La ardua labor de la amistad
'No encontramos la verdadera amistad, sino en la dignidad de aquel afecto capaz de sobrevivir al cúmulo de sutiles heridas, que poco a poco, dibujan la geometría de nuestras relaciones'.
Recuerdo una polémica suscitada hace ya algunos años, cuando Facebook empezaba a popularizarse, debido a una compañía de comida rápida*, que premiaba con cupones para sus productos, hamburguesas, a aquellos que demostrasen haber eliminado a un número de amigos de su cuenta. Te animaban a eliminarlos antes de que ellos te eliminasen a ti, para conseguir su preciado premio. No entendía muy bien que algo así pudiera salpicar las páginas de un periódico serio, por aquel entonces mis primitivas andanzas por Internet se limitaban a navegar por distintas páginas picoteando información de aquí y allá, pero me resultó enormemente llamativo el experimento social. Por lo visto, a la gente no le sentó muy bien que la eliminaran de amigo o amiga por una hamburguesa, bien que en pocos días en los EEUU se eliminaron más de doscientas mil amistades. A pesar de las quejas, la campaña publicitaría tuvo bastante éxito en esos momentos, como lo tendría hoy día, años después. No creo que por aquel entonces nadie imaginara las telas de araña que las redes sociales han tejido en nuestras vidas, en juicios y prejuicios, pero nunca dejó de inquietarme la obsesión en la que para algunos se convertía la caza de amistades de Facebook, o el rencor con el que anunciaban la criba de otros tantos, y si además recibían un premio por ello, más aún. Más allá de la mezquindad, convertida en campaña promocional, el experimento comercial nos muestra algo que no es propio de nuestro tiempo, pero que sí se ha extendido con vigorosa rapidez; la confusión en torno al verdadero sentido de la amistad, y la banal prodigalidad con la que afirmamos ser amigos de alguien en redes sociales, o en la vida común.
Si algo ha demostrado la naturaleza humana, es que la estupidez inherente a nuestro comportamiento no depende tanto de la tecnología como de la arraigada costumbre de tropezar dos veces con la misma piedra, o más, y que si algo provoca la tecnología omnipresente de nuestros tiempos es aumentar la confusión, en lo que debería ser uno de los bienes más preciados de la vida humana, la amistad
Pudiera parecer algo extraño recurrir a un humanista pensador del siglo XVI, Michel de Montaigne, para reflexionar sobre la banalidad de la amistad en pleno siglo XXI, parafraseando de mala manera el problema del mal que con tanto tino analizó la filósofa Hannah Arendt, al hablar de la banalidad del mal, pero si algo ha demostrado la naturaleza humana, es que la estupidez inherente a nuestro comportamiento no depende tanto de la tecnología como de la arraigada costumbre de tropezar dos veces con la misma piedra, o más, y que si algo provoca la tecnología omnipresente de nuestros tiempos, aparte de endulzarnos continuamente con placebos, la soledad de nuestras aparentemente satisfactorias vidas sociales, es aumentar la confusión, en lo que debería ser uno de los bienes más preciados de la vida humana, la amistad.
Montaigne establece en su escrito unos límites claros sobre qué es amistad y qué no lo es; no lo son aquellas que dependen más del beneficio, aunque sea mutuo, o del placer, aunque sea mutuo, o de la necesidad, pública o privada, es decir de la consecución de favores, aunque sean mutuos, pues realmente las relaciones dependen de otra finalidad, y sucede con este tipo de amistades que resultan ser de naturaleza frágil, ya que al depender sus fines últimos de algo ajeno a la misma amistad, es probable que tarde o temprano entre en contradicción con otros fines, y la supuesta amistad se desquebraje con la misma facilidad que la cascara de un huevo.
Es complicado que exista la amistad como tal, con amantes, es complicado que exista la amistad entre jefe y subordinado, es complicado que exista la amistad cuando se compite con otro por la gloria o el poder, por ejemplo. No quiere decir que no exista afecto, pero son relaciones determinadas por otro tipo de finalidad, y por tanto, con otras reglas diferentes. La amistad es básicamente renuncia; renuncia a obtener un beneficio tangible, de esa amistad, de ahí el improbable equilibrio cuando los fines son más propios de algún tipo de transacción comercial, que de darse libremente sin esperar algo a cambio.
Advierte el pensador de confundir la relación entre padres e hijos con la de la amistad; es imposible, pues en la naturaleza de esta relación, por mucha confianza que exista, es de un tipo radicalmente diferente. En la amistad no puede existir jerarquía, y sí ha de existir en la crianza de los hijos, por mucha comprensión que se incluya en la misma. En realidad Montaigne lo que quiere decirnos es que la amistad depende y mucho de una elección libre, algo, que no sucede en las relaciones afectivas que se dan en la familia, donde por ley, o por obligación natural, nos vemos atrapados por ellas. No sucede con prodigalidad, pero cuántos casos conocemos de familiares con caracteres radicalmente contrarios y opuestos, unos de otros, que dificultan notablemente la convivencia. Las peores disputas, las más crueles y sangrientas suelen suceder en el seno de las propias familias.
No es posible tampoco confundir la pasión erótica con la amistad; a pesar de ser relativamente libre la elección de amante, siempre que el influjo de la pasión no arrebate nuestra voluntad. Montaigne, como buen estoico recela del fuego de la pasión; en el amor erótico no hay sino un deseo demencial de alcanzar algo que se nos escapa. A ello contrapone la serenidad, y la dulzura, de la amistad, en la que el deseo no interfiere. Podemos estar más de acuerdo o no, con la tesis, pero lo que es difícilmente revocable es que una relación donde la pasión gobierne nuestros deseos, donde el cuerpo dictamine sentencia, por muy placentera que sea ésta, exista el desinterés que ha de protagonizar la verdadera amistad. La dictadura de los deseos permite también que se esté más pendiente del aspecto físico, de lo que puede proporcionar a los placeres, que de la personalidad, o de otros elementos, que sí se dan en la amistad, a la que no elegimos por su concordancia con los estándares de belleza, al menos no deberíamos los comunes de los mortales, quién sabe con esos famosillos que pululan en las retinas de nuestras pantallas.
Advierte el pensador de confundir la relación entre padres e hijos con la de la amistad; es imposible, pues en la naturaleza de esta relación, por mucha confianza que exista, es de un tipo radicalmente diferente. En la amistad no puede existir jerarquía, y sí ha de existir en la crianza de los hijos, por mucha comprensión que se incluya en la misma
Que algo sea complicado no implica que sea imposible, por difícil que sea el camino, si se aprende a ser consciente de las inadecuadas derivas que produce permitir que la pasión ciega nos gobierne, si aprendemos a guiarnos por las cualidades más valorables de un amante más allá de las obvias, es posible que esa relación derive en amistad; tal y como la estoica definición del amor de Cicerón parece indicar; el amor es el intento de entablar amistad a partir de los signos de la belleza.
Confundir amistad con relaciones sociales o profesionales es otro error común, básicamente porque es la necesidad o la proximidad la que establece los parámetros de la relación, en ningún caso lo que debería ser el epicentro de la amistad, la fusión de intereses, de tal manera que cuando a un amigo le afecta algo es como si te afectara a ti mismo, y cuando algo te afecta a ti, se siente igualmente impelido por esas circunstancias. Compartir un rato de ocio con un compañero de trabajo es agradable, pero de ahí a la amistad, propiamente enunciada, hay un largo trecho. Igualmente sucede con aquellas personas conocidas por compartir algún interés común, que más allá de esa afición o interés pocos lazos comunes son posibles de establecer. Aún más ridículo es el término de amistad que utilizamos en redes sociales, con ese eufemismo de llamar amigo a aquel a quién dejas ver de manera oficial tu perfil e interactuar contigo. Pesa mucho más la vanidad de aparentar tener múltiples amigos, y el escaparate para presumir de banalidades varias ante estos desconocidos, en su mayoría. Qué amigo de verdad no conoce realmente tus estados de ánimos sin depender de las redes sociales, así como tus necesidades. Claro está que el ensayista francés no podía prever la total banalización del término en su uso actual, pero no cabe duda que la perplejidad del fenómeno le hubiera provocado desolación.
La amistad no entiende de edades, a la hora de establecerse, cierto que aquellos amigos que mantenemos de la infancia o juventud guardan un especial recuerdo en nuestra memoria, pero cierto es también, que la amistad no vive tan solo del recuerdo, ni entiende, una vez establecida, de precauciones. Si la amistad no encuentra combustible en la que arder, sucede como con el amor, o la pasión del eros, se desvanece, y terminamos adorando un altar vacío, donde nadie nos responde, más que a nuestra propia desolación de un vacío que no somos capaces de rellenar. Podemos encontrar un amigo a los 18 o a los 68, qué más da, mientras las prioridades sean las correctas.
La amistad no entiende de edades, a la hora de establecerse, cierto que aquellos amigos que mantenemos de la infancia o juventud guardan un especial recuerdo en nuestra memoria, pero cierto es también, que la amistad no vive tan solo del recuerdo, ni entiende, una vez establecida, de precauciones
La amistad para Montaigne es la más exigente de las pruebas de lealtad del ser humano, si bien es cierto, que una vez superada, es la que más recompensas ofrece. Con desconfianza no es posible establecer un vínculo verdadero; Si llevamos las amistades convencionales con una brida en la mano, para frenarlas o acelerarlas a conveniencia, sin duda seremos prudentes, siguiendo esa máxima atribuida a diferentes escritores de la antigüedad griega y romana: ámalo como si algún día tuvieras que odiarlo; ódialo como si algún día tuvieras que amarlo. Pero eso no es amistad, no en un sentido pleno. Palabras prohibidas, nos indica el filósofo, para esa amistad plena deberían ser: favor, ruego, agradecimiento, obligación, u otras similares. Difícil es que hoy día sonriéramos ante las palabras del sabio Diógenes que cuando se encontraba falto de dinero les decía pedía a sus amigos, no que se lo dieran, sino que se lo devolvieran.
Contar amigos como se cuentan monedas que acumular, es uno de esos dramas que dan cuenta de que algo no funciona, en nuestra vida, o en la de nuestra sociedad. Jenofonte, cronista y sabio de la antigua Grecia, cuenta en La educación de Ciro, como el monarca, encaprichado de un caballo que un soldado había ganado en una carrera, le preguntó por su precio, e incluso le animo a cambiarlo por un reino, y éste le respondió: No por cierto, Alteza, más de buen grado lo daría por ganar un amigo, si hallase hombre digno de tal alianza. La belleza de una persona no la encontramos en la cantidad de amigos que posee, sino en lo que estos amigos serían capaces de sacrificar por ella. Con perplejidad observamos la obsesión por acumular amistades, en lugar de cultivar las pocas que realmente merecen tal nombre. Favores y necesidades son la base de esas mal llamadas amistades, y duran tanto como el tiempo que duran esas necesidades y favores. Desgraciadamente, la banalidad con la que sustantivamos y adjetivamos los bienes más preciados de la vida, es el sino de nuestros tiempos. No nos vendría mal un poco de reflexión, honesta sobre quién realmente es merecedor de nuestra amistad, y si en verdad, igualmente nosotros lo somos, de esa amistad incondicional que se nos ofrece, pues la tarea de construir una verdadera amistad no deja de ser ardua, y como con tantas cosas que merecen la pena, las prisas por poseer algo, y el mero deseo del querer aparentar lo que no somos, cosifican y desvalorizan ese preciado tesoro que se llama: tener un amigo.