Los olvidados
No dejamos de hablar sobre lo que está ocurriendo en Cataluña, esa rebelión de una parte de la sociedad que trata de imponer su identidad por encima de la española. Y mientras avanza el proceso electoral que dirimirá en el mejor de los casos el futuro de esta tierra, si no es que ocurriese algo que aún empeorara la situación, miles de agentes de la Guardia Civil y la Policía Nacional están permanentemente lejos de sus hogares para garantizar la seguridad y el orden en una Comunidad Autónoma donde se encuentran con otros agentes, los Mossos d´Escuadra, que hacen lo mismo solo que en su propia casa y cobrando un salario mucho más abultado.
Hace unos días recibí uno de esos mensajes de WhatsApp que uno nunca sabe muy bien de donde proceden pero que estaba escrito por la mujer de un agente bajo el encabezamiento de: «¿Qué significa ser mujer de Guardia Civil?» Básicamente hablaba de la incertidumbre de vivir unido a alguien que nunca ofrece garantías a la hora de hacer planes, de las continuas ausencias, de las preocupaciones por su propia vida, de la capacidad de aguante ante los ciudadanos que no tienen dificultades para mostrar su acritud hacia ese cuerpo policial, de los sacrificios, de los hijos que preguntan por un padre que a veces está y la mayoría, no. Y finaliza su discurso con la proclama de que, a pesar de los avatares del destino, ni se arrepiente ni siente más que orgullo por lo que es: esposa de Guardia Civil.
Los guardias civiles fueron, a mi parecer, los verdaderos olvidados de aquella sangrienta contienda entre terroristas y el resto de la sociedad, tratados en muchas ocasiones como víctimas de segunda, aunque también ellos dejaran viudas, hijos, padres, hermanos que jamás les podrán olvidar
Y la emocionada declaración de esta mujer anónima me ha evocado reminiscencias de mi juventud en un País Vasco donde incluso los que estábamos en contra de los atentados y de ETA no podíamos abstraernos de considerar a este cuerpo policial como represor, intruso y representante del gobierno madrileño que aplicaba leyes antiterroristas a personas inocentes en ocasiones y contribuía a expandir el miedo en la sociedad. Estoy hablando de los años 80, cuando el asesinato de un Guardia Civil se recibía allí como un pago necesario a lo que veíamos como una invasión. Todavía recuerdo comentarios de compañeros, chavales de instituto, en teoría no radicales ni defensores de ETA, que al enterarse de que habían matado a un agente en nuestro pueblo respondían: «Bueno, era un Guardia Civil, ¡qué más da! .
Afortunadamente uno evoluciona, en parte porque es capaz de ponerse en el lugar del otro. Durante el proceso de recopilación de información para escribir mi segunda novela, “Búscame bajo la lluvia”, sobre ETA y el País Vasco, me imbuí en la vida de estas familias que padecieron un calvario inimaginable mientras mi mente de chaval inconsciente asistía impávida al terrible espectáculo de la muerte provocada por manos terroristas. No es posible más que atisbar lo que suponía para estos jóvenes llegar desde Huelva, Granada o Extremadura a una tierra hostil donde sufrir atentados era la forma más habitual de abandonar definitivamente el cuerpo. ¿Y para sus familias? Mujeres que aguardaban en la Casa Cuartel hasta que oían con espanto un estruendo cercano que anunciaba la caída de alguno de ellos o recibían la noticia de que nunca volverían a verles la cara porque los habían matado. Hijos huérfanos que se enfrentaban al drama de ocultar la identidad de sus padres para evitar enfrentamientos y padres rotos y resignados, ante los cadáveres de sus hijos, por no haber podido convencerles de que no fueran a Euskadi.
Solo cuando ETA empezó a acabar con civiles, con políticos, periodistas o empresarios, la sociedad entera tomó consciencia de la magnitud del problema. Como si los agentes de la Guardia Civil no tuvieran derecho a quejarse o como si incluso desde el resto del Estado se les viera como soldados en una guerra, como algo consustancial al puesto e inevitable.
Fueron, a mi parecer, los verdaderos olvidados de aquella sangrienta contienda entre terroristas y el resto de la sociedad, tratados en muchas ocasiones como víctimas de segunda, aunque también ellos dejaran viudas, hijos, padres, hermanos que jamás les podrán olvidar.
No estamos dispuestos a escuchar que son la policía peor pagada de Europa junto a la Nacional, que vive una situación semejante sin poder objetar nada al respecto. No deseamos que nos cuenten que cuando los catalanes descubrieron dónde se alojaban en masa las autoridades les sacaron de hoteles confortables de Barcelona porque corría peligro su integridad y les enviaron a un barco con un Piolín gigante en vez de una X para señalar mejor el lugar
Y pasados los años, de nuevo, en Cataluña volvemos a escuchar someramente hablar de ellos, más que nada porque percibimos que nos atacan a través de las agresiones e insultos que reciben y les apoyamos como lo hacemos a la bandera, no porque nos importen demasiado sino porque es un símbolo de la consecución de nuestros deseos.
En realidad, no queremos oír. Nos importa muy poco que algunos de estos agentes lleven en Barcelona desde septiembre, casi sin poder moverse, alejados de sus familias, con la esperanza de cobrar un plus insuficiente que ni siquiera tienen claro cuando les cortarán. No estamos dispuestos a escuchar que son la policía peor pagada de Europa junto a la Nacional, que vive una situación semejante sin poder objetar nada al respecto. No deseamos que nos cuenten que cuando los catalanes descubrieron dónde se alojaban en masa las autoridades les sacaron de hoteles confortables de Barcelona porque corría peligro su integridad y les enviaron a un barco con un Piolín gigante en vez de una X para señalar mejor el lugar. Y tampoco nos interesa saber que muchos de ellos llegaron a aborrecer la pasta porque el cocinero italiano no hacía otra cosa, a diario, durante semanas, ni que las condiciones en las que convivían no eran ni mucho menos las mejores para unas personas que se suponía que estaban trabajando por la seguridad de todo un país. Y aunque se les despidiera desde Huelva con vítores que incentivaban el odio hacia ellos más que alentarles, haciéndoles por tanto un flaco favor, tampoco nos molestamos en indagar para descubrir que muchos de esos Guardias Civiles ni siquiera están conformes con la forma en que se ha gestionado el asunto catalán, pero son conscientes de sus obligaciones y callan y obedecen porque entienden que es parte de su trabajo.
Nos puede emocionar el testimonio de una mujer que vive a diario la ausencia de su esposo, por ser agente, pero son miles de ellas las que se sienten abandonadas, que deben hipotecar su futuro si quieren seguir a sus maridos, porque no es compatible con muchas profesiones el ser esposa de Guardia Civil, que este año tendrán que cenar solas en Nochebuena o Nochevieja porque esa misma tarde les avisarán para un servicio urgente y que contendrán sus lágrimas para que sus hijos no perciban el sufrimiento.
Tal vez el aislamiento de estas familias en casas cuarteles les aleje relativamente del resto de la sociedad y contribuya a que nos cueste más mostrar empatía con su situación, pero lo cierto es que ya va siendo hora de que tanto la sociedad como las autoridades competentes empiecen a poner en valor a unas personas que se juegan diariamente el tipo, que aprietan los dientes cuando les insultan, que sirven de parapeto en defensa de las ideas de unos gobernantes que elegimos todos nosotros y que son incluso capaces de dar la vida en su trabajo a cambio de un sueldo muy poco equilibrado que debería equipararse ya, al menos, al del resto de policías autonómicos.