofo e historiador británico Thomas Carlyle decía que la poesía es pensamiento musical, y el romántico poeta francés del XIX, Deschamp, establecía una comparación entre ambas artes con esta peculiar sentencia: la poesía es la pintura que se mueve y la música que piensa. Nuestro pensador pesimista favorito, Arthur Schopenhauer, para el que la música, en tanto arte, era una de las pocas cosas que podían distraernos en esta vida de los océanos de lágrimas que la circundan, equipara la arquitectura igualmente a la música al establecer que el arte arquitectónico es como música congelada.
Si fuéramos capaces de componer al unísono, quizá la armonía creada nos distrajera de nuestros egos y ambiciones desaforadas, y encontraríamos aquello que nos une, más que lo que nos separa
No llegaremos a la hipérbole dramática de William Shakespeare, escritor tan universal como es el lenguaje musical, que afirma que el hombre que no tiene música en sí y a quien no conmueve el acorde de los sonidos armoniosos, es capaz de toda clase de traiciones, estratagemas y depravaciones, pero, quién no se ha planteado al tratar de conectar con alguna persona, y descubrir que no posee intereses musicales, o que no aprecia ningún tipo de música, o que la considera como un acompañamiento meramente banal, que algo perverso había en dicha persona, algo inquietante, y que mantener cierta distancia quizá sería aconsejable. Aquellos que comparten la vivencia de una experiencia musical, su éxtasis, difícilmente entrarán en conflicto, al menos mientras dure la música. Si fuéramos capaces de componer al unísono, quizá la armonía creada nos distrajera de nuestros egos y ambiciones desaforadas, y encontraríamos aquello que nos une, más que lo que nos separa.
Con la música, como con tantas otras cosas que añaden sabor a los sinsabores de la vida, más nos vale mantener una mentalidad abierta, y no cerril. No hay música pura, pues toda música es mestiza por la propia naturaleza de los sentimientos que sublima, mestizos, confusos, entrelazados unos a otros, y como señalaba con acierto el poco purista, y excepcional guitarrista, Carlos Santana; pienso en la música como en un menú. No puedo comer lo mismo todos los días.
El lenguaje universal de la música es el mejor antídoto para sublimar esos sentimientos, esas vivencias que tanto daño nos hacen, pues la música es el placer que el alma experimenta contando sin darse cuenta de que cuenta, tal y como decía el matemático y filósofo Leibniz. O siglos después el distópico escritor Aldous Huxley: después del silencio, lo que más se acerca a expresar lo inexpresable es la música. Dejemos que la música nos acune en nuestros tiempos de zozobra tanto como en nuestros tiempo de jolgorio, que una lo que divide la ponzoña del corazón, y que como decía el violinista y director de orquesta Menuhin Jebudi, dejemos que la buena música nos alegre la vida. Sea lo que sea que entendamos como tal.