El fin de la intimidad

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 23 de Febrero de 2020
'Autorretrato doble', 1915, de Egon Schiele.
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'Autorretrato doble', 1915, de Egon Schiele.
'¡Es tan fácil hablar de nuestras intimidades a un desconocido, y es tan difícil hablar de ellas a un amigo!' Maurice Baring

Hoy día, las esferas de lo público y lo privado se encuentran tan entrelazadas, que pretender defender el derecho a la intimidad es una odisea que convierte esa búsqueda en una entelequia abocada a la frustración, en el mejor de los casos, o al más absoluto de los fracasos en el peor. Nos hemos abalanzado con tal gula a degustar los beneficios que nos proporcionaba el uso de los avances tecnológicos, que no nos hemos parado ni un momento a pensar en lo que sacrificábamos de nuestra humanidad, desde el calor humano real, no virtual, a la perdida de intimidad y privacidad, todo con tal de disfrutar de las ventajas de nuestros nuevos juguetes tecnológicos. El fin de la intimidad está cada vez más cerca, y actuamos ante ello con una inconsciencia similar a la de esos curiosos niños deseosos de meter los dedos en el enchufe a ver qué sucede.

Ese riesgo de pérdida de intimidad, de confusión entre los espacios públicos y privados, se viene ya dando desde hace años, incluso antes de la locura que actualmente se ha apoderado de todo bicho viviente por encapsular nuestra vida en nubes virtuales y someterlas al escrutinio público, pero es ahora cuando estamos alcanzando un punto crítico

Ese riesgo de pérdida de intimidad, de confusión entre los espacios públicos y privados, se viene ya dando desde hace años, incluso antes de la locura que actualmente se ha apoderado de todo bicho viviente por encapsular nuestra vida en nubes virtuales y someterlas al escrutinio público, pero es ahora cuando estamos alcanzando un punto crítico. Detrás de esa inconsciencia de someternos de tal manera al escrutinio público, habrá usos más o menos bienintencionados, pero no hay ninguna duda de que otros son mucho más dudosos, como el que practican todas esas empresas que devoran la información que les damos, para capitalizarla en beneficio propio, haciéndonos creer que lo hacen porque sus dueños son una especie de filántropos hippies preocupados por el futuro de la humanidad. Pagar impuestos no pagan, pero a quién le preocupa eso mientras tengamos nuestro Facebook, Google, Amazon o similares al alcance de un clic.

Desde hace unas cuantas décadas estamos viviendo una revolución cultural en la que temas que antaño dependían únicamente del ámbito íntimo, privado, de cada cual, han pasado a ser objeto de exposición pública. El problema no ha sido que algunos temas, como podría ser la diversidad sexual, la igualdad en el seno familiar, entre parejas o en la crianza de los hijos, o la violencia machista, formen parte del debate público, de hecho en esos casos es sano, y ayuda en ese camino de progreso hacia mayor igualdad y libertad, más que cuando estos ámbitos con anterioridad quedaban reducidos al ámbito estrictamente privado. El problema es cuando se produce una sobreexposición, a la que acompaña una banalización, y cuando el debate de lo importante deja paso al debate de lo intrascendente, cuando la búsqueda de la puja emocional sobrepasa cualquier interés por un diálogo racional.

Es necesario un debate ético, especialmente en ámbitos que necesitan de autorregulación, más que de límites legales, para establecer fronteras entre lo que pertenece a lo privado y lo que es susceptible de trascender a lo público

Es necesario un debate ético, especialmente en ámbitos que necesitan de autorregulación, más que de límites legales, para establecer fronteras entre lo que pertenece a lo privado y lo que es susceptible de trascender a lo público. Un debate que limite el abuso que con tanta saña se produce, si no queremos que las próximas generaciones sufran perjuicios y taras, con nuevas patologías sociales, de las que no sabemos el daño que pueden terminar por provocar, aunque algunas indicaciones ya las estamos sufriendo; el ciberacoso, el uso adictivo de las redes sociales, el uso por parte de las empresas de nuestra vida pública en las mismas, controles políticos autoritarios en países que respetan poco la libertad, e incluso en aquellos que aparentemente lo hacen, epidemias de noticias falsas que contaminan la concordia política y abren paso a populismos extremos. Todo eso acompañado por la vulnerabilidad a prácticas delictivas que pueden resultar en daños difíciles de cuantificar, económicos y morales. Para prevenir todos estos daños no es baladí ni el debate jurídico, ni el ético, que debería acompañar una educación en todas las esferas sobre qué es privado, qué es público y quién tiene derecho a establecer unos límites entre ambos ámbitos. No por repetirlo es menos necesario, todo ha de comenzar en las escuelas. Educar a los profesores para que estén preparados para educar a su vez a los alumnos.

