El mérito como ascensor social
o si eso olvida hasta qué punto están en deuda con su comunidad, sus profesores, su país,
las circunstancias de la vida, y en suma, la suerte que los ha ayudado en su camino'.
Michael J. Sandel, filósofo, entrevista en El País, 12 de septiembre 2020.
Una atractiva idea, la cultura del mérito; uno puede conseguir todo aquello que desea si trabaja duro, se ha apoderado con notable éxito del subconsciente colectivo de nuestra sociedad, en la posmodernidad en la que vivimos tan cómodamente instalados, hasta el punto que nadie parece discutir su trasfondo moral. Conservadores, liberales o progresistas la aceptan, con algunas diferencias sustanciales, pero incorporada plenamente en su ideario político. Nadie parecía ponerla en duda, al menos hasta que el auge del populismo y una pandemia mundial nos ha obligado a irnos al rincón de pensar, y darle más de una vuelta a todo aquello que antes nos chirriaba, pero lo silenciábamos. Ahora su ruido, expuesto por la crisis, comienza a resultarnos insoportable.
El capitalismo, ayudado por esa idea del mérito y el éxito social, nos hace creer que todo ese lujo del que estos personajes se rodean está al alcance de todo el mundo, con esfuerzo y trabajo duro, todo se consigue, ganado además merecidamente. Si quieres puedes, cuántas veces habremos oído ese mantra
Una gran mayoría ha asumido el principio de que los que logran llegar a la cima social, debido a su talento, su brillantez, su esfuerzo, o su físico, merecen los beneficios económicos, el respeto y el reconocimiento social que les sitúa en lo más alto de la jerarquía; profesionales altamente cualificados, gurús empresariales, como Ana Botín, presidenta del Banco Santander, Amancio Ortega dueño de Inditex, o si nos vamos a nivel internacional, Mark Zuckerberg, creador de Facebook, Elon Musk, o tantos otros multimillonarios, a los que calificamos de innovadores, inteligentes, rodeados de un aura especial, y les añadimos cualquier otro calificativo admirativo que se nos pueda ocurrir debido a su éxito empresarial y el consiguiente reconocimiento social. Nadie parece poner en duda que los deportistas, de aquellos deportes que tienen audiencia mediática, ganen cantidades desorbitantes de dinero, o que algunos actores tengan sueldos astronómicos, al igual que otros personajes populares, desde modelos de ropa de marca hasta esa nueva profesión que se ha venido a llamar influencers con el auge de las redes sociales. El capitalismo, ayudado por esa idea del mérito y el éxito social, nos hace creer que todo ese lujo del que estos personajes se rodean está al alcance de todo el mundo, con esfuerzo y trabajo duro, todo se consigue, ganado además merecidamente. Si quieres puedes, cuántas veces habremos oído ese mantra.
No hace falta subir tan alto en la jerarquía del reconocimiento social. Esa jerarquía funciona no solo en la cima social, también en la base media de la pirámide, aquellos que con una licenciatura prestigiosa o reconocida socialmente, ejercen profesiones bien valoradas, y no solo disponen de una buena recompensa económica, sino de un reconocimiento social superior al de aquellos que no realizan trabajos tan bien valorados, o no disponen de títulos académicos tan prestigiosos, que resulta ser el caso de una parte importante de la sociedad. La distancia social, en términos no únicamente económicos, sino de visibilidad social y reconocimiento, entre este sector profesional de la sociedad acariciado por el éxito, y una gran parte de la misma abocada al fracaso de sus expectativas, está creando una brecha no solo social y económica, sino moral, de la que estamos comenzando a ver las consecuencias en estos atribulados tiempos. Por cada actor o actriz que triunfa, miles quedan en el camino o apenas sobreviven, por cada deportista que triunfa, miles se quedan en el camino o apenas sobreviven, por cada emprendedor empresarial que triunfa, miles se endeudan de por vida y otros apenas malviven entre deuda y deuda. Muchos de los que se quedan en ese empedrado camino poseen el mismo talento, o mayor, del que ha triunfado, e incluso han realizado el mismo esfuerzo y trabajo duro, o mayor, pero el éxito depende de tantos factores, que es una lotería, y los premios a repartir son escasos.
Cambiar el concepto de éxito y fracaso, moral y socialmente hablando es una tarea esencial sobre la que deberíamos reflexionar para evitar la tiranía del mérito
Esta es una dimensión del problema, otra diferente a nivel moral es darnos cuenta de qué se valora en una sociedad, qué tipo de aportación profesional es la que más premiamos y valoramos. Y en estos términos, hace mucho que perdimos el rumbo, que una modelo, un youtuber, un deportista de élite, empresarios especializados en especulaciones financieras, personajes mediáticos a los que encumbramos sin saber muy bien porqué, y tantos otros a los que el capitalismo recompensa, sean los más valorados socialmente. Nos hacen creer que éxito y fracaso son dos opciones que tienen igual posibilidad, si quieres puedes, y que depende de ti alcanzar uno o caer en el otro. No es cierto en la gran mayoría de los casos, ni lo uno, ni lo otro. Hay mil factores, entre ellos esencialmente la suerte, que determinan la diferencia entre el éxito y el fracaso, y lo común es fracasar, lo raro tener éxito. Cambiar el concepto de éxito y fracaso, moral y socialmente hablando es una tarea esencial sobre la que deberíamos reflexionar para evitar la tiranía del mérito.
La izquierda, los partidos de corte progresista, desde un principio vieron algunos de los problemas asociados a esta manera de mesurar el valor social, sin embargo, aceptaron la mayor, la cultura del mérito, y no plantearon objeciones al principio moral que la sustentaba: cada uno tiene derecho a desarrollar todo su potencial y alcanzar el éxito. La diferencia con conservadores o liberales fue poner el acento en la duda acerca de los medios desiguales de partida, y la injusticia que impedían a una mayoría poder ejercer todo su potencial. Es evidente, que muchos se quedan en el camino por falta de igualdad de oportunidades. No todos tienen las mismas ocasiones para medrar con éxito, por circunstancias sociales, culturales, de nacimiento, de sexo, y así labrarse el camino al reconocimiento económico y social, y acceder por tanto, a las regalías con las que el capitalismo recompensa a quienes encajan perfectamente en la pirámide jerárquica de una sociedad construida moralmente en torno a la idea del mérito y del éxito. La izquierda plantea, con acierto, que si logramos a través de medidas como la discriminación positiva evitar estas desigualdades se habrá logrado acceder a una sociedad donde sin importar tus medios económicos de partida, u otras variables, como la desigualdad de oportunidades por sexo o etnia, puedes alcanzar el éxito igualmente. Se ha avanzado mucho, pero es evidente que ni de lejos se ha alcanzado un nivel igualitario suficiente para que el principio progresista de igualdad de oportunidades, independientemente de tus circunstancias sociales, económicas, de sexo o cualquier otra, te permita alcanzar el mismo éxito social de aquellos que nacen privilegiados. Personas, que no es que tengan escaleras para subir a la cima, sino que tienen ascensores de uso exclusivo.
Durante la pandemia todos hemos visto como oficios poco valorados, e incluso despreciados, con poco o nulo reconocimiento social, y escasa recompensa económica, oficios como trabajar en una caja de supermercado, limpiar, auxiliares en hospitales, enfermeras y enfermeros, repartidores y tantos otros que podríamos nombrar, eran los que realmente mantenían los motores de la sociedad en marcha
Esa perspectiva, por muchas debilidades del sistema que corrija, sigue sin adentrarse en el problema de fondo que crea esta cultura del éxito basada en el mérito. No vamos a enredarnos en este problema, que ya tratamos, dejémoslo de lado para esta discusión, pues no es lo que debatimos en este texto, sino algo más profundo, y es el lado oscuro que supone aceptar esta cultura del mérito como criterio principal, a nivel moral, para construir una sociedad más libre y democrática. Es una idea, poner en cuestión el mérito como criterio moral, que puede parecer poco intuitiva, e incluso poco aceptable incluso desde una óptica progresista, pero el filósofo Michael J. Sandel ha publicado recientemente un libro, La tiranía del mérito, que pone el dedo en la llaga de las heridas morales que este principio está causando en nuestra sociedad, sus desventajas y sus aporías en términos de frustración para gran parte de la ciudadanía. El filósofo estadounidense reflexiona sobre la hipocresía inherente al mérito y el éxito como ascensor social; al principio de la pandemia se repetía continuamente aquello de “estamos juntos en esto”, pero señala: a medida que avanzaba el virus, se hizo más evidente que aquellos que soportaban las cargas más pesadas y realizaban los mayores sacrificios, y que sufrían más pérdidas de vidas, eran aquellos que habían sido dejados atrás en la prosperidad de las últimas cuatro décadas (Entrevista en El País, 12 de septiembre 2020). Aquellos que por falta de méritos se les consideraba fracasados, mirados altivamente por aquellos con profesiones reconocidas socialmente, con desprecio, por sus trabajos o carencia de ellos, o con condescendencia. Ahora curiosamente eran aplaudidos y considerados esenciales.
Un ejemplo, que todos tenemos en mente recientemente, nos puede ayudar a ver la dimensión de este lado oscuro. Durante la pandemia todos hemos visto como oficios poco valorados, e incluso despreciados, con poco o nulo reconocimiento social, y escasa recompensa económica, oficios como trabajar en una caja de supermercado, limpiar, auxiliares en hospitales, enfermeras y enfermeros, repartidores y tantos otros que podríamos nombrar, eran los que realmente mantenían los motores de la sociedad en marcha. Durante el calor de la pandemia nos hemos hartado de aplaudirles, pocos hoy día, a pesar de que aún estamos inmersos en los peligros de nuevos confinamientos, saldríamos a la calle para defender una adecuada subida de sueldo con valor equivalente a su tarea esencial, o les respetaríamos en la jerarquía social acorde con todo lo que han aportado, y aportan.
Existe la idea, incluida cierta elite progresista, que unos merecen el éxito, y otros ese lugar a medias entre el fracaso y el olvido. Les aplaudimos por ayudarnos a mantener nuestras comodidades, comida, caprichos tecnológicos, etc., para poco después volverles la cara y olvidarnos de ellos
Una cierta condescendencia se apodera de la clase media, o media alta, de profesiones bien valoradas, y bien recompensadas social y económicamente, cuando hablamos de estos oficios. Existe la idea, incluida cierta elite progresista, que unos merecen el éxito, y otros ese lugar a medias entre el fracaso y el olvido. Les aplaudimos por ayudarnos a mantener nuestras comodidades, comida, caprichos tecnológicos, etc., para poco después volverles la cara y olvidarnos de ellos. Se convierten en invisibles. Podemos hablar de otros oficios esenciales, fontanería, electricistas, albañiles, y los que queramos nombrar, muchos de los que encajan en ese ámbito tan olvidado en las últimas décadas de la formación profesional y que escasean alarmantemente en nuestro país. Con el curioso añadido, que a pesar de que la gran mayoría de los españoles parecen poco dispuestos a desarrollar estos trabajos, se desprecia con un burdo racismo, a los migrantes que si lo están. Sin estos trabajos nuestra sociedad se ahogaría, y sin embargo continuamente los minusvaloramos, y mantenemos en las sombras del reconocimiento social. Sandel disecciona este problema: Parecía una idea inspiradora; en una sociedad global, aquellos que tienen éxito son los que logran un grado universitario y se equipan para competir y ganar en la economía global. Pero el énfasis constante en el ascenso individual a través de la educación superior tenía un insulto implícito: si no has logrado un grado universitario y si no has prosperado en la nueva economía, el fracaso es tuyo (Entrevista en El País, 12 de septiembre 2020)
Michel j. Sandel reflexiona en el libro sobre la frustración de una clase trabajadora despreciada por las elites profesionales, sin ese reconocimiento económico o social, que se ven empujadas a delirantes derivas populistas, como única alternativa a su frustración, rabia, ante sus problemas. Ese populismo hay que combatirlo democráticamente, pero si no afrontamos de cara los problemas que le hacen crecer, poco habremos logrado. El pensador señala: aquellos que aterrizaron arriba tienden a creer que su éxito es obra suya. Que merecen, por tanto, los beneficios materiales que la sociedad de mercado reparte entre aquellos que tienen éxito. Y, en consecuencia, que quienes quedaron atrás merecen igualmente su suerte. Ese sentido del menosprecio por parte de las élites generó, comprensiblemente indignación y resentimiento entre la clase trabajadora. Esas quejas eran legitimas (Entrevista en El País, 12 de septiembre 2020)
O iniciamos una reflexión conjunta, repensando aquello que tiene más valor ético, no únicamente económico, el sentido que le damos al éxito y fracaso social, quiénes merecen el reconocimiento social desde una perspectiva moral y quienes no tanto, y buscamos espacios de debate y reconciliación democrática entre personas de clase social y condiciones diferentes, manteniendo espacios sociales de equidad, dejando de lado la condescendencia o desprecio habitual de unos a otros, o nuestra sociedad seguirá caminando hacia un abismo que no sabemos dónde nos llevará, o sí, pero nos da miedo decirlo en voz alta.