La razón no tiene quien le escriba
'Somos todos tan limitados que creemos siempre tener razón'. Johann W. Goethe
Aunque pudiera parecer una incongruencia, en estos tiempos donde se ha extendido la idea de que la ignorancia es una virtud, y la irracionalidad un mérito, la capacidad de razonar, la razón como instrumento para aprender a desenmascarar el pensamiento irracional es indispensable. Sin la razón qué somos, meros animales dejados al albur del instinto, del miedo, de la rabia. Todo ser humano viene de serie con la capacidad de razonar, de elevarse sobre la naturaleza humana que le ancla y le convierte en prisionero de los instintos. El sentido común no viene a ser sino la presuposición de que si nos dan a elegir entre la visceralidad del instinto guiado por el miedo, la rabia o cualquier otra inclinación primaria, y la racionalidad que nos permite elaborar críticamente conceptos para comprender el mundo y comprender(nos) a través del diálogo mesurado con los demás, elegiremos esta opción. O al menos, así se supone que habría de ser. Desgraciadamente, la contundencia con la que seguimos tropezando tozudamente con la misma piedra, hasta le haría perder la fe en el ser humano al más devoto e incauto de los irredentos optimistas de la razón, que han pululado, y a pesar de todo, aun lo hacen, por las aceras de nuestra irracional y gris realidad.
Si el corazón te lo dice es auténtico, si el instinto nos dice algo, es verdadero, y de paso, si sentimos un escalofrío es que nos ha rozado un fantasma, o sandeces similares. La razón es dialógica, o no es razón. El solipsismo no suele hacer buenas migas con el pensamiento racional, demasiado ruido nos confunde, pero demasiado silencio, demasiado pensar solos, nos atonta
El filósofo británico John Locke en su Ensayo sobre el entendimiento humano establece cuatro grados de la razón; el primero y más alto es el descubrimiento y el hallazgo de verdades, el segundo, la disposición regular y metódica de ellas, y su colocación en un orden adecuado que permita percibir su conexión y su fuerza de manera clara y fácil; el tercero consiste en la percepción de su conexión, y el cuarto en establecer una conexión correcta. Cuatro grados que si fuéramos capaces de aplicar siguiendo ese sentido común, que se nos presupone, nos evitaría con total facilidad comportarnos como lo estamos haciendo; ovejas guiadas por lobos hacía el despeñadero. Y si por una casualidad cuántica que rompiera el espacio tiempo, Locke vislumbrara desde su siglo natal, el XVII, qué se entiende por razonar en las redes sociales, o por poner otro dramático ejemplo, en el Congreso de los Diputados, después de más de tres siglos de avance, abandonaría la filosofía y se iría a cultivar nabos o cualquier otra hortaliza, a alguna hacienda lo más alejada posible de la estupidez humana. El enciclopedista francés d'Alembert, que nacería pocas décadas después, decía que la razón acabaría por tener razón. Magro consuelo el que nos queda a los que aún confiamos que en estos enfermizos e irracionales tiempos, terminemos por ver algo de luz en el horizonte, y el ejercicio de la razón deje de ser una teoría y pase a ser una práctica.
Si nos dieran un céntimo por cada vez que nos contentamos solipsistamente con decirnos que tenemos razón, a estas alturas seríamos probablemente ricos. Si la razón no es compartida, sino somos capaces de dialogar con otros egos y otras presupuestas razones, caeríamos en la trampa que nos tiende el pensamiento irracional; Si el corazón te lo dice es auténtico, si el instinto nos dice algo, es verdadero, y de paso, si sentimos un escalofrío es que nos ha rozado un fantasma, o sandeces similares. La razón es dialógica, o no es razón. El solipsismo no suele hacer buenas migas con el pensamiento racional, demasiado ruido nos confunde, pero demasiado silencio, demasiado pensar solos, nos atonta. En demasiadas ocasiones confundimos tener razón, con que nos den la razón, aunque sea por agotamiento. Jacinto Benavente, el dramaturgo español escribía: solo temo a mis enemigos cuando empiezan a tener razón. Si miramos la realidad confusa que nos circunda, observaremos como reaccionamos cuando nos encontramos con argumentos racionales que nos hacen dudar de nuestras creencias, respondemos con el temor, y de ahí al odio hay un paso. Preferimos abrazar la irracionalidad de estos instintos, que aceptar que podemos estar equivocados; de ahí nace la intolerancia, de ahí nace el racismo, de ahí nace esa política del odio que pretende destruir todo aquello que no encaje en sus verdades.
Si la razón no es compartida, sino somos capaces de dialogar con otros egos y otras presupuestas razones, caeríamos en la trampa que nos tiende el pensamiento irracional; Si el corazón te lo dice es auténtico, si el instinto nos dice algo, es verdadero, y de paso, si sentimos un escalofrío es que nos ha rozado un fantasma, o sandeces similares
Otra de las características que desnudan el predominio de la irracionalidad en los asuntos públicos y privados de nuestra sociedad, es el exceso de locuacidad de aquellos que pretenden vendernos la burra para tratar de evitar que reflexionemos y razonemos; la primera virtud es frenar la lengua; es casi un dios quien teniendo razón sabe callar, nos aconsejaba Marcio Porcio Catón, político en los agitados tiempos de la Republica de Roma. Algún que otro político populista, tan presente en estos tiempos en nuestra sociedad, debiera aprender esa estoica lección. La razón no se lleva bien con los gritos ni con la exageración, nunca lo hizo, nunca lo hará, básicamente porque no lo necesita para persuadir, por el contrario, confía en que lleguemos por el mesurado camino de la racionalidad, como el alumbrado por Locke, a nuestras propias conclusiones, en diálogo con nuestro sentido de la razón, y el ajeno, en diálogo con el sentido común que se nos presupone.
Esas fuerzas que apagan las luces de la razón, tratan de convencernos que ésta no importa; esa proclama que se ha hecho tan famosa de “mi patria con razón o sin ella”, que aplicamos a tantos ámbitos de la vida. Si alguien me cae bien, o es familia, o quién sabe ya, es guapo o guapa, pues a darle la razón, aunque no la tenga, ya puestos. El terreno de las emociones más burdas nos embriaga y nos vuelve irredentos al razonamiento más simple, no importa la verdad o la mentira, tener razón o no, importa que son de los míos, que es mi patria, mi pueblo, mi calle o mis vecinos, o que me cae bien, y a los demás que los zurzan. Qué importa que yo esté actuando sin razón, lo que importa es que imponga mi razón. A este paso vamos a convertir el irónico aforismo del escritor inglés Chesterton en triste verdad: loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo, todo, menos la razón. Era tan evidente el absurdo de defender algo, o a alguien, por el mero hecho ser de los nuestros, que hasta un filósofo tan mesurado como René Descartes, en una época más reaccionaria a la razón que la nuestra, o eso pareciera, tenía que hacernos ver lo obvio: Hemos de pensar que los que sostienen opiniones contrarias a las nuestras no son necesariamente bárbaros; muchos saben usar la razón tan bien como nosotros, y hasta mejor. O, siempre queda hacerle caso al romántico poeta alemán Goethe: el que quiera tener razón, y habla solo, siempre logrará su objetivo.
No es fácil librarse del ruido que ensordece la razón, está presente en las redes sociales, que son nuestra segunda naturaleza, a las que cada vez más le concedemos más valor de realidad que a lo real
No es fácil librarse del ruido que ensordece la razón, está presente en las redes sociales, que son nuestra segunda naturaleza, a las que cada vez más le concedemos más valor de realidad que a lo real. Está presente en las pantallas que nos devuelven reflejos deformados de nuestros anhelos, en las guerras culturales que son un preocupante síntoma del horizonte social de nuestros tiempos, está omnipresente en la política. Mientras más ruido y más gritos haya, más necesitaríamos hacer caso al poeta italiano Arturo Graf: el saber y la razón hablan, la ignorancia y el error gritan. Solo ese síntoma, ver quienes gritan, nos indicaría que actitud hemos de tomar ante algo o ante alguien. De equivocarnos, de errar, no nos libra nadie. Ese no es el problema, sin errores no habría sabiduría, sin ellos nunca necesitaríamos la razón. Errar es lo común, acertar, no tanto. En los asuntos importantes no debe paralizarnos el miedo al error en la opinión, pero si tener bien presentes las palabras de Thomas Jefferson: el error en la opinión puede ser tolerado si la razón es dejada libre para combatirlo. O como dijo al otro lado del océano el británico Samuel Johnson el mismo siglo de las luces, se puede tomar como compañera a la fantasía, pero se debe tener como guía a la razón.
La realidad es plural, y sin duda hay hueco para diferentes perspectivas, eso es parte del rompecabezas que la razón ha de armar en nuestra búsqueda del conocimiento veraz; pero una cosa es el perspectivismo, y otra el egocentrismo
La realidad es plural, y sin duda hay hueco para diferentes perspectivas, eso es parte del rompecabezas que la razón ha de armar en nuestra búsqueda del conocimiento veraz; pero una cosa es el perspectivismo, y otra el egocentrismo; Lo contrario a la razón es también contrario a la verdad cierta e indispensable, mientras que lo superior a la razón es contrario tan solo a nuestro modo de ver las cosas. A esa iluminada frase del filósofo y matemático alemán Leibniz, éste añade otra que nos ayuda a comprender las trampas que la ignorancia nos causa en nuestra búsqueda de la verdad; sobre las cosas que se conocen, siempre se tiene mejor opinión. Tendemos a aceptar mejor aquello que conocemos, y lo valoramos más, despreciando lo que se nos muestra como ajeno, sin realmente conocerlo. El rechazo por principio, de todo lo ajeno, sin un análisis crítico, ese mejor lo malo conocido que lo malo por conocer, pone trabas al conocimiento, abre caminos al pensamiento irracional. De lo desconocido solo hemos de temer el miedo a conocerlo. Sin conocer algo, no hay posibilidad de ejercer la capacidad natural de raciocinio sobre el mismo, y sin raciocinio no hay juicio posible. Sin juicio crítico y mesurado solo nos queda la irracionalidad, el miedo y la oscuridad de la ignorancia.
La razón no tiene quien le escriba, preferimos escribir a aquello que nos produce más placer, más emoción, que alimenta nuestras entrañas, porque nos hace sentir una apariencia de control sobre lo incontrolable, la vida, con toda su grandeza y toda su miseria. Preferimos guiarnos por nuestros cómodos prejuicios, que nos ciegan, antes que preferir verdades que nos deslumbren. Una ceguera es permanente, la otra pasajera. Los prejuicios son la razón de los tontos, decía Voltaire, está por ver si estos terminarán por heredar la tierra antes que aquellos que buscan tentativamente la verdad. A este paso, probablemente.