Comencemos por el principio; la delimitación entre lo público y lo privado fue defendida con ahínco por los liberales en el siglo XIX, antes de que la tecnología lo cambiara todo, con el propósito de proteger al individuo frente a los abusos del Estado; la separación de poderes buscaba un equilibrio que a su vez salvaguardara entre otras cosas ese derecho a que nadie, especialmente esa burocracia ciega del Estado, pudiera interferir sin motivos claros en la vida íntima de nadie

Comencemos por el principio; la delimitación entre lo público y lo privado fue defendida con ahínco por los liberales en el siglo XIX, antes de que la tecnología lo cambiara todo, con el propósito de proteger al individuo frente a los abusos del Estado; la separación de poderes buscaba un equilibrio que a su vez salvaguardara entre otras cosas ese derecho a que nadie, especialmente esa burocracia ciega del Estado, pudiera interferir sin motivos claros en la vida íntima de nadie. Hoy nos encontramos con una contrarrevolución en lo político que atenta contra eses derechos legales y morales tan propios del mejor liberalismo, lo estamos viendo en el seno de la propia Unión Europea en países como Polonia o Hungría, o en otros tan lejanos, aparentemente, como China, Rusia o las dictaduras de países árabes. Pero también, y esto no deja de ser preocupante, por el poder omnipotente de grandes corporaciones tecnológicas, con más dinero y recursos que muchos países, que se saltan continuamente regulaciones legales, o exploran espacios grises de la legislación para beneficiarse de todo lo que extraen de nuestra privacidad. Invaden nuestra intimidad, escudándose en que no harán malos usos de esos datos. Somos como niños cegados por el dulce que nos dan, sin saber muy bien qué quieren de nosotros, ni los daños que esta pérdida de privacidad supondrá, y la venta en pedacitos de nuestra vida, nuestros deseos, nuestros sueños, todo por el consumo masivo y sin sentido que nos ofrecen.

Uno de los más destacados fundadores de la sociología, George Simmel, creía en tiempos ajenos a esta locura tecnológica, que una sociedad sana es una sociedad que tiene claro el derecho a la confidencialidad, a respetar que hay aspectos de la vida, secretos, que es imprescindible tener el derecho a que sean protegidos. Sin embargo mientras antaño se consideraba esencial y nos sentíamos agredidos cuando ese derecho se vulneraba, hoy día, en la búsqueda de la estéril popularidad, del aplauso fácil, exponemos aspectos de nuestra intimidad al escrutinio público. Si nos atenemos al criterio de este precursor de la sociología todos los indicadores de que nuestra sociedad está enferma se encuentran en rojo.

¿Por qué esa necesidad de mantener la intimidad? Uno de los principales vínculos de los que nace la amistad, y también el amor, es cuando confiamos nuestra vida íntima a otras personas que creemos lo merecen, y a su vez, en justa reciprocidad ellas confían en nosotros

¿Por qué esa necesidad de mantener la intimidad? Uno de los principales vínculos de los que nace la amistad, y también el amor, es cuando confiamos nuestra vida íntima a otras personas que creemos lo merecen, y a su vez, en justa reciprocidad ellas confían en nosotros. Si ese vínculo es traicionado en algún momento esa relación corre serio riesgo de quebrarse. En una sociedad sana esos vínculos que establecemos, creando espacios de confianza en un selecto grupo, nos ayudan a superar nuestro egoísmo, a fortalecer vínculos solidarios de grupo, como animal social que somos, a superar dificultades emocionales, vitales, de todo tipo. Pero todo eso se pone en peligro si aquello que debería ser compartido por unos pocos, pasa a ser de dominio público. La amistad virtual podrá tener apariencia de confianza, pero se queda en eso, por mucho que nos parezca lo contrario. Puede ser útil para impulsar que personas se conozcan, pero hasta que lo virtual no se convierte en real, se corre el peligro de lo auténtico convertirlo en mero artificio, con los riesgos que eso supone. Otro riesgo bastante común es permitir que personas que no tienen ese conocimiento real de todos los aspectos de nuestra personalidad, nos identifiquen con esa artificialidad que mostramos en lo público, lo que conlleva en no pocos casos a malentendidos, ofensas, y otras situaciones kafkianas, que resultarían impensables antes de que decidiéramos convertir aspectos íntimos de nuestra vida en detalles para el divertimento público.

