Miedo, olvido, falsificación y fantasía
El paisaje que ha quedado después de la búsqueda infructuosa de los restos de García Lorca y sus compañeros de fusilamiento en el Peñón Colorado, en Alfacar, es chocante y descorazonador. Apabulla la gran hondonada que han abierto las máquinas y el fondo terroso y vacío, y decepciona el empeño de los emprendedores de la búsqueda por seguir unas pistas endebles y su empecinamiento en proclamar, justo después de aceptar que allí no hay huesos, que la intentona no les ha supuesto una frustración.
Es una gran paradoja que los restos más buscados (sobre el terreno o en la práctica especulativa) de la guerra civil sean aquellos más maltratados por la imaginación y con menos testimonios fiables para deducir a dónde fueron a parar. Las tres búsquedas de Lorca, y los numerosos libros que han conjeturado el paradero del poeta y han movido imaginariamente toneladas de tierra en decenas de lugares, se han basado en revelaciones y datos contaminados por las tres circunstancias que la escritora Marta Osorio -depositaria y editora de las páginas que Agustín Penón escribió en 1957 tras visitar Granada para aclarar las circunstancias del asesinato- convirtió en título de su libro: miedo, olvido y fantasía.
El miedo, al principio, tergiversó los testimonios de las personas que presenciaron lo ocurrido o vivieron aquellas jornadas terribles del verano de 1936, miedo a morir de un tiro en la nuca, a sufrir la venganza de los mismos depravados que integraron las escuadras negras o los pelotones de fusilamientos, pavor a que sus hijos fueran marcados para siempre con el signo de la perversión política. El olvido, al mismo tiempo, fue desdibujando las certezas, acabando con los testigos fiables y devorando los huesos de los asesinados.
Y mientras los primeros mentían aterrorizados y la desmemoria iba ganando espacio al recuerdo, los buscadores más contumaces inventaron con su propia fantasía las pruebas de que no disponían para cerrar sus deducciones.
Y por si fueran poco elementos tramposos, con el tiempo apareció un cuarto ingrediente tergiversador, la mentira más o menos piadosa de los herederos de quienes ordenaron los fusilamientos en masa que aprovecharon la desorientación para publicar memorias hábilmente adulteradas con las que redimir de culpa a sus mayores.
Con tales fundamentos era previsible la cadena de tentativas fracasadas que, a la vez, han dejado en evidencia la escasa solidez de los argumentos empleados por los historiadores, algunos de ellos, como el de las dos últimas búsquedas, basados en relatos que bordean el revisionismo, como bien ha señalado el catedrático Andrés Soria, pues ya no tratan de revelar los pormenores de un asesinato político sino de un crimen por rencillas familiares.
Cada búsqueda fallida supone además un argumento para desvirtuar lo acontecido y transformar la historia: si no hay cadáveres es que no hubo muertos; sino no hubo víctimas es que no existió la represión, y si no hubo represores es que la posguerra no fue tan sanguinaria.
Observando desde el Peñón del Colorado todos los terrenos y los barrancos de Alfacar me pregunté qué sería de ellos dentro de unas cuantas décadas si el tufo del miedo, la desmemoria y el desinterés siguen creciendo, y al momento me los imaginé convertidos en irreconocibles urbanizaciones con maravillosas vistas hacia los confines del oeste de Granada.
La especulación inmobiliaria siempre ha estado agazapada en aquel territorio de dolor esperando su oportunidad. En 1998, coincidiendo con el centenario de García Lorca, el alcalde socialista de Alfacar ideó construir un campo de fútbol en aquel montículo a medio camino entre el barranco de Víznar y el parque García Lorca. Su idea obtuvo una acogida inmediata. La entonces Agencia de Medio Ambiente de la Junta le cedió los terrenos y más tarde las consejerías de Obras Públicas y de Medio Ambiente respaldaron la obra. E incluso el vicepresidente del Patronarto García Lorca en aquellos años autorizó como presidente del área de Bienestar Social de la Diputación financiar un tercio del campo. El único indicador de que algo no iba bien fue cuando descubrimos que en Alfacar no había equipo de fútbol o, al menos, no tan competente como para estar a a altura de la instalación. Hoy en Alfacar hay un alcaldesa eficiente que es también una defensora activa de la memoria histórica. Pero ¿y después?