'Los sorprendentes beneficios del diálogo para la sociedad (y la política)'
'Para dialogar, preguntad primero, después…escuchad'. Antonio Machado
Vivimos tiempos sorprendentes, donde la ciencia se pone en entredicho porque su método basado en la permanente revisión crítica de sus postulados no te da certezas mágicas, como hace la fe, o la superstición. Donde se reivindica y se da máxima visibilidad a gurús místicos que creen que hay una conspiración global de millones de científicos para instalarte microchips en el cerebro y controlarte, en lugar de ignorarles, que es lo que habría que hacer. Tiempos donde la mentira cargada de odio racista se ha naturalizado de tal manera, por populismos neofascistas, que criminalizar a menores inmigrantes se jalea en las redes sociales. No hemos aprendido nada de cuando los nazis en sus comienzos hacían lo mismo con los judíos, los gitanos, los homosexuales, los que discrepaban políticamente, o cualquiera que no comulgara con su credo del odio. Tiempos tan agónicos para la democracia y la ética, que no es de extrañar que hayamos olvidado los sorprendentes beneficios de un arma de destrucción masiva de la ignorancia y la intolerancia; el diálogo. Mientras no inventemos la telepatía, o no afilemos nuestra empatía para sintonizar adecuadamente con el dolor y la angustia ajena, no hay otra manera de comprender al otro, de llegar a acuerdos, de convivir en paz. Tan sencillo como no tomar como enemigo al que no comparte nuestras creencias, o nuestra manera de vivir, o nuestros gustos, o nuestras opiniones, y dejar que se explique, escuchándole, y pedirle que a su vez escuche nuestros argumentos, y una vez comenzada esa simple, eficaz y bella manera de comunicarnos, intercambiando ideas, aprendiendo del otro y debatiendo sin pre-juicios, llegar a acuerdos, y si no es posible, al menos respetarnos mutuamente.
El problema es que hemos convertido nuestra comunicación en un monólogo egocéntrico. El monólogo puede ser un arte, pensemos en esas maravillosas obras teatrales donde un actor o una actriz reflexionan en voz alta, mientras los espectadores asistimos a una réplica artística de ese singular proceso por el cual se articulan y toman forma nuestros pensamientos
El problema es que hemos convertido nuestra comunicación en un monólogo egocéntrico. El monólogo puede ser un arte, pensemos en esas maravillosas obras teatrales donde un actor o una actriz reflexionan en voz alta, mientras los espectadores asistimos a una réplica artística de ese singular proceso por el cual se articulan y toman forma nuestros pensamientos. Desgraciadamente, tal y como comúnmente lo usamos, el monólogo es más bien un peligro. Sustituimos diálogo por monólogo. Y en lugar de enriquecernos intercambiando fructíferamente ideas convertimos nuestra relación en un permanente monólogo de personas que oyen, pero no escuchan. Hay momentos para todo, y el monólogo puede convertirse en una bendición, si lo concebimos adecuadamente, como cuando se produce en nuestra realidad interior, en ese sutil y olvidado arte de dialogar con nuestra conciencia. La conciencia actúa inquiriendo a nuestra voluntad sobre sus motivos para actuar, o para no hacerlo, nos obliga a examinar en nuestro interior las consecuencias de actuar de una determinada manera. Es lo que nos define como personas, como miembros de una comunidad, de una sociedad, la responsabilidad que implica ser consciente de porqué hacemos lo que hacemos, de qué motivos tenemos para ello y de pensar en las consecuencias, para nosotros mismos y para los demás. A aquellos que actúan sin pensar ni reflexionar sobre las consecuencias de sus actos se les suele llamar asociales, o en estos extraños tiempos, amantes de la libertad (de contagiar). No dejan de ser descerebrados de toda la vida, únicamente preocupados por ellos mismos, si dejamos que nuestra sinceridad cope la critica a aquel que actúa sin pensar en las consecuencias de lo que hace, sin un ético monólogo interior.
Si hemos construido nuestro carácter a través de buenos hábitos basados en la reflexión ética, ese horizonte dialogado entre aquello que deseamos hacer y aquello que es correcto, nos ayudará a que la soberbia no convierta el dialogo con otros en un monólogo, donde oímos, pero no escuchamos los argumentos que nos ofrecen para sustentar opiniones
Somos seres racionales, y no hay razón sin diálogo, ya sea en el interior con nuestra conciencia, con ese monólogo tan necesario que nos permite juzgar y valorar antes de actuar, o fuera de nuestro ego, con todos aquellos seres que nos rodean, que también poseen conciencia, y también se sienten afectados por nuestros hechos, y podrían aportar más luz a nuestras reflexiones si las compartimos con honestidad. Si hemos construido nuestro carácter a través de buenos hábitos basados en la reflexión ética, ese horizonte dialogado entre aquello que deseamos hacer y aquello que es correcto, nos ayudará a que la soberbia no convierta el dialogo con otros en un monólogo, donde oímos, pero no escuchamos los argumentos que nos ofrecen para sustentar opiniones, ideas o creencias que no coinciden con las nuestras. Algo fracasa estrepitosamente en el razonamiento cuando, en las irónicas palabras de Nietzsche, el diálogo se convierte en un combate entre dos personas, o más, que se limitan a trasmitir sus monólogos reacios a escuchar argumentos que puedan contradecir los suyos.
