'Kierkegaard, el filósofo de la resistencia'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 31 de Octubre de 2021
Soren Kierkegaard, en un boceto inacabado pintado en 1840 por su primo, Niels Christian Kierkegaard.
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Soren Kierkegaard, en un boceto inacabado pintado en 1840 por su primo, Niels Christian Kierkegaard.
'Lo que cuenta es comprender a qué estoy destinado, percibir qué es lo que la Divinidad quiere que yo haga; la cuestión es encontrar una verdad que sea verdad para mí, encontrar la idea por la que esté dispuesto a vivir y a morir'. Soren Kierkegaard

La filosofía desde el siglo XIX es, al menos en parte, una historia de la resistencia. Y es por tanto la historia de una sospecha: que todos aquellos cambios que el progreso y la era de las maquinas, la industrialización y la masificación humana en grandes urbes prometían, para mejorar nuestro destino, venían acompañados de sombras. Tres pensadores destacaron como adalides de esta resistencia, y enarbolaron la era de la sospecha; Nietzsche, Schopenhauer y Freud, pero no menor impacto tuvo, desde otra perspectiva más vinculada a la dimensión espiