'El arte de la conversación literaria'

Es un espacio donde el roce y la distancia coexisten. Amar bien, conversar bien, es un ejercicio de caridad, de cuidado. Raquel F. Cobo.
La socióloga Sherry Turkle señaló 2009 como el año en que la conversación murió. Y, claro, habrá quien piense que vaya forma de empezar la reseña de un libro que versa precisamente sobre la conversación literaria. Ciñéndome a la fecha de su pérdida, como si, en vez de a hablar de ella, hubiera llegado hasta estas líneas únicamente para señalar su certificado de defunción. Tal vez debería haber omitido ese dato. Ese dato tan lúgubre. Tan desasosegante. Al menos, de entrada. Pues ya se sabe: al final de toda lectura solemos encontrar un guiño a la esperanza.
Confieso que, al principio, cuando agarré el libro de Raquel F. Cobo con la intención de darme un festín, me propuse ir subrayándolo para extraerle toda la chicha. Pero tuve que desistir. Porque el texto no tiene desperdicio. Vamos. Que no contiene ni un renglón que no merezca ser destacado
Confieso que, al principio, cuando agarré el libro de Raquel F. Cobo con la intención de darme un festín, me propuse ir subrayándolo para extraerle toda la chicha. Pero tuve que desistir. Porque el texto no tiene desperdicio. Vamos. Que no contiene ni un renglón que no merezca ser destacado. ¿Cómo subrayar un libro que no se deja subrayar? En fin. Que, al final, decidí impregnarme de la atmósfera del texto como el que se cobija en las palabras de la persona con la que conversa. Porque, en definitiva, eso es lo que hacemos cuando leemos un libro. Conversar con alguien que, ya de antemano, ha concluido su intervención. Con alguien que escribe algo para que el lector lo termine. Confiando eso sí, en que le pellizque de algún modo. Cito textualmente: “Me reconozco en tu palabra y, cuando siento que el mensaje me está dirigido, se produce en mí una instantánea felicidad”. De esta manera tan poética lo expresa Raquel en el libro.
Todo empezó con un regalo. Hará cosa de un mes. A las puertas de una iglesia. Con el ayuntamiento por testigo. Raquel me regaló el libro. Con todo lo que eso supone. Porque, de acuerdo con sus propias palabras, regalar un libro es, ante todo, donar una experiencia que nos conmueve. Eso hizo. Me lo regaló como los buenos maestros regalan a sus alumnos sus conocimientos en forma de conversación. Igual si les estuvieran regalando un tesoro. O, lo que sería aún mejor, una pasión. Tal vez sea por eso que Raquel escribe que el maestro enseña un Amor. Un Amor con mayúsculas. Porque este sentimiento es el engranaje que todo lo mueve cuando dos personas se acercan a conversar. El caso es que Raquel, pudiendo haber comenzado su ensayo por cualquier otro aspecto, lo ha iniciado por aquí. Por el capítulo que ha titulado, con buen criterio, “Maestros y discípulos”. Esta parte del libro, la que podríamos calificar de pedagógica, me toca muy de cerca. Y, por eso, comparto las inquietudes de Raquel al constatar que son ya pocos los maestros que pueden dirigirse a su alumnado como filósofos, es decir, invitándolos a pensar desde un lugar incómodo. Un lugar que les genere curiosidad e intranquilidad y una piza de rebeldía, que son las claves del pensamiento crítico. Sí. Son ya pocos. Pues, una vez aniquilada la creatividad, la mayoría de los maestros, constreñidos por unas exigencias políticas más que pedagógicas, se dirigen a sus alumnos como auténticos funcionarios. Raquel lo explica en el texto mucho mejor que yo. La cito de nuevo: “Me pregunto dónde están hoy los maestros y si es posible, teniendo en cuenta las condiciones en las que trabajamos, que sigan existiendo”.
La Tertulia del Café de Pombo (1920), de José Gutiérrez Solana.
