'Mejor ser Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 19 de Diciembre de 2021
'Socrates Look' por Ana Maria Edulescu.
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'Socrates Look' por Ana Maria Edulescu.
'El sabio querrá estar siempre con quien es mejor que él'. Platón

'Es mejor ser un humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho'. Stuart Mill

¿Es mejor saber a pesar de que puede provocarte insatisfacción, o es mejor no saber, convertirte en necio y estar satisfecho? A primera vista pareciera una pregunta tonta ¿quién no quisiera ser más sabio? De hecho, últimamente se ha hecho hasta negocio de ello, con todas esas pseudociencias, pseudoterapias, pseudotonterías, que te venden la sabiduría encapsulada en 4 frases hechas vacías, que valen para un roto y para un descosido. Antes teníamos los horóscopos en los periódicos, que al menos venían gratuitos con las noticias, ahora tenemos el negocio de los gurús que en libros, seminarios, charlas y demás, se ganan su vida empobreciendo la tuya. Probablemente no te hagan más sabio, pero sí demuestra que los que se enriquecen son más astutos, o que carecen de escrúpulos éticos. Te prometen paz mental, hacerte rico, ligar más, ser más simpático y hasta mejorar tu salud física. Te recitan mantras de axiomas que si sigues cambiaran tu vida, y casi todos sus argumentos se resumen en este estúpido principio: querer es poder.

No, querer no es poder. La voluntad tiene un papel en la creación de nuestra personalidad y de nuestros éxitos o fracasos, pero también hay otros muchos factores que inciden; entornos familiares, culturales, genética, acontecimientos más o menos azarosos que suceden, y mil detalles más, la mayoría de los cuales se escapan a tu control, quieras o no quieras que esto sea así

No, querer no es poder. La voluntad tiene un papel en la creación de nuestra personalidad y de nuestros éxitos o fracasos, pero también hay otros muchos factores que inciden; entornos familiares, culturales, genética, acontecimientos más o menos azarosos que suceden, y mil detalles más, la mayoría de los cuales se escapan a tu control, quieras o no quieras que esto sea así. No es sabio decirles a los niños que querer poder hacer algo es ser capaz de hacerlo, entre otras cosas, porque salvo al pequeño tanto por ciento al que esa conjunción de casualidades y circunstancias personales, económicas, sociales y vitales, se lo permiten, con el resto estamos creando una generación de adolescentes frustrados que devienen en jóvenes inseguros que terminan creando adultos amargados. Es igual que aquellos que recurren a la meritocracia para justificar el mantenimiento del status quo económico y social. Una falacia más. 

La respuesta a porqué tiene sentido preguntarse si merece la pena buscar la sabiduría, la de verdad, la que no te hace más astuto, o presuntamente listo, sino aquella que amplia tus horizontes vitales y culturales, que te llena de preguntas y dudas por cada certeza que alcanzas, que te da tantas seguridades como quietudes, es porque entre otras muchas cosas sirve para no dejarte engañar en un mundo lleno de sombras e ilusiones. Y a ser posible, alcanzar un precario equilibrio en tu vida, que si no te permite alcanzar un goce permanente, nada lo hace, al menos te permita tanto gestionar el dolor como disfrutar del placer cuando llega.

Aprender a ser sabios nos guía por ese camino, que nunca es recto, que no carece de obstáculos o encrucijadas que nos desvían, y cuya meta nunca tiene por objetivo premiar a quien llegue antes, sino satisfacer al que termine por llegar

Aristóteles decía que el sabio es aquel que sabe todo, añadiendo el imprescindible en la medida que es posible. Y la sabiduría tiene una virtud sin la cual no puede existir; la prudencia. Tu conocimiento no solo es falible, sino que tiene límites. Ser consciente de los límites de lo que uno sabe y de lo que es mera opinión, es imprescindible, aunque habitualmente diluimos por nuestra soberbia la frontera entre ambas cosas. En sus Principios de la filosofía Descartes define a la sabiduría por la prudencia en el obrar; un conocimiento de cuanto el hombre puede conocer, bien en relación con la conducta que debe adoptar en la vida, bien en relación con la conservación de la salud o con la invención  de todas las artes. Aprender a ser sabio tiene mucho que ver con la prudencia de no pretender exceder los límites, aceptarlos, y en todo caso tratar de expandirlos en los conocimientos que lo permitan. El pensamiento cartesiano ofrece un método para encontrar certezas, pero el interés que guía su búsqueda de la sabiduría es aprender a vivir, si es posible éticamente. La sabiduría tiene una esfera teórica, pero carece de sentido si no encontramos herramientas  prácticas para que sirva a la vida, a vivir bien. Con salud y honestidad. Aprender a ser sabios nos guía por ese camino, que nunca es recto, que no carece de obstáculos o encrucijadas que nos desvían, y cuya meta nunca tiene por objetivo premiar a quien llegue antes, sino satisfacer al que termine por llegar. Juan Luis Vives el filósofo español del siglo XVI resume en una sentencia el corazón de la búsqueda de la sabiduría: Muchos habrían podido llegar a la sabiduría si no se hubieran creído ya suficientemente sabios. Cuando la soberbia entra por la puerta, la sabiduría suele salir por la ventana, parafraseando el sabio proverbio popular.

Lo que continuamente hacen aquellos que confunden el derecho a opinar con pretender que su opinión vale lo mismo que la de otros, que saben más o tienen más conocimientos científicos del tema

El filósofo francés Foucault establece el lugar de aquello que consideramos sabiduría entre la opinión y el conocimiento científico. Un saber con sus propias reglas. La opinión no es sabiduría, al igual que no es equiparable al conocimiento científico, por mucho que hoy día se ensalce como un logro la democratización de la opinión: todos (al menos en los países que lo permiten) podemos opinar de todo, y eso es bueno. El problema es confundir que todo el mundo pueda opinar libremente de cualquier cuestión, con la sabiduría o la ciencia. Toda opinión es libre, pero ni es sabiduría, ni ciencia, ni tiene por qué merecer la pena, y no tiene por qué ser salvaguardada contra las críticas furibundas si así lo merece. Una opinión homófoba es libre, pero no es respetable. Una opinión machista es libre, pero es deplorable. Una opinión racista es libre pero es una vergüenza. Opinar no es saber. Opinar que hay una conspiración para ponernos chips o controlarnos o engañarnos con las vacunas es libre, pero es una estupidez. Más aún si se pretende revestir con la protección del saber o de la ciencia. Y la libertad de opinar no puede pretender que valga lo mismo el saber de una comunidad científica que abrumadoramente nos advierte de las graves consecuencias del cambio climático o de no ponerse una vacuna, con la opinión de unos fanáticos que al albor de la democratización de internet lo niegan. Yo puedo opinar que jugadores merecen ir a la selección de futbol, pero pretender que tengo el mismo conocimiento y sabiduría que el seleccionador es tomar a la gente por imbécil. Lo que continuamente hacen aquellos que confunden el derecho a opinar con pretender que su opinión vale lo mismo que la de otros, que saben más o tienen más conocimientos científicos del tema.

Cicerón, que como buen romano todo lo veía desde el lado práctico, insistía en que no basta con adquirir la sabiduría, es preciso usarla. En consonancia con Descartes y muchos más sabios posteriores, comprendía que no vale de nada un conocimiento, una sabiduría, que no te permita tu objetivo principal; vivir mejor. Eso no tiene que ver con reducir la sabiduría al interés por lo cuantitativo, lo económico, o lo placentero. Tiene que ver con que comprender el mundo, la vida, la realidad, la existencia, la belleza, el sentido y significado de las cosas, es útil para comprender y disfrutar lo que ha de importarte, el valor de tu vida, y por extensión lógica y sabia, el valor de la vida de los demás.

Si queremos ser un poco más sabios podemos comenzar por hacer caso a un proverbio tan antiguo como el ser humano; rodéate de gente que lo sea. No es lo más común, por envidia, por complejo, por soberbia, entre otras cosas

Si queremos ser un poco más sabios podemos comenzar por hacer caso a un proverbio tan antiguo como el ser humano; rodéate de gente que lo sea. No es lo más común, por envidia, por complejo, por soberbia, entre otras cosas. Pero si prefieres rodearte de la mediocridad, luego no te extrañes de terminar siéndolo tú mismo. Un sabio nunca destacará por su verborrea, más bien es síntoma de todo lo contrario; como decía el satírico poeta alemán Wilhelm Busch: pensamientos tontos los tenemos todos, pero el sabio se los calla. El sabio nunca deja de aprender, porque nunca deja de escuchar, que es más importante en el camino a la sabiduría que hablar. Todos tienen algo que enseñarnos, hasta el necio con sus necedades; el político romano Marco Porcio Catón nos lo dejaba claro: el sabio aprende más del necio, que el necio del sabio. En línea paralela a la argumentación de Catón, nuestro Miguel de Cervantes advierte de aquellos que buscan más la aprobación de una multitud de necios, que el reconocimiento de un puñado de sabios: Es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los muchos necios.

La sabiduría no depende de lo mucho que te aprendas de memoria determinados conocimientos, sino de tu habilidad para interpretarlos y adaptarlos a tu realidad y a la que te circunscribe. Se necesita práctica, perseverancia, humildad, aceptación de los errores propios, tanto o más que de los ajenos, y otras virtudes que han de acompañarte en tu búsqueda. Nunca dada por terminada, nunca satisfecha. ¿Por qué buscar la sabiduría? Puede que te genere más dudas o insatisfacción que no quedarte felizmente perdido en la inopia de la ignorancia, pero la alternativa es nefasta. Convertirte en un necio al albur de los caprichos de los que son tan necios como tú, pero probablemente dispongan de mayor ambición o poder o ambas cosas. 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”