Sierra Nevada, Ahora y siempre.

Comprender el arte

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 3 de Septiembre de 2017
'La Fontaine' (1917), de Marcel Duchamp.
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'La Fontaine' (1917), de Marcel Duchamp.

¿Qué es la vida? A esta pregunta responde a su manera y con total tranquilidad toda obra de arte verdadera y lograda. Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, volumen II.

Qué difícil es encontrar alguna definición de arte que satisfaga todos los gustos, todas las filosofías, o todas las incontables escuelas artísticas que han pretendido definirlo a su manera. Si preguntáramos al azar, a cualquier persona, habría tantas maneras de definir el arte como personas a las que hemos preguntado. Seguramente encontraríamos un grado razonable de acuerdo en aceptar que una pintura de Goya o Velázquez lo es, que la Alhambra de Granada es no solo bella, sino uno de los principales ejemplos de arquitectura artística, y que Beethoven o Brahms elevaron a la música a su máximo grado artístico. Ahora, si mostramos a esas mismas personas un grafifti de Bansky, a ver si puede ser considerado arte, o le preguntáramos si los Beatles o Pink Floyd o Miles Davis deberían considerarse en el mismo nivel que esos otros artistas de música clásica, tendríamos todo tipo de respuestas, desde aquellos que lo negarían fervientemente, hasta los que lo defenderían con igual ahínco. Y si fuéramos a otros ejemplos, de artistas con menor reconocimiento popular, la confusión iría en aumento. 

No es que en este pequeño texto pretendamos dar respuestas a una pregunta, tan fácil de enunciar, como imposible de responder: ¿Qué entendemos por arte?, pero al menos intentaremos dar algunas claves, que sí que nos permitan saber un poco más de qué hablamos cuando adjetivamos a un objeto, tangible o intangible-arte efímero-, con el apelativo de artístico. Renunciamos a definir el arte de manera directa, pero quizá a través de un pequeño rodeo logremos clarificar un poco este galimatías.

Podremos realizar interpretaciones, más o menos correctas, más o menos guiadas por las obsesiones de eso que se ha venido en llamar crítico de arte, pero si no disponemos de información de primera mano de la intencionalidad original, algo sin duda se perdería

Lo primero que tenemos que entender es que cada obra de arte, al igual que cada lenguaje, responde a una gramática propia, a un lenguaje propio, a unas reglas ortográficas propias, y por tanto, al igual que sucede con el chino, si no conocemos un mínimo de esas reglas, no podremos comprender lo artístico que hay en esa obra. Podrá gustarnos más o menos, pero ese gusto no nos valdría, en absoluto, para valorar si algo es arte o no. La segunda cuestión, es que al igual que con los lenguajes, las reglas cambian con el tiempo, evolucionan y se transforman, y por tanto habrá obras de arte que nuestra cultura no solo no podría realizar- imitar sí, pero esa es otra cuestión- al proceder de un cultura, de una sintaxis artística ya desaparecida, sino que tendríamos problemas para interpretarlas correctamente, al tener dudas de los motivos que guiaron su realización. Podremos realizar interpretaciones, más o menos correctas, más o menos guiadas por las obsesiones de eso que se ha venido en llamar crítico de arte, pero si no disponemos de información de primera mano de la intencionalidad original, algo sin duda se perdería. 

El debate de la intencionalidad, es uno de esos debates, sobre los que los filósofos dedicados a analizar la experiencia estética del arte, han derramado tanta tinta como sangre se derramó en el desembarco de Normandía. Para no enredarnos en el porcentaje que habría que atribuir a la intención original del artista para comprender su obra, en el caso de que dispongamos de ella, lo más razonable sería aceptar que la intención original jugó un papel crucial en la génesis de la obra de arte, pero esa es únicamente la mitad del camino, la otra mitad es que su comprensión depende de quién la experimenta, y quién la experimenta, estará ineludiblemente predeterminado en su comprensión por su propio marco conceptual, histórico, o cultural, que ha de fusionarse con el original de la obra de arte, y eso es válido para una obra artística prehistórica, Las pinturas de la cueva de Altamira, o del presente. Dependiendo de tu educación, y de tu cultura, tu horizonte de interpretación artística, puede variar. Es muy complicado apreciar un haiku japonés en toda su belleza y con todas sus implicaciones en tanto arte, si tu horizonte cultural son las cadenas de comida rápida, o los programas de tele5, a pesar de vivir en el mismo presente histórico y en un mundo globalizado. 

Una vez que tenemos en cuenta esto, habría que volver al primer punto; la necesaria comprensión de esas reglas que nos ayudan a entender la obra de arte, el conocimiento artístico. La sensibilidad artística, la comprensión del arte, se construye, es un proceso costoso, no se nace con ella, por mucho que a la gente le guste presumir de ello. Apreciar un objeto artístico, independientemente de que nos guste o no, necesita de un aprendizaje previo. Porque la capacidad de juzgar, en el arte, o en otras cosas, necesita educar nuestros sentidos. Se necesita tiempo, se necesita paciencia, se necesita tenacidad. La educación artística es una responsabilidad social, pero igualmente es nuestra responsabilidad. No se trata de ponerse a ver documentales de la 2 como un loco, pero entre preocuparse por investigar, aprender, familiarizarse con todo lo que conlleva apreciar el arte, y únicamente ver telebasura, hay un abismo. Los placeres culpables, no dejan de ser placeres divertidos de practicar, pero si dedicamos un poco de tiempo al arte, aprenderemos que hay placeres que pueden llegar a producir una mejor y más duradera satisfacción, además de sernos útil para aprender algo más de ese mundo en el que vivimos, e incluso mejorar como personas. 