Antes de cambiar de tercio, conviene añadir que Raquel, a ritmo de tango, cierra este capítulo tan excitante dándose un garbeo por la Granada del café La Tertulia con el objetivo de presentarnos a Javier Egea, que fue un genio, un genio también maldito a su manera
Pues eso. Un amor. Pero los niños crecen. Es ley de vida. Siempre lo han hecho. Y, entonces, abandonan el mundo maravilloso de la infancia y de los juegos y de los patios de los colegios y, si les pica el gusanillo de los libros, empiezan a formar parte de otros ámbitos en los que podrán seguir hablando de literatura. Manías de letraheridos. Generando, de ese modo, diferentes “Piezas de conversación”. Precisamente así ha titulado la autora este apartado de su ensayo. El segundo. En el que, partiendo de un cuadro de Solana, un cuadro en el que Gómez de la Serna posa rodeado de sus acólitos en el café Pombo, Raquel nos lleva de viaje por los principales lugares de encuentro y conversación que a lo largo de la historia han sido. Así, desde el Pombo, desandando ese camino que tiene la costumbre de llevarnos siempre hacia delante, nos conduce hasta los salones del siglo XVIII, en los que las conversaciones eran un juego sutil con el que lograr un cierto prestigio social. Salones que, por otra parte, también tuvieron su pintor. Jean – Antoine Watteau, quien mostró en sus lienzos aquella cultura de la conversación que se generó en Francia, para luego expandirse a otras plazas europeas. Una de las circunstancias más destacables de estas tertulias, tan elegantes y refinadas, es que propiciaron que la mujer, al menos la que estaba emparentada con la nobleza, abandonara el ámbito doméstico. Y, por ello, no fueron pocas las que llegaron a liderar los salones de mayor prestigio. Al menos durante un tiempo. Vamos. Lo que uno tarda en degustar ese puñado de páginas. Porque, sin solución de continuidad, Raquel nos traslada, desde ese lujo, hasta el lado opuesto de la opulencia. Hasta el malditismo. El malditismo que surge, con otras denominaciones más rimbombantes, todo hay que decirlo, por el desencanto urbano y la desesperación de los autores que se quedaron fuera de los circuitos comerciales literarios. Los llamados infrarrealistas o viscelaristas, poetas en su mayoría, vivían entre brumas de alcohol, rechazando la cultura oficial y sintiendo la poesía como un acto desesperado, ligado al presente. Un poco a lo James Dean. Como si no hubiera un mañana. Así nos lo hizo saber, por ejemplo, Vila Matas, desde París, cuando escribió que las cosas brillantes solemos hacerlas de repente. Y pare usted de contar. Vila Matas que se largó a la capital del Sena para vivir la fiesta de Hemingway y, una vez allí, igual que otros visceralistas, acabó tomando café con leche en las terrazas, sin catar ni una gotica de coñac, porque eran más pobres que las ratas. No cabe duda de que estos poetas cumplieron a rajatabla con su propio lema: ser poesía antes que hacer poesía. El caso es que, con Vila Matas, se clausura el tiempo de los salones literarios y de las charlas en los bares de tú a tú para dar paso a la conferencia, que es lo que suelen hacer ahora aquellos escritores que se precian de serlo. El escritor como objeto de consumo. Pues eso. Que el capitalismo, siempre tan glotón, acaba tragándoselo todo. No obstante, antes de cambiar de tercio, conviene añadir que Raquel, a ritmo de tango, cierra este capítulo tan excitante dándose un garbeo por la Granada del café La Tertulia con el objetivo de presentarnos a Javier Egea, que fue un genio, un genio también maldito a su manera, pues, pese a constituirse por méritos propios en el germen de la Otra sentimentalidad, se quedó anclado para siempre en el furgón de cola de su generación. En palabras de Raquel. La poesía de Javier Egea está construida alrededor de una tensión: “el amor como un acto de resistencia frente al mundo y, al mismo tiempo, como una fuerte derrota”.
Y de ahí, del jolgorio y del jaleo y del runrún desesperado de los bares, a la más estricta intimidad. “Conversaciones muy tarde ya en la noche”, es el capítulo que le pone en bandeja a Raquel F. Cobo la posibilidad de hablarnos de la correspondencia entre ilustres personajes de la conversación literaria
Y de ahí, del jolgorio y del jaleo y del runrún desesperado de los bares, a la más estricta intimidad. “Conversaciones muy tarde ya en la noche”, es el capítulo que le pone en bandeja a Raquel F. Cobo la posibilidad de hablarnos de la correspondencia entre ilustres personajes de la conversación literaria. Un capítulo que desarrolla con maestría, hasta hacer de él una pequeña joya del género. Y escribo esto aun sabiendo que estoy cayendo en el elogio que, de acuerdo con las normas que fijaron Carmen Martín Gaite y Juan Benet para sus intercambios epistolares, sería la forma más ñoña de comunicación. Carmen Martín Gaite, no lo olvidemos, que siempre recurrió a la conversación para buscar la verdad en compañía y que, tal vez por ello, en su novela “Retahílas”, nos dejó una reflexión que hubiera servido perfectamente para encabezar esta reseña: “Yo comprendo que la gente que no tiene con quien hablar se vuelva loca”. Y desde ellos, desde Martín Gaite y Benet, sí, desde esas cartas que se les fueron menguando con los años hasta sumir a la primera en la tristeza, hasta llegar a “Aposento”, la obra, cuyo tema central es también el ansia de comunicación con el otro, en la que Miguel Ángel Muñoz dialoga con Mercedes Soriano, una autora almeriense maltratada por el tiempo a la que nunca llegó a conocer. Pasando, naturalmente, y nunca de soslayo, por otras correspondencias inolvidables, muchas de las cuales acabaron publicadas para disfrute de sus lectores pues, gracias a ellas, hemos podido acceder a las reflexiones más íntimas, y a las preocupaciones y a los credos, y a las devociones y a las fobias de nuestros escritores y escritoras de referencia. No faltan en el libro de Raquel las cartas entre Kafka, siempre tan Kafkiano, a saber, “el mayor dolor humano es el vacío de la incomunicación”, y Felice Bauer; ni las de María Zambrano a José Ángel Valente, generalmente, a modo de reproche, pues de él ni siquiera esperaba la malagueña una mala contestación; ni las que se intercambiaron Cristina Peri Rossi y Julio Cortázar, esas que ni siquiera conocemos, pues sólo llegaron a publicarse las que ella le escribió después de muerto, claro, si es que un personaje como Julio Cortázar pudiera morirse alguna vez; ni las de Alejandra Pizarnik, que consideraba, como Cesare Pavese, que la imposibilidad de comunicarse también puede ser una fuente de creación artística, ya que el origen de cualquier pensamiento no está en el asombro sino en la desesperación. Ahí es donde se les notaba a ambos que habían leído a Kierkegaard. Tal vez fuera por ello que la Pizarnik acabó refugiándose en sus diarios y transformó su vida en una forma patente de literatura. En fin. Imposible detenerme en todos.
