Epicuro y la ciudad sin murallas
'Frente a las demás cosas es posible procurarse seguridad, pero frente a la muerte todos los humanos habitamos una ciudad sin murallas'. Epicuro
La muerte. Esa gran igualadora que a todos nos empareja, jóvenes y viejos, ricos y pobres, negros y blancos; humanos y mortales todos. El principio y el final de nuestra angustia existencial. Se podría decir que dejamos de ser niños la primera vez que nuestro agitado y alegre pensamiento infantil se detiene paralizado ante el miedo a ese vacío, ante esa oscuridad, ante ese final de toda autoconciencia y su ineludible destino. Quizá ese miedo pueda ser adormecido por el opio de la esperanza en que algo permanezca tras la muerte. De esa esperanza, de ese sobrecogimiento ante la propia mortalidad, de ese diálogo entre la carne que ansía vivir y el esqueleto que nos devuelve a la realidad de nuestro destino final, nacieron las religiones. Aun así, por mucha fe o por mucha esperanza que tengamos, no podemos desprendernos de esa angustia, podemos esconderla tras capas y capas de apresurados acontecimientos que requieren nuestra atención en el día a día, tras capas y capas de placeres, e incluso dolores, que nos recuerdan, ambos, que aún estamos vivos, pero siempre esa angustia está ahí, acosándonos desde la esquina de nuestra mirada, donde solo podemos percibir su sombra, hasta que de repente, en carne propia o ajena nos impone su peso y nos aplasta con su presencia. La muerte es la única certeza que viene garantizada al nacer, entre tanta incertidumbre que coronará nuestras vidas. No hay conciencia del tiempo, no hay vivencia del mismo, sin la certidumbre de que llegará un momento en el que el reloj no marcará más las horas. Solo sufrimiento nos espera sin aprender que ese transcurrir del minutero de la vida, en el que la aguja del reloj va marcando triunfos y fracasos, alegrías y lágrimas, placer y dolor, es el que da sentido al tiempo finito del que disponemos. Sin esa finitud, sin esa conciencia de que todo ha de terminar, sin el tic tac del reloj que se acerca al final del tiempo, ¿qué valor tendría la vida?
Hay quien piensa que aprender a vivir con esa hoja de Damocles sobre nuestras cabezas debería ser el único propósito de cualquier filosofía que merezca ese nombre. Quizá sea cierto, pero no podemos olvidar que no conseguimos aprender a sobrevivir a ese miedo a la muerte, sin antes haber aprendido a vivir
Hay quien piensa que aprender a vivir con esa hoja de Damocles sobre nuestras cabezas debería ser el único propósito de cualquier filosofía que merezca ese nombre. Quizá sea cierto, pero no podemos olvidar que no conseguimos aprender a sobrevivir a ese miedo a la muerte, sin antes haber aprendido a vivir; y hemos de ser conscientes de cada precioso instante en el que el dolor y el placer recorren nuestras venas diciéndonos que estamos vivos. Mientras la apatía y la indiferencia nos recuerdan la tragedia de no haber sabido vivir, arrepentidos de llegar al final de nuestra vida sin nada por lo que merezca la pena suspirar, sin algo hermoso que calme los instantes finales del declive de nuestra consciencia, sin el licor de la belleza y la alegría de haber sabido estar en el mundo.
En su Carta a Meneceo Epicuro define a la muerte como el más terrorífico de los males. Algo de lo que no podemos escapar, pues a todos nos llega tarde o temprano, por mucho que huyamos de su presencia, en la vida propia o ajena. Nadie siente su propia muerte, nos recuerda el filósofo heleno. Dos motivos, prosigue, pueden llevar a esa angustia; o bien el temor y la duda ante lo que haya tras el telón de la muerte o la disolución del yo. Ambos temores son irracionales señala, y ambos pueden tratarse con la reflexión filosófica. Epicuro no cree en la inmortalidad del alma, cree que existe como agregado de átomos, pero su existencia está asociada a la existencia de la carne, y se desintegra y desvanece con ella. Es ridículo, opina, entretenerse con fábulas o cuentos sobre castigos o premios de los dioses a un espíritu que sobreviva a la muerte del yo. Lo importante para la filosofía no es aprender a morir, pues es algo natural, y no tiene nada de espantoso para el que la sufre, pues ahí se detiene su sentir. La filosofía ha de ayudarnos a vivir. Esa es su misión, esa es su naturaleza. Mientras nosotros existimos no está presente y, cuando está presente, ya no estamos nosotros.
Epicuro, una vez rechazada la explicación sobrenatural a la supervivencia tras la muerte, se centra en cómo aprender a vivir con la angustia de ese cese de toda sensación, de toda experiencia, de no poder culminar alguna misión, de algún sentido del que nos hayamos dotado para (sobre) vivir. De ahí que nos recuerde: El tiempo infinito y el limitado contienen igual placer si uno mide los límites de éste mediante la reflexión. La carne concibe los límites del placer como infinitos y querría un tiempo infinito para procurárselos. Pero la mente, que ha comprendido la conclusión racional de la finalidad, y el límite de la carne y que ha desvanecido los temores a la eternidad nos procura una dicha perfecta. Y ya para nada tenemos necesidad de un tiempo ilimitado. El vivir más tiempo para experimentar placeres es un bien, en la medida en que lo alarga, pero no lo mejora, nos recuerda. Por eso todo el mundo deja la vida como si acabara de nacer hace un instante.