Somos seres racionales, y no hay razón sin diálogo, ya sea en el interior con nuestra conciencia, con ese monólogo tan necesario que nos permite juzgar y valorar antes de actuar, o fuera de nuestro ego, con todos aquellos seres que nos rodean, que también poseen conciencia, y también se sienten afectados por nuestros hechos
No es baladí que en el nacimiento de la filosofía occidental se concibiera el diálogo como arma de destrucción masiva de la ignorancia; Platón sitúa a su maestro Sócrates como el faro de la razón que, a través de la conversación y el debate, escuchando y rebatiendo opiniones opuestas, busca una salida común a los recovecos y trampas de la ignorancia que nos ocultan la verdad. François Perroux, uno de los más prestigiosos economistas del siglo XX, define con certero tiento el diálogo; es una búsqueda en común, mediante comunicaciones contradictorias de una proposición que se considera verdadera por dos interlocutores que aceptan criterios compatibles de verdad y justicia. La clave, y la dificultad que enloda la comunicación, es asumir que debe haber un suelo común, un mínimo común denominador, por muchas diferencias que haya en los cimientos sobre los que construimos nuestras verdades, pues sino es así, la tarea es prácticamente imposible. Uno de los problemas que nos debilitan gravemente, hoy día, es precisamente nuestra incapacidad para reconocer lo que nos une en ese trasfondo común que compartimos, mientras las diferencias se vuelven insalvables a medida que los monólogos sustituyen a los diálogos en la política, en la sociedad, en las parejas, en la educación, en los trabajos…hasta que incapaces de escucharnos unos a otros nos limitamos al grito y al improperio como elevada forma de comunicación.
Dialogar supone bajar de pulpitos, plataformas y pedestales, adecuados para el monólogo, el discurso, donde uno habla y otros escuchan, sin posibilidad de inquirir sus dudas o aportar otros puntos de vista
Dialogar supone bajar de pulpitos, plataformas y pedestales, adecuados para el monólogo, el discurso, donde uno habla y otros escuchan, sin posibilidad de inquirir sus dudas o aportar otros puntos de vista. Ingenuos de nosotros, se vivió como una autentica posibilidad democratizadora las redes sociales, donde todo el mundo se bajaba del pedestal y en una supuesta igualdad de condiciones todos dialogábamos. Años después el diálogo como tal apenas existe en ellas, los monólogos se han convertidos en videos o memes donde los argumentos, si los hubiera, quedan desnudos al máximo, y se prima el impacto emocional sobre cualquier reflexión racional. Cada vez más lejos de las sabias palabras del malogrado poeta español Antonio Machado, no hay diálogo si antes no escuchamos.
Los beneficios del diálogo son tan abundantes que son la verdadera piedra filosofal detrás de una verdadera amistad, o amor, también de la política concebida como la más sublime de las artes humanas para convivir, una quimera hoy día. Sin diálogo no hay amor que sobreviva, ni amistad, ni sociedad, ni política. Plutarco de Queronea, polígrafo griego que vivió en el primer siglo de nuestra Era, y poseía un saber enciclopédico, lo tenía meridianamente claro: la verdadera amistad busca tres cosas; la virtud, por honesta, el diálogo, como deleite, y la utilidad, como necesidad. El diálogo no solo es beneficioso para aumentar nuestra sabiduría, nuestros conocimientos, y aprender a comprender y convivir con otros, sino que es placentero en extremo si nos dejamos llevar por sus ritmos y cadencias, sin tratar de poseer verdades absolutas, sin pretender quedar por encima del otro, o utilizar triquiñuelas para persuadir o engañar, porque concebimos el diálogo como un combate donde uno ha de vencer y el otro ha de pedir clemencia. Qué tiempos aquellos donde dialogábamos sin más pretensión que regocijarnos de ello.
Hemos visto como tristemente se denigra la palabra libertad, con un significado que nunca fue suyo, poder hacer lo que a uno le dé la gana sin pensar en los demás, ni en las consecuencias de sus actos
Hemos visto como tristemente se denigra la palabra libertad, con un significado que nunca fue suyo, poder hacer lo que a uno le dé la gana sin pensar en los demás, ni en las consecuencias de sus actos, como esos franceses que visitan y disfrutan de los bares y las fiestas caseras en plena pandemia en Madrid, que son los nuevos museos según algunos políticos, con el beneplácito libertario de los dirigentes madrileños, pero se nos olvida que el verdadero liberal, en tanto amante de la libertad, no puede entenderla sin diálogo, o en las siempre certeras palabras de Bertrand Russell, que si era un verdadero amante de la libertad: Un verdadero liberal se distingue no tanto por lo que defiende sino por el talante con el que lo defiende; la tolerancia antidogmática, la búsqueda del consenso, el diálogo como esencia democrática. ¿Alguna de estas características las encontramos en los nuevos amantes madrileños de la libertad? El filósofo alemán de finales del XIX y principios del XX, Oswald Splengler que no era precisamente demócrata, sino extremadamente conservador, parece un liberal, si le comparamos con estos nuevos adalides de la libertad; la forma primitiva del lenguaje no es el discurso, sino el diálogo. Su finalidad es un mutuo acuerdo por medio de preguntas y respuestas.
Sin aceptar un juego de preguntas y respuestas, donde se escucha al otro, no hay diálogo posible. El maestro Emilio Lledó en El surco del tiempo indaga en esta idea: la pregunta y la respuesta son expresión de la vida de aquellos que ejercitan el arte de la discusión (…) preguntar es, pues, buscar; no aceptar lo dicho ni la autoridad de quien lo dice, sino es desde el compromiso de ir aún más allá de la frontera que el lenguaje señala. Lo importante es buscar fundamento y sentido a cada proposición argumentativa, ahí, en esa verdad encontrada a través del diálogo, es donde podemos encontrarnos seres tan parecidos, pero tan diferentes, como somos los seres humanos.