Sierra Nevada, Ahora y siempre.

La memoria y la ficción de nuestra vida

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 28 de Enero de 2018
'La Creación de las Aves'. 1957. Detalle. Remedios Varo.
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'La Creación de las Aves'. 1957. Detalle. Remedios Varo.

'Tenemos siempre viejas memorias y jóvenes esperanzas'. Arnelot de l´Houssaye

'La memoria es un gran artista: hace de la propia vida una obra de arte y un documento falso'. Émile Herzog

'La memoria opera como la placa de una cámara oscura, que concentra todo y da una imagen mucho más bella de la original'. Arthur Schopenhauer

Nuestras memorias, nuestros recuerdos, alumbran el conocimiento de lo que somos hoy día, de lo que nos ha conducido a donde estamos, a ese escurridizo presente que parece ser el único momento del tiempo en el que con propiedad podemos apelar a  lo que sea que seamos, a nuestra esencia, a nuestro yo, a nuestra alma, a nuestra identidad, y reconocernos, pero no podemos renunciar a una cuestión, que nunca dejará de importunarnos por mucho que corramos de un lado a otro con tal de no responderla: ¿quiénes somos realmente?. Inquietante pregunta que se esconde en las rendijas de nuestros miedos; ¿nos reconoceríamos como la misma persona si el niño que fuimos se encontrara con el adulto que somos?, ¿qué pensaría el anciano que seremos al mirar a los ojos al adulto temeroso de su futuro? Nuestra esencia, pasajera del traidor baúl de la memoria, se juega en esa diabólica dialéctica entre lo que fuimos, lo que hemos llegado a ser, y  lo que podríamos ser, y un solo y frágil hilo une la identidad de lo que existió, lo que existe, y lo que podría existir, un frágil yo, al que ni filósofos, ni científicos, ni poetas, han podido hasta ahora delimitar, definir, enclaustrar, aunque no por ello han cejado de intentarlo, como ese niño que se resiste a dejar de jugar bajo la fuerte lluvia, empapado y helado, negándose a rendirse ante las inclemencias de la tormenta.

¿Quiénes somos realmente?. Inquietante pregunta que se esconde en las rendijas de nuestros miedos; ¿nos reconoceríamos como la misma persona si el niño que fuimos se encontrara con el adulto que somos?, ¿qué pensaría el anciano que seremos al mirar a los ojos al adulto temeroso de su futuro?

John Locke, filósofo inglés del siglo XVII, buscó durante gran parte de su vida la respuesta a estas preguntas; qué permanece en nosotros en esa travesía que llamamos vida, qué perdura y nos permite afirmar que existe una identidad, y no un disperso conglomerado de recuerdos, deseos, pasiones, que se las apañan como pueden en cada instante que respiramos para mantenerse unidos y coherentes. El afán devorador del tiempo afecta a todo, lo vivo y lo inerte. Pensemos en una ciudad cualquiera, rica en historia, una ciudad cuya identidad haya persistido a los avatares de la historia, por ella habrán pasado durante siglos no solo habitantes distintos, sino culturas diversas, creencias diferentes, su arquitectura habrá variado considerablemente. Las ruinas de su pasado, las que aun perduren, no será difícil equipararlas con los fragmentos arruinados y reconstruidos de nuestra propia memoria, de nuestra infancia. La cuestión identitaria de la ciudad sigue siendo pertinente, a pesar de que solo vive a través de la mirada de la gente que hoy la habita; ¿cuál es su identidad?, ¿qué elementos nos permiten decir que algo permanece en ella que la haga reconocible? A las ciudades les sucede como a los seres humanos, sí, algo físico permanece, y nos hace reconocible, apenas, pero no somos la misma persona que en nuestra infancia, ni en nuestra juventud, ni seremos la misma persona cuando el invierno nos alcance.

Para Locke la clave se encuentra en la memoria; lo que no podemos recordar no forma ya parte de lo que somos, como en una ciudad o en una cultura cuya memoria es lapidada, difícil es dotarla de identidad. Curioso nos resulta el ejemplo que el pensador inglés utiliza para ilustrarnos el problema: Imaginemos que un zapatero y un príncipe intercambian sus recuerdos, el cuerpo sería indiferente, el príncipe sería el zapatero, y el zapatero el príncipe. Si el zapatero es culpable de un crimen, o el príncipe un ser violento sin escrúpulos, a quién debemos identificar como responsable; a quien tenga los recuerdos de la persona culpable. Lo que importa es la continuidad psicológica, nos dirá Locke. El ejemplo no es nada baladí en término morales, y como ya sabemos este es un tema que tiene amplias repercusiones legales. Una persona con personalidad múltiple, una personalidad puede ser un criminal, la otra absolutamente inocente. Nuestro pensador llegó afirmar que si una persona ha cometido un crimen (y realmente) ha perdido la memoria de haberlo cometido, no se la puede responsabilizar, no es aquella persona. La identidad, pues, viene delimitada por nuestra memoria. Somos lo que alcanzamos a recordar.

Envejecemos, sí, pero hagamos un curioso ejercicio; al mirarnos a nosotros mismos cada día en el espejo apenas podríamos identificar los cambios que las heridas del tiempo han dejado en nuestro rostro, sin embargo, con qué facilidad al encontrarnos con un rostro del pasado que no vemos hace tiempo los reconocemos; y pensamos, cómo ha envejecido ese rostro antiguamente conocido, cómo es posible

Hoy día, con lo que sabemos de la ciencia de la mente y de los avances en el conocimiento de cómo funciona nuestro cerebro a la hora de tomar decisiones, sería complicado mantener esta postura en la simpleza de su argumento, aunque sin duda nos sirve de guía para la gran cuestión de la identidad. Los recuerdos, ya desde el mismo momento en que los almacenamos están determinados por las peculiaridades de nuestra percepción, por nuestros prejuicios, por nuestras pasiones, por nuestros deseos, todo ello influye en la argamasa que determina aquello que finalmente almacenamos, sometido al desgaste de la continua revisión de aquello en lo que nos vamos convirtiendo con el transcurrir de los años. Si en nuestra natural debilidad nos dejáramos llevar por la poética del corazón,  eso nos llevaría a afirmar que hay más verdad en el recuerdo de un aroma, de aquellos sonidos que aún perduran de nuestra infancia y nos alegran el corazón, en aquellos dulces deseos anhelados cuyo fracaso amargan con hiel la miel de la memoria, en la memoria de una caricia, que quién sabe si realmente existió o te la imaginaste para no sucumbir al desencanto. Todo eso conforma los ecos de los recuerdos de un pasado nostálgico, tan perfecto en tu memoria, como imperfecto fue en realidad. Nunca terminaré de entender por qué en esas caprichosas clasificaciones literarias se incluyen a las autobiografías en el género de no ficción, si cuando sumamos a los parches inventados que rellanan los huecos y las recreaciones inconscientes de nuestra memoria, las benevolentes y conscientes mentiras que narramos, a sabiendas de su inexactitud, sobre nuestros actos y sus motivos, por coquetería propia o por presumir ante los demás, sin duda se encontrarían mucho más cerca del género de la ficción.

El cerebro nos engaña, qué le vamos a hacer; su principal característica es su adaptabilidad para sobrevivir, y ahí los recuerdos selectivos, con inconscientes coloridos añadidos, que los embellecen, son fundamentales. En nuestra vista existe un punto ciego, un vacío que la sinapsis de nuestro cerebro se ocupa de  rellenar con la información que recibe del contexto, para que percibamos el conjunto al completo; al igual sucede con nuestra memoria, con nuestros recuerdos, con más añadidos a medida que el desgaste del tiempo produce vacíos, o quizá  nuestro cerebro cree que nuestro espíritu, nuestra identidad, nuestro yo, vive un poco mejor si olvida algunas cosas o dulcifica otras. Envejecemos, sí, pero hagamos un curioso ejercicio; al mirarnos a nosotros mismos cada día en el espejo apenas podríamos identificar los cambios que las heridas del tiempo han dejado en nuestro rostro, sin embargo, con qué facilidad al encontrarnos con un rostro del pasado que no vemos hace tiempo los reconocemos; y pensamos, cómo ha envejecido ese rostro antiguamente conocido, cómo es posible.

Soy la misma persona que el niño que perdió el inconsciente paraíso de su infancia, soy la misma persona que el joven que miraba con la misma expectación que temor el paso a la universidad, soy el mismo hombre que creyó causas imposibles, soy el adulto que siguió creyendo en ellas a pesar del desencanto de saber que realmente lo eran, y seré el viejo que con una agridulce sonrisa recordará, recreará y fabulará sobre su vida, pero no, no soy el mismo que todos aquellos yoes, que fueron o serán, como esa ropa que después de veinte años no puedes creerte que algún día vistieras. La ciencia y la filosofía seguirán indagando sobre qué conforma nuestra identidad, nuestro yo, nuestra alma, cuál es la esencia que permanece, pero quizá deberíamos dejarle la respuesta a la poesía, que no por falsa deja de ser cierta; ¿qué es eso que llamamos alma?

La sonrisa orgullosa que sobrevive a las amargas lágrimas/  la fría calma que hiela nuestro corazón tras el amargo despertar de una ilusión/ la mirada herida que permanece impasible a las heridas del tiempo/ el dulce recuerdo de los sabores perdidos/ las cicatrices de los amores y las amistades traicionadas/ la esperanza encontrada cuando todo se daba por perdido/ la amistad y el amor que te sostienen cuando todo lo que fuiste o quisiste ser se desvanece/ la dignidad anhelada y perdida apenas al ser encontrada/ qué es el alma sino los inmortales recuerdos fabulados de la carne mortal que los aprisiona.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”