Cómo filosofar a martillazos
'Concebir un pensamiento, un solo y único pensamiento, pero que hiciese pedazos el universo'.E. M. Cioran, El aciago demiurgo.
Dieciocho años recién cumplidos, y unos pocos meses en la facultad de filosofía, aun impresionado por la solemnidad de sus aulas y de los doctos textos que allí se estudiaban con veneración. Acostumbrado a descifrar el plúmbeo estilo de las críticas de las razones kantianas sin caer en el aburrimiento, desconsolado por mi incapacidad para leer más de un párrafo de La Fenomenología del Espíritu del santo patrón de la modernidad, Hegel, sin tener que restregarme los ojos de pura desolación. Desconcertado con las metafísicas disquisiciones de esos filósofos medievales, que atrapados entre el pecado y las vidas de los santos, discutían entre ellos como si de ello dependiera que el mundo se acabase o no. Divertido por la insolencia con la que Nietzsche golpeaba la estulticia de unos y otros, especialmente de esos filósofos cristianos herederos del más plúmbeo platonismo que parecían no haber entendido nada de la vida, como Jon Nieve, el personaje de Juego de Tronos, ante la mirada herida de la que se convertiría en su amante, desconcertada por su recato a la hora de disfrutar un poco de su pasión compartida. Sonriente ante la herejía con la que los filósofos helénicos, epicúreos, cínicos o escépticos, reprochaban a sus doctos predecesores; presocráticos, Platón y Aristóteles, perder de vista que lo único que realmente importaba era aprender a vivir, que ya vendría después comprender, o no, el mundo. Apesadumbrado por el pesimismo con el que Schopenhauer anunciaba ese sinvivir existencial y esa angustia que tan bien daría de comer a esos filósofos existencialistas del pasado siglo.
Ahí andaba yo, creyendo que encontraría en alguno de esos textos las claves que me permitirían descubrir la llave de las llaves, el último sentido que me desvelaría cómo explicar todo, y cómo entender a esa gente que compartía el mundo conmigo y que resultaron ser algo más que un producto de mi fértil imaginación
Ahí andaba yo, creyendo que encontraría en alguno de esos textos las claves que me permitirían descubrir la llave de las llaves, el último sentido que me desvelaría cómo explicar todo, y cómo entender a esa gente que compartía el mundo conmigo y que resultaron ser algo más que un producto de mi fértil imaginación. Ahí, escondido en alguno de los escritos de esos insignes filósofos, debía hallarse la clave, y yo era el elegido por el destino para por fin descubrirla, cuando conocí a otro estudiante, bastante mayor que yo, ferviente defensor de un cierto anarquismo vital, y político, que ante mis eruditas pretensiones, y entre café y café, me espetaba, a veces subido a la mesa de la cafetería ante la aturdida mirada de los estudiantes de psicología, con los que compartíamos facultad, y que seguro pensaban que algún sujeto de sus clínicos estudios se acaba de escapar de algún laboratorio, que yo tampoco había entendido nada, y que tenía dos caminos posibles; seguir el camino de la erudición académica y perderme una y otra vez buscando un acento fuera de lugar, una coma mal puesta, unas interrogaciones sin sentido, en alguna de las citas a pie de página de eso sacrosantos textos, e iniciar así la escalada al mundo académico, cual Sísifo condenado por los dioses, o podía encontrar la forma de filosofar a martillazos y despertar, primero yo, y luego intentarlo con aquella gente que no estuviera adormecida por el opio de la costumbre. Y me arrojó, como se arrojan las migas de pan en un laberinto al que vas a entrar a riesgo de perderte, un nombre y un libro, con un aviso, como aquel que se encontraba en el frontal de las puertas del infierno descrito por Dante en La Divina Comedia; “abandona la esperanza si entras aquí”. Un aviso que era otro martillazo: nada te parecerá igual después de haber leído ese libro, nada te sabrá igual, nada verás igual. Silogismos de la amargura, de E.M. Cioran. Aún recuerdo divertido como ese artista que tanto coquetea con el postureo, Andrés Calamaro, o quizá era Bunbury, no sabría decir, mi memoria no es lo que era, en una entrevista con pose de intelectual, hablaba del despertar que para su conciencia había supuesto leer a Cioran. Filosofo atípico entre los atípicos, secreto entre los secretos.
E.M. Cioran, rumano de origen, ciudadano de París, apátrida por decisión propia. De joven abandonó su país natal tras abandonar su puesto de profesor de instituto, y se refugió en el París de la posguerra con la excusa de ir a hacer una tesis doctoral. Durante años sobrevivió como pudo. Se enorgullecía de seguir matriculándose en la facultad hasta los cuarenta, hasta que una ley se lo impidió, para poder beneficiarse y comer decentemente en los comedores universitarios. Durante casi toda su vida viviendo en un pequeño apartamento con baño comunal, y al que el éxito y el reconocimiento por sus escritos le llegó muy tarde, como suele llegar a la vida la sabiduría para comprender las cosas que importan. Silogismos fue mi piedra de rosetta para empezar a entender que no había entendido nada, que la vida no era lo que yo creía. Un aldabonazo que me hizo despertar de la apolillada y aséptica visión de la realidad que se tiene cuando la juventud te atrapa y separas el mundo entre los que tienen razón y los que tú crees que no.
Su obra deriva del amor al fragmento, porque del sistema, especialmente en filosofía, con su pretensión de homogeneizar todo, tan solo se puede desconfiar; no se trata de convencer, se trata de inquietar, de herir, de despertar, de obligarte a masticar cada palabra como si fueran cristales rotos, hasta sangrar. Y los ingenuos de Twitter se creían inventores del arte de expresar mucho en muy pocas palabras, tan banales en su pretensión, como el noventa y nueve por cien de los tweets escritos desde su nacimiento como red social. Se lanza un aforismo como se lanza una bofetada, nos dice Cioran, incluso ¿por qué no contradecirse entre uno y otro? La vida, su experiencia, y de ahí, y no de ningún otro sitio, proviene la máxima inspiración para estas sabias píldoras del desconcierto, no es sino una continua contradicción entre lo que pensamos al amanecer y lo que mascullamos al anochecer, entre lo que hacemos al despertarnos y lo que quisimos haber hecho al acostarnos, entre lo que deseamos al ver el primer rayo de sol y lo que desearíamos haber hecho al vislumbrar el primer titilar de la luz de las estrellas, entre lo que sentimos atrapados por el confort en nuestro deambular por las calles de la vida, y lo que debimos sentir sin miedo, al darnos cuenta que siempre, hagamos lo que hagamos, terminamos perdidos en callejones sin salida.
Es cierto que en la historia de la filosofía, de la literatura, e incluso de la ciencia, el amor a esos martillazos en nuestra consciencia en forma de máximas, proverbios o aforismos, se vienen dando desde el mismo inicio de la escritura
Es cierto que en la historia de la filosofía, de la literatura, e incluso de la ciencia, el amor a esos martillazos en nuestra consciencia en forma de máximas, proverbios o aforismos, se vienen dando desde el mismo inicio de la escritura, y que insignes pensadores fueron maestros en ese arte; Marco Aurelio, ese estoico filósofo emperador de Roma, que pretendió que lo más valioso que legar a la posteridad no era su legado como gobernante, sino sus consejos sobre cómo gobernar:
Si alguien me rebate y da pruebas de que pienso o actúo incorrectamente, con gusto cambiaré, pues busco la verdad, que nunca ha perjudicado a nadie. Por el contrario, el que sufre daño es el que permanece en su propio engaño e ignorancia.
Sobre cómo vivir:
La perfección moral consiste en vivir cada día como si fuera el último, no ser apasionado ni indiferente, y no actuar con falsedad. Y sobre mil cosas más presentes en sus Máximas.
Qué decir de Chamfort, revolucionario francés víctima de la propia revolución que alentó:
Se echa de menos la pereza de un malvado y el silencio de un tonto.
Un aforismo que parece escrito para denunciar la estulticia de nuestras redes sociales, y no hace más de doscientos años. O sus consejos, basados en experiencia propia sobre la vida política:
En los grandes asuntos, los hombres se muestran como les conviene, en los pequeños, tal como son en realidad.
Y Friedrich Nietzsche, el maestro de la sospecha, que nos empuja a atrevernos a dudar de nosotros mismos y nuestros pretendidos dogmas, y a dialogar:
No prestar atención ni al mejor de los argumentos en contra de una decisión ya adoptada constituye una muestra evidente de un carácter enérgico. Ello incluye también una voluntad de llegar a la estupidez.
O la denuncia de la hipocresía:
El primer pensamiento del día. La mejor forma de empezar la jornada es preguntarse al despertar si durante ese día podemos dar gusto al menos a una persona. Si esta idea llegara a reemplazar a la costumbre religiosa de rezar por la mañana, nuestros semejantes se beneficiarían con el cambio.
Claro que este breve repaso no podríamos terminarlo de otra manera que con algunos amargos silogismos de Cioran; Advirtiéndonos de esos apologetas de la renuncia:
Desconfiad de quienes vuelven la espalda a la ambición, a la sociedad. Se vengarán de haber renunciado a ello.
O de la envidia ajena o propia:
Para vengarnos de quienes son más felices que nosotros, les inoculamos-a falta de otra cosa- nuestras angustias. Porque nuestros dolores, desgraciadamente, no son contagiosos.
O la anemia del tiempo:
La fe, la política o la violencia reducen la desesperación. Por el contrario, todo deja intacta a la melancolía. Ella solo podría cesar con nuestra sangre.
O la verdad del postureo intelectual:
El escepticismo que no contribuye a la ruina de la salud no es más que un ejercicio intelectual.
O la arrogancia que procede de la desesperación:
Si tengo la desfachatez de creerme en posesión de la verdad es porque nunca he amado nada sin a la vez odiarlo.
O la ilusión del amor:
La dignidad del amor consiste en el afecto desengañado que sobrevive a un instante de baba.
Y qué decir del disfrute de la música, a cuya vivencia parecemos haber renunciado:
La música, sistema de adioses, evoca una física cuyo punto de partida no serían los átomos sino las lágrimas.