Si dedicamos un poco de tiempo al arte, aprenderemos que hay placeres que pueden llegar a producir una mejor y más duradera satisfacción, además de sernos útil para aprender algo más de ese mundo en el que vivimos, e incluso mejorar como personas

Theodor Adorno, el filósofo alemán miembro de la Escuela Frankfurt, en Minima Moralia, una obra de 1951, niega esa pretensión de dejarse llevar por la mera intuición, abandonarse a la mera vivencia del arte, y así experimentar la belleza de una obra de arte; La obra de arte exige algo más que abandonarse a ella, exige una iniciación, o perderemos de vista la grandeza, y ante todo, el conocimiento artístico que una obra puede proporcionar, diferente al científico, o al filosófico, sí, pero igualmente valioso para comprender la vida, para comprender el mundo, para comprender a las personas con las que convivimos. 

La aparición de las vanguardias artísticas a principio del siglo XX pusieron en jaque el mismo concepto de obra de arte, y todo se volvió aún más difuso. El teórico del arte Morris Weitz en un libro que causó una gran polémica en su tiempo; The role of theory in aesthetics, influenciado por la teoría del lenguaje de Wittgenstein, afirmó que el arte, debido a su principal característica, su creatividad infinita (de ahí que una gran obra siempre nos sorprenda) es imposible definirlo, encontrar una esencia común a toda manifestación estética de carácter artístico.  Al igual que en la concepción del lenguaje del filósofo austriaco, podemos encontrar parecidos de familia, complejas redes de semejanzas, nada más. 

Arthur Danto, precisamente intentando dar respuestas a obras tan controvertidas, como algunas expuestas por los movimientos de vanguardia, define el objeto de arte como perteneciente a dos mundos, el físico, y el conceptual, que viene definido por una determinada teoría del arte. Pongamos un ejemplo; un artista neodadaísta hizo una cama real, le dio unas vetas desordenadas de pintura y la colgó de una pared. ¿Es una cama o es una obra de arte? Para Danto ambas cosas, dependiendo si el espectador conoce la teoría dadaísta del arte, y lo que este movimiento pretende, o no.  

Frente al arte clásico, donde lo que predomina es el dominio de la técnica por parte del artista y un sentido mucho más unidireccional en la comprensión de la obra de arte; con las vanguardias el sentido se fragmenta, la técnica no es tan importante como la creatividad a la hora de dotar de significado estético a un objeto

Uno de los escándalos más conocidos en la historia del arte es el famoso urinario de Marcel Duchamp; conocido artista ya en esa época, envió en 1917 un urinario común, tan solo firmado con un seudónimo sacado de un comic, a un premio de arte, del que el mismo era jurado. Medio broma, medio manifiesto revolucionario del mundo del arte, el artista pretendía con este objeto, que llamó ready-made, señalar que un objeto común, puede tener dos finalidades distintas, su utilidad normal, y una estética, que queda manifestada por el contexto donde se presenta, una sala de exposición o un museo, y la clara intencionalidad del artista de que así sea. Duchamp también consigue una nueva revolución, los artistas hasta entonces habían estado determinados a utilizar unos materiales muy concretos; a partir de ese momento todo vale para jugar con la creación del objeto estético. Lo que Duchamp pretende es dotar de mayor poder al artista, para decidir sobre la creación del objeto artístico, pero también al espectador, que decide si esa experiencia que propone el artista es arte o no. Frente al arte clásico, donde lo que predomina es el dominio de la técnica por parte del artista y un sentido mucho más unidireccional en la comprensión de la obra de arte; con las vanguardias el sentido se fragmenta, la técnica no es tan importante como la creatividad a la hora de dotar de significado estético a un objeto. Otro problema diferente, es que Duchamp no terminó de darse cuenta, que su radical propuesta se convertiría en un circo donde la capacidad de asombro que produce una obra vanguardista, se ha convertido en una tomadura de pelo donde todo vale, gracias al dominio que unos pocos que dominan el llamado mundo del arte (críticos de prestigio, grandes museos de arte contemporáneo, grandes galerías, etc.) tienen a la hora de decidir qué es arte y qué no es arte. En nuestra mano, ejerciendo nuestra potestad como observadores comunes, formándonos y participando en la comprensión artística, está equilibrar un poco la balanza.

Sobre el mundo del arte hay muchas más teorías que nos ayudan a entenderlo, nos convenzan o no, pero el arte es conocimiento, y en nuestras manos está que ese conocimiento, acompañado de un goce estético, forme parte de nuestro mundo, nos enriquezca, a nosotros y a los que nos rodean, o, si así lo deseamos, podemos seguir enfangados en el mundo de la telebasura. Para qué aprender y esforzarnos en comprender el arte, si podemos disfrutar con una famosilla pareja discutiendo en la tele por cualquier estupidez, ¿no?

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”