Esta odisea que vivimos para mantener la intimidad tiene muchas causas y no pocos síntomas, pero el principal no cabe duda que es la revolución cultural que el uso desaforado de la tecnología ha traído, pero si tuviéramos que elegir un ejemplo de cómo el uso de un ítem tecnológico nos ha cambiado la vida, lo tendríamos claro: el móvil. En un principio todo eran ventajas, la facilidad para comunicarnos, para estar interconectados, facilitar el trabajo, la vida familiar, y otras tantas virtudes que podríamos haber numerado si nos hubieran hablado de este invento antes de convertirse en realidad. Y todas estas ventajas son ciertas, pero nadie nos contó las desventajas que venían con ellas; la pérdida de intimidad, la adicción a las redes sociales, el despegue de una vanidad fútil, la conectividad convertida en exceso de conexión (el ámbito laboral invadiendo el tiempo de descanso y familiar entre otras tantas cosas). Estar siempre localizados ha facilitado las cosas, pero también las ha perjudicado, al no tener control sobre cuándo ni cómo esto ha de suceder. La privacidad ha sufrido un duro golpe, pues la presencia activa de un elemento que siempre nos dice que estamos disponibles, fuerza que lo estemos en lo íntimo, en lo social y en lo laboral; recordemos las polémicas con la confirmación de lectura en WhatsApp, correos electrónicos, entre otros tantos ejemplos.

El absurdo es tal que nuestra vida se ha convertido en un spam permanente. En teoría debiera ser, por ejemplo, más sencillo mantenernos alejados de la intromisión ajena al no figurar nuestro móvil en agendas telefónicas

El absurdo es tal que nuestra vida se ha convertido en un spam permanente. En teoría debiera ser, por ejemplo, más sencillo mantenernos alejados de la intromisión ajena al no figurar nuestro móvil en agendas telefónicas, sin embargo, no solo no es así, sino que entre las veces que directa o indirectamente hemos de facilitar el número de móvil para una cosa u otra, y las veces que la venta de nuestros datos privados, entre ellos el número de móvil se produce, se ha convertido nuestra vida en un huracán de intromisión de nuestro derecho a la intimidad.

El diagnostico está claro, que sepamos leer los síntomas y vacunarnos para evitar las enfermedades sociales y psicológicas que nos está causando este abuso del uso tecnológico, y ésta pérdida de fronteras entre lo privado y lo público, no tanto. La perspicacia de José Saramago en El hombre duplicado nos lo sirve en bandeja: lo que no comprende en absoluto, por mucho que haya puesto la cabeza a trabajar, es que, desarrollándose en auténtica progresión geométrica, de mejoría en mejoría, las tecnologías de la comunicación, la otra comunicación, la propiamente dicha, la real, la de yo a tú, la de nosotros a vosotros, siga siendo esta confusión cruzada de callejones sin salida, tan engañosa de ilusorias plazas, tan simuladora cuando expresa como cuando trata de ocultar.

El resultado es que esta loca carrera por la híperconectividad sacrifica un ámbito esencial, la intimidad,  que es imprescindible para que crezcamos como personas, y como sociedad, con sentido crítico, y con los pies en el suelo, alterando las relaciones personales, y las sociales, por no decir las políticas, de formas tan dañinas que aún no podemos mesurar las consecuencias. El fin de la intimidad está cada vez más cerca, y no sabemos qué consecuencias va a traernos. Ser conscientes de todo esto no soluciona nada, pero debiera ser un primer paso imprescindible para que algo tuviera solución, mejor hoy que mañana, mejor ayer que hoy.

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”