Lapido esencial
Cuatro décadas lleva abierta la madrileña sala Galileo, haciéndose acreedora del calificativo de bar musical ‘legendario’, y más viendo en sus paredes los retratos de los miles de artistas que han pasado por allí. Todos, o casi, hasta este fin de semana cuando por primera vez lo hacía Lapido, que faltaba, para completar la colección. Ausencia que reconoció hasta su mismo propietario con un “ya era hora”.
Y a la misma que se promocionaba la vergonzosa gala final del festival de Benidorm, mostrando cómo entiende la televisión pública (subrayo: ‘pública’) el concepto de música, Lapido completaba el censo, tanto de localidades como de artistas de la Galileo. Un coqueto espacio, antiguo cine, con aires de cafetín añoso, perfecto para acercarse a la música, y cuanto más bajisonante y elemental mejor. Llevaban las entradas vendidas casi un mes, y los más rezagados pudieron encontrar hueco al fondo, en el ambigú.
El trabajo del teclista Raúl Bernal con Quique González permitió excepcionalmente conocer a un José Ignacio García en soledad “con mis demonios”, como él mismo dijo, y escuchar sus canciones tan desnudas como cuando nacieron. Un lujo
Anunciado como concierto ‘acústico’, uno esperaba la presencia de Lapido con ‘un señor de Murcia’, Raúl Bernal, su fiel socio en estos lances recoletos, pero el trabajo del teclista con Quique González permitió excepcionalmente conocer a un José Ignacio García en soledad “con mis demonios”, como él mismo dijo, y escuchar sus canciones tan desnudas como cuando nacieron. Un lujo.
Confesada personalmente su intranquilidad por hacerlo así, por primera vez en Madrid con la sola compañía de sus guitarras, serio y de oscuro como siempre, parecía que iba a arrancarse como un antiguo usuario de la misma banqueta: “saben aquel que diu…”, pero no, comenzó diciendo: “Como un mar que devuelve cadáveres, en ofrenda pagana a algún dios, me uno al coro salvaje de ángeles, con la voz de la confusión (‘La lluvia del atardecer’).
Fue una auténtica y larga sesión gourmet, para un público absolutamente militante, ávido por degustar la delicatessen que se le ofrecía, y que le devolvió desde el primer minuto la confianza para expresarse en familia bien avenida, y sin cuñados. Tímido para la locuacidad habitual en un cantautor, goteó algunas autobromas sobre su veteranía, y explicó ciertas interioridades de sus canciones “ésta quería que fuera a ritmo de vals, como los de Strauss hijo, así somos lo clásicos”.
También hubo buen Shuffle y Country, como sus medios tiempos emblusecidos habituales, esa ambientación intensa tan expresiva, y que en formato unipersonal permitía destacar la potencia de sus intenciones con esa colección de inquietantes secuencias existencialistas a media luz, o menos, clamando en el desierto como el Simón de Buñuel y que “dejan a Dylan como un aprendiz”, en palabras de un desconocido vecino de velador.
Repasó a buena parte del cancionero obligado (‘Escala de grises’, ‘El ángulo muerto’, ‘Cuando el ángel decida volver’, ‘La antesala del dolor’, El carrusel abandonado’…), que se completó con el contenido de ‘A primera sangre’, referencia más reciente y escogida en numerosas publicaciones entre lo mejor del año pasado. Finalizando “con una canción mucho más antigua”, anunció, refiriéndose en el segundo y obligado bis a punta de ovación a aquel ‘Sigue estando Dios de nuestro lado’, que fue el canto del cisne de 091 en su primer retiro. Ciento por ciento Lapido, sin añadidos, dos horas de un Lapido esencial.