Aprender a morir es aprender cómo vivir. Aprender que no tiene sentido encontrar placer en la búsqueda de bienes inalcanzables y efímeros, que los placeres que importa son los cotidianos, aquellos que podemos disfrutar en continuidad, como la amistad
Aprender a morir es aprender cómo vivir. Aprender que no tiene sentido encontrar placer en la búsqueda de bienes inalcanzables y efímeros, que los placeres que importa son los cotidianos, aquellos que podemos disfrutar en continuidad, como la amistad. Placeres que no esperan, pues nacemos una sola vez, no dos, placeres que están a nuestro alcance, y que si la muerte brusca nos arrebatara su disfrute, no pudiéramos pensar que hemos vivido en una eterna búsqueda de placeres fugaces o inalcanzables. Qué pérdida de tiempo embarrarse en pasiones vanas como el odio o la envidia.
El temor a la muerte, ese terror paralizador, puede impedirnos darnos cuenta de todo aquello que tenemos en el presente, y lo terrible de esa angustia es que desperdiciamos demasiado tiempo, del limitado que tenemos, en desaprovechar esos bienes sencillos que nos proporciona la vida, que no cuestan más que la disposición de ánimo para aprovecharlos, y de los que tan fácilmente nos olvidamos. Ese temor también provoca una huida hacia delante, una búsqueda de honores y riquezas, un hambre, un ansia de ellas, que ya sea a nivel personal o convertida en objetivo final de una sociedad, solo puede llevarnos a la ruina. Lucrecio, que recogería el espíritu de Epicuro años después, escribe: En fin, la codicia y la ciega ambición de honores, que fuerzan a los míseros hombres a violar las fronteras del derecho y a veces, haciéndose cómplices y servidores del crimen, a esforzarse día y noche con empeñado trabajo para escalar el poder, tales llagas de la vida son en parte alimentadas por el temor a la muerte.
Solo hay una receta que calme para Epicuro el verdadero mal, que es el temor a la muerte, más que la muerte misma. Acostumbrarnos o resignarnos, qué más da, a la verdad de nuestra naturaleza corpórea, limitada. Aprender con alegría a vivir el placer cotidiano de las cosas sencillas, que nada cuestan, y aprender a vivir igualmente con el dolor que ineludiblemente nos acompañará, al que hemos de responder con la mayor dignidad posible. Ya sea el dolor de la enfermedad o de la perdida de alguien querido. No queda sino anclarse a la vida, como ese marinero que se ata al timón de un barco a punto de naufragar, pues no importa tanto ese puerto al que tarde o temprano todos hemos de llegar, sino haber encontrado la fortaleza, a pesar de las tormentas que destrozaron nuestros mástiles y las fugas de agua que amenazaron con ahogarnos, para mantener el rumbo, con dignidad a pesar del dolor, con una sonrisa a pesar de las lágrimas, pues qué otra cosa puede dar valor a una vida, la propia, y a la de aquellos que nos rodean.
Pero qué hay de los que se quedan, de aquellos que no se enfrentan al vacío de su autoconciencia, sino a un agujero en su corazón que nunca podrá ser llenado al perder a un ser querido, un vacío que nunca va a desaparecer
Se puede tratar con la angustia que nos provoca la propia muerte, quizá eso sea lo más fácil, se puede recurrir a la religión, se puede recurrir a la filosofía, e incluso se puede recurrir a cualquier estúpida banalidad que se le ocurra a algún gurú que nos trate como a niños a los que hay que calmarles sus miedos. Pero qué hay de los que se quedan, de aquellos que no se enfrentan al vacío de su autoconciencia, sino a un agujero en su corazón que nunca podrá ser llenado al perder a un ser querido, un vacío que nunca va a desaparecer. Nos quedan memorias, recuerdos llenos de dolor por la pérdida, tan solo calmados, a ratos, por el amor que despiertan los recuerdos agridulces de los momentos compartidos. Cómo tratar con esa pérdida. La piedra filosofal de cualquier medicina espiritual para seguir viviendo, cuando ya nada sabe igual, cuando nada se ve igual, cuando nada se espera de la misma forma, cuando toda sonrisa es forzada y cuando toda lágrima acude a nuestros ojos con la naturalidad con la que respiramos.
No hay más receta, más piedra filosofal que afrontar la perdida como afrontamos ese temor a la muerte propia. Sabiendo que nuestro corazón herido nunca será el mismo, que nada será igual, pero que en esa fragilidad puede haber un sentido, algo que no nos va a devolver el mismo sabor a la vida, pero que puede ayudarnos a encontrar, a pesar de todo, belleza en ella, frágil, quizá, pero belleza al fin y al cabo. Esas cosas cotidianas, esos gestos, ese amor o esa amistad, esa sonrisa, esa gente que nos necesita, que sigue presente en nuestra vida, e incluso algunos que todavía han de aparecer, y que merecen que volvamos poco a poco a recuperar un ritmo, una mirada serena, pequeñas sonrisas y placeres, que nos vuelvan a anclar en medio de la tormenta y recuperar ese timón que nos lleve a través de los naufragios de la vida. El puerto nos espera, a todos, pero, ¿qué prisa hay por llegar?