Inagra en Navidad

Sobre héroes, villanos, mártires y patrias

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 22 de Octubre de 2017
'L'esperit català' (1971), de Antoni Tàpies.
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'L'esperit català' (1971), de Antoni Tàpies.

 'El hombre de cabeza clara es el que se libera de las ideas fantasmagóricas y mira de frente a la vida y se hace cargo de que todo en ellas es fantasmagórico, y se siente perdido'.

Ortega y Gasset, La rebelión de las masas.

Desde hace tiempo un mito, un fantasma, el del nacionalismo exacerbado, vuelve a recorrer España y sus gentes. El mismo mito que durante gran parte del siglo XIX y del siglo XX provocó incontable sangre derramada, no solo en nuestro país, sino en toda Europa. En nombre no del dolor o del sufrimiento de personas sometidas a las dificultades y avatares de su vida concreta, sino en nombre de patrias, naciones, esencias abstractas al fin y al cabo, en cuyo nombre  se han cometido barbaridades bajo la excusa de un destino común. Cómo si el único destino común que en verdad importara no fuera el máximo bienestar y la máxima felicidad posible de esas personas, hombres y mujeres de sangre y hueso, que tienen una biografía, una vida, unos afectos, unos temores, unas preocupaciones, que sufren y aman. Sentimientos y vivencias que van más allá de las ensoñaciones fantasmagóricas que crea la exaltación de ese mito común de un pueblo concebido como un ente genérico abstracto, vinculado a ese destino común que les liberará de lo que sea que tengan que liberarse.

No hay belleza mayor que en nuestros viajes por la Europa actual encontrarse con una ciudad cosmopolita, mezcla enriquecedora de lenguas, costumbres, gastronomías, gentes diversas que comparten un espacio y un sueño común, no de un destino expresado en abstracto, sino de un bienestar declinado en lo concreto

Es cierto que en la historia ha habido, y hay, personas, hombres y mujeres, que por sus costumbres, lengua, cultura, u otras características que comparten, sufren opresión de otros, que en nombre de otras costumbres, culturas, lenguas, o lo que sea, se sienten diferentes y superiores, o amenazados, quién sabe por qué, y oprimen, o persiguen. Pero también es cierto, que nuestra Europa democrática, con todos sus defectos y con todas sus carencias, y con todos sus errores recientes, Brexit mediante, aprendió a base de esa sangre derramada, que se podía no solo aprender a convivir juntos, sino construir unidos un destino que complementase e integrase, sin excluir, toda esta diversidad cultural y lingüística y darle un marco democrático de expresión. Una suma de partes que era algo más cualitativo que la mera unión cuantitativa. No hay belleza mayor que en nuestros viajes por la Europa actual encontrarse con una ciudad cosmopolita, mezcla enriquecedora de lenguas, costumbres, gastronomías, gentes diversas que comparten un espacio y un sueño común, no de un destino expresado en abstracto, sino de un bienestar declinado en lo concreto.

De los errores aprendemos, pero desgraciadamente, también tienen cierta tendencia a volver a repetirse, y cuando la política se envuelve en una guerra de banderas, cuando se convierte en una parodia del hooliganismo del futbol, todo está perdido. El fanatismo envuelve a las personas, muchas de ellas sensatas, con una vida y una familia de las que preocuparse. Lo que debería ser un tiempo de ocio compartido en un deporte, o de convivencia enriquecedora en la vida cotidiana, se convierte en un ejercicio de odio al otro; sea conocido o desconocido, simplemente porque se envuelve en unos colores distintos de los tuyos, unos blancos otros blaugranas, unos rojos y amarillos y otros igualmente rojos y amarillos pero con líneas más delgadas y algún otro símbolo diferenciador, qué más da.

De personas sensatas nos convertimos en energúmenos, que rozamos la violencia, o la practicamos, de palabra o física, en una estúpida guerra de colores. Destruir al otro es lo único que importa, y si eso no es posible, al menos humillarle. La memoria de la historia nos hace aguas y ya no recordamos la sangría irreparable del mal uso de la nación que tan fácil resulta, y nos olvidamos de palabras como las pronunciadas por el fascista  Mussolini: Nuestro mito fascista es la nación, es la grandeza de la nación, y a esa grandeza subordinamos todo lo demás.

De los errores aprendemos, pero desgraciadamente, también tienen cierta tendencia a volver a repetirse, y cuando la política se envuelve en una guerra de banderas, cuando se convierte en una parodia del hooliganismo del futbol, todo está perdido

Es imposible salir bien de la sombra de este fantasma, pues si pretendes mantener un debate sereno sobre cómo preocuparnos más de los problemas de las personas-paro, miseria, desigualdad, falta de oportunidades, violencia machista contra las mujeres, y mil cosas más- y menos de los problemas de las patrias o naciones, que seamos honestos, sufrir dolor no sufren dolor, como nada abstracto, y sus problemas tienen tiempo de sobra para solucionarse, te tachan de advenedizo, o te insultan, al no querer formar parte de una tribu o de otra. Cuando no te acusan de vivir en las nubes o ser un idealista, como si decirte eso, fuera el peor de los insultos.

Lo peor de las patrias, es que en nombre de ese destino común, de ese pueblo del que formas parte, compartas o no gustos, afectos concretos, afectos y desafectos singulares, con otros compatriotas, que solo pueden sobrevivir en torno a la creación de pésimos  mitos. Mitos que como todo mito necesita de héroes, que sublimen esas miserias de nuestras vidas que no tratamos de arreglar, pues parece que si arreglamos las de la nación o las de la patria, esas miserias, seguirán ahí realmente, pero ya no importaran. Y los héroes no pueden existir sin villanos a los que enfrentarse, que hay que crear como sea. Y ninguno de los dos puede dar sentido a un mito sin la culminación épica del relato; los mártires cuya sangre santificaran la gloria del fantasmagórico destino común que justificara cualquier cosa en torno al sacrificio. Siempre encontraremos héroes deseosos de convertirse en mártires, para así sublimar cualquiera de esos problemas concretos que en su vida son incapaces de solucionar. Otros que pasaran a ser mártires por mero arrastre de la masa incapaz de reflexionar sobre nada que no este escrito en letras de odio y dejarse llevar por las emociones encendidas. Y otros, que creyéndose héroes ellos mismos, como aquellos convertidos en villanos, aceptan el papel tan estúpido que se le da, sin hacerse ninguna pregunta sobre dónde nos lleva todo esto.

Curiosa la forma mítica que tenemos de crear villanos, en realidad la misma de crear héroes, pero a la inversa. A los héroes y a los villanos les despojamos de lo que les hace humanos, de esas dudas, de esas incertidumbres, de esas contradicciones, de esos amores paradójicos y de esos prejuicios estúpidos, que nos configuran, y que son el trazo fino de nuestra personalidad, que debería definirnos, pero no, utilizamos el trazo grueso, deshumanizamos, tanto a héroes como a villanos, destacando solo generalidades embellecidas o desfiguradas, que facilitan el amar incondicionalmente al héroe, u odiar encarecidamente al villano. La épica envuelve al retrato de uno, la parodia al del otro. Amor incondicional u odio sin fronteras, valga la paradoja del término. Así es más fácil manipular a esa masa ciega envuelta en colores, deshumanizando al otro y divinizando al propio.

Lo peor de las patrias, es que en nombre de ese destino común, de ese pueblo del que formas parte, compartas o no gustos, afectos concretos, afectos y desafectos singulares, con otros compatriotas, que solo pueden sobrevivir en torno a la creación de pésimos mitos

Nada más sencillo que observar las redes sociales cualquiera de estos días y darnos cuenta de lo bajo que hemos caído, despojando de humanidad y de cualquier atisbo de empatía al otro que creemos nos amenaza. Caricaturizándolo, de tal manera, que cualquier cosa que le suceda es justificable. Sin darnos cuenta, que es ese el caldo de cultivo del nacionalismo llevado a la estupidez que ha masacrado a Europa, y está destrozando la posibilidad de un futuro compartido.

Ya decía Ortega que en nuestro país, esa querida, o vilipendiada España, ese país de Don Quijote, solo somos capaces de enfrentarnos a nuestro malestar, no profundizando en sus raíces, en los problemas comunes que han viciado la convivencia, sino en encontrar algo externo que aporrear, huyendo de la responsabilidad propia. Qué fácil es pensar, pero que difícil convencer que esa no es manera de construir nada. 

Nada más sencillo que observar las redes sociales cualquiera de estos días y darnos cuenta de lo bajo que hemos caído, despojando de humanidad y de cualquier atisbo de empatía al otro que creemos nos amenaza

Todos somos relatos, lo somos individualmente, y lo somos colectivamente, lo absurdo es convertir esos relatos en mitos épicos que nos definan en base a la destrucción del otro, en base a la exaltación propia y al desprecio de lo ajeno, con lo fácil que es enriquecerlos y complementarlos, en lo individual y en lo colectivo, y dejarnos de juegos de héroes, villanos y mártires. Para el dolido Ortega y Gasset, España adolecía en su tiempo de un proyecto de futuro común,  no éramos capaces de encontrar valores que compartir que estuvieran desarraigados del odio y del rencor. En La rebelión de las masas encontraba la solución a los problemas de los nacionalismos que diseccionó en La España invertebrada, en, adivinen qué, entre otras cosas, básicamente más Europa. También en dejar de utilizar el pasado y la historia interpretada, como siempre, de mala manera, y apoyarse en un futuro que todos pudiéramos aprender a compartir, sin particularismos desgarradores.

Por qué no ponernos a trabajar sobre ello, sobre ese futuro que nos une, sobre esos problemas que como sociedad tenemos, sobre esos grandes retos; cómo construir junto a otras sociedades una Europa inclusiva, cosmopolita, democrática, transparente, donde la ciudadanía tenga la lengua que tenga, las costumbres que tenga, la cultura o la historia que tenga, encuentre en esos valores que la democracia nos da, un mínimo común del que partir, y  creemos una suma de partes donde lo cuantitativo lo dejemos atrás y seamos capaces de construir un máximo común cualitativamente mayor que la mera suma de partes. Y si para ello tenemos que ponernos de acuerdo en un nuevo contrato social, llamémosle Constitución o lo que sea, no perdamos un minuto más en mitos de un tipo u otro y dejemos los héroes, villanos y los mártires para los cuentos épicos, que la vida cotidiana ya tiene suficiente épica con sobrevivir cada día a sus dificultades.

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”