Y todo este recorrido, página a página, capítulo a capítulo, siempre de la mano de Ricardo Piglia que, a lo largo y ancho del texto, es raro que no encuentre un momento propicio para dialogar con el lector, y con la autora
Y todo este recorrido, página a página, capítulo a capítulo, siempre de la mano de Ricardo Piglia que, a lo largo y ancho del texto, es raro que no encuentre un momento propicio para dialogar con el lector, y con la autora, sólo faltaba, a ver, no por las buenas, sino con la excusa de dar la cara por alguien, o de poner algunos puntos sobre las íes, o de matizar o enmendar o glosar a algún compañero de viaje.
Pues eso. Que la conversación, de acuerdo con la teoría de Turkle, desapareció en el año 2009. Sin dejar rastro. Tal vez arrasada por las fugacidades de nuestro tiempo, o por esas urgencias que no nos permiten profundizar en ningún aspecto de la vida. Que incluso nos privan de ejercer la amistad como es debido, una amistad sin paliativos, una de esas que debería ser, ante todo, un ejercicio de caridad y de cuidado. Sí. 2009. Eso afirma Turkle. Como si tal cosa. Yo, la verdad, no lo recuerdo con exactitud, pero es cierto que, del mismo modo, también he olvidado la última conversación que mantuve. Sobre literatura o sobre cualquier otra cosa. A ver. No una del tipo cariño, he encogido al niño. Sino una conversación que se base en estar presentes, pisando el mismo suelo incluso al otro lado de un dispositivo electrónico de última generación; y en ser, por supuesto, sólo faltaba, generosos con nuestra atención; y en aceptar que la verdad es frágil, que el diálogo no puede ser, en ningún caso, un acto de imposición sino de descubrimiento mutuo; y, por último, en comprender que cada intercambio deja una huella en quienes lo llevan a cabo, no por lo que nos enseña, sino porque nos pone ante el espejo y nos revela algo sorprendente de nosotros mismos. En fin. Se ve que el mundo sin cartas, plagado de telegramas, ya ni eso, y de conversaciones vacías, que nos anticipaba Pedro Salinas, ya ha llegado. Pues eso. ¿Desde cuándo no he tenido yo una conversación con estos requisitos que tan minuciosamente nos describe Raquel F. Cobo en su libro? Con los requisitos mínimos que debería cumplir cualquier conversación que se precie de serlo. Una conversación que aspirase, a la manera de Rick Blaine y el capitán Louis Renault en aquel aeropuerto crepuscular de la Casablanca de Michael Curtiz, a ser el germen de una hermosa amistad.
También podemos encontrar algunos de sus poemas en antologías de diversa índole, destacando entre las mismas “Todo es poesía en Granada” (2015), “Ciudad celeste” (2016), “Lift off Especial Bowie” (2016), “Antología de poesía iberoamericana actual” (2018), “Antología de poesía viejoven” (2020), “Cabo de Gata: espuma y versos” (2021), “Humuvia” (2023) y “Almería es poesía” (2025).
Además, por su obra poética ha obtenido numerosos reconocimientos, como el VII Certamen Águila de Poesía, el VIII Premio Federico Muelas y, más recientemente, el XLV Premio de Poesía “Rafael Morales”.
Maestro de profesión, Martínez Clares fue director de la revista “Puerta de la Villa”, ha formado parte del Departamento de Arte y Literatura del Instituto de Estudios Almerienses y, en la actualidad, colabora en diversos medios digitales y en revistas literarias.
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