La mecánica cuántica y las redes sociales

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 31 de Julio de 2016
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"Ser es ser percibido"

(George Berkeley) 

La cita no es una frase publicitaria de Facebook, aunque pudiera parecerlo, es el planteamiento teórico de un filósofo británico del siglo XVIII, ¿de verdad existen las cosas, las personas y el mundo cuando no las observamos? Vale, seguro que hay cosas, o quizá más probablemente personas, que nos gustaría que desaparecieran de nuestra vista, sin embargo, son tan persistentes en ser percibidas como un mosquito en la noche más calurosa del año. Malévolos deseos aparte, la existencia del mundo, más allá de que lo percibamos o no, puede parecer una cuestión estúpida a cualquiera que se encuentre leyendo este texto, pero para uno de los filósofos más extravagantes de la historia, George Berkeley, la respuesta estaría clara y no coincidiría con lo que te prescribe el sentido común; la única realidad nos la dicta la existencia de ideas, y las ideas no existen por sí mismas, necesitan una mente que las piense y que les permita ser percibidas. Una vuelta al platonismo, por así decirlo. Cierto que su idealismo, esgrimido como refutación del pérfido materialismo que creía, con toda razón, terminaría por conducirnos a un mundo menos piadoso y más impío, no tuvo un gran recorrido en la historia de la filosofía, a pesar de la refinación de sus argumentos. Pero si retorcemos un poquito sus presupuestos, los exageramos y los adaptamos a nuestros cómicos tiempos, sí que supo dar respuesta a una sospecha; la innata e inagotable capacidad que tenemos los seres humanos para percibir a los demás y desear ser, a su vez, percibido por ellos. O en otras palabras menos filosóficas, nuestra infinita ansia por cotillear en la vida de los demás, aderezada por un acervado exhibicionismo que les muestre a los demás que somos, que existimos. Más allá de los tradicionales cotilleos entre vecinos, familia, compañeros de trabajo, amigos, etc., la caja tonta cumplía una de esas necesidades, la de cotillear la vida de los demás en esos programas matinales, vespertinos o nocturnos, que nos inundan con jugosas noticias sobre una chica y/o chico cuya principal virtud es tener un cuerpo físicamente aceptable, habitualmente acompañado de una mente poco desarrollada, y que se ha hecho famoso/a por salir con alguien cuya causa para ser famoso/a se nos olvidó hace ya tiempo, si la hubiera.

 Ahora, en éstos tiempos donde se produce un fenómeno tan divertido y tan absurdo, como perseguir ridículos animales imaginarios en la pantalla de nuestro móvil por las calles de nuestra ciudad, ajenos a lo demás, parece que las redes sociales nos han permitido dar un salto evolutivo muy importante, que se adapta a la querencia por el postureo que ya anunciaba Berkeley, y pasar a ser nosotros los protagonistas del voyerismo ajeno y del exhibicionismo propio, ya no nos conformamos con percibir desaforadamente la vida ajena a través de una distante pantalla,  ahora podemos combinar el cotilleo de personas más o menos próximas con la exposición de la propia.

Si no fuera así ¿cómo se explica el éxito de las redes sociales y su capacidad para abducirnos de la otra realidad durante horas? Que levante la mano todo aquel que lea estas palabras y no se haya perdido una tarde de un domingo como hoy, cotilleando, perdón, percibiendo, los perfiles de los demás. Y quién no ha perdido el tiempo en el espacio virtual pensando en cómo exhibirse ante los demás, ya sea con una frase pretendidamente inteligente, sea o no propia, subiendo una foto, con las poses y filtros adecuados que muestran lo fantástica que es tu vida, o no, lo triste que es, ya que lo patético también vende.  Lo importante es llamar la atención de cotilleos ajenos, tanto al menos como deseamos nosotros cotillear a los demás. Ser percibido o no, esa es la cuestión, el dilema Shakesperiano de nuestra vida virtual.

Hace algo menos de un siglo, un físico teórico ideo un experimento mental con un gato encerrado en una caja, y subrayo lo de mental que no real, que no están ahora los tiempos para tontear con el tema del maltrato a los animales, y menos en las redes sociales, donde unos y otros, están más preocupados por insultarse que por lamentar la pérdida de un ser humano, cuya vida, más allá de ser juzgada moralmente por torear, era tan preciosa y tan única como la de cualquier otro ser humano. Y donde algunos otros, aprovechan la estupidez ajena para lucir la propia, y criticar a todo un movimiento cuya apuesta es por un comportamiento ético con los animales, nada más, confundiéndolos a propósito con los pocos que se esconden en la masa de las redes sociales para compartir su estupidez creyendo que insultar a un torero les dará más argumentos, o lo que es peor, les ayudará a ser percibidos y por tanto más populares.

En fin, recuperemos el hilo, que se nos va. Schrödinger quería mostrarnos con su experimento imaginario las paradojas a las que nos lleva aceptar que nuestra realidad es mucho más frágil de lo que creemos, tal y como nos muestra la mecánica de la física cuántica. Pensemos en un gato encerrado en una caja donde no podemos ver lo que hay dentro, un mecanismo de electrones instalado en su interior está conectado a una botella de veneno, algo sádico, sí. Disparamos un electrón, y pueden suceder dos cosas que tienen la misma probabilidad, que al detectarlo el dispositivo dispare el veneno y mate al gato (ya dijimos que era un poco sádico el Schrödinger éste) o que no lo detecte y no lo mate. Es algo que descubriremos al abrir la caja, en principio. Pero la física cuántica nos dice que el electrón al ser onda y partícula es capaz de producir ambos resultados simultáneamente, ser detectado y matar al pobre gato, o no serlo y que se salve el afortunado minino. Ambas realidades son ciertas y coexisten, el gato está vivo y muerto a la vez, mientras no se abra la caja, y únicamente se decide un resultado al intervenir la percepción al abrirla. Se produce lo que los físicos llaman decoherencia, que es la responsable que veamos una única de las realidades posibles que se manifiestan en el mundo subatómico. Después de todo, parece que Berkeley no estaba tan loco ¿no? Einstein, que siempre desconfió de la física cuántica se hacía la misma pregunta que los detractores del filósofo británico hace ya varios siglos ¿es que acaso la luna no existe cuando no la vemos en el cielo ahí arriba? Claro que no es lo mismo el mundo subatómico que nuestro nivel de realidad, pero lo cierto es, que ésta es mucho más frágil, sutil y desconcertante de lo que pensábamos.

Así que, aquí viene la pregunta del millón ¿existimos realmente cuando no estamos presentes en las redes sociales o únicamente venimos a la vida y salimos de nuestro estado de indeterminación, de existencia/no existencia cuando algún Me gusta, algún comentario, o algún retweet nos saca del olvido? Y en ese bucle tan absurdo nos encerramos, dando pábulo especial y dotando de realidad a las paranoicas teorías idealistas de Berkeley o a las paradójicas conclusiones de la mecánica cuántica. Tan sólo existimos si somos percibidos en las redes sociales, y como sucede en el experimento del sádico físico alemán, esa percepción altera nuestro estado natural. ¿Hay alguna otra explicación para el exceso de postureo tan absurdo que nos encontramos a diario? Al margen de la estupidez humana, que es una explicación que es mejor descartar por respeto, tan sólo nos queda la filosofía y la física. ¡Las percepciones de los demás nos alteran, nos dotan de existencia, y nos obligan a posturear!

Seamos sinceros, sobre todo ahora que Facebook nos recuerda tan sádicamente lo que postureamos cada día en años anteriores, y reconozcamos que, en muchos casos, algunas cosas compartidas, como fotos o estados que escribimos antaño, al verlas ahora nos sacan los colores. Casi tanto como esos WhatsApp escritos a deshoras. Que no nos engañemos, es otra red social donde no sólo nos comunicamos, especialmente en esos grupos que tanto desespero nos producen, sino que postureamos al máximo, y que tiene tanto o más peligro que Facebook o Twitter para nuestra perdida dignidad. Pero, quizá merezca la pena perderla por sentirnos parte de algo más. Somos animales sociales, decía Aristóteles, somos animales de las redes sociales, podríamos decir hoy día. Ahora forman parte de nuestra realidad, y han venido para quedarse, nos gusten, nos avergüencen o no. Más vale aceptarlas con más humor que resignación, y procuremos, o mantener algo de la poca dignidad que nos queda, o redefinamos el concepto de dignidad, que también vale.

Percibir o ser percibidos, quizá podríamos hacerlo con más naturalidad, moderando nuestro voyerismo de las vidas ajenas con recato, y limitándolo con educación y respeto. Quizá podríamos dar un poco menos de vergüenza ajena, comportándonos menos como si estuviéramos pavoneándonos en el patio del instituto en plena época de subidón hormonal, y más como si observáramos el famoso un día como hoy de Facebook con la distancia y la perspectiva desencantadora que da el tiempo, pero lo cierto es ¿sería nuestra vida tan divertida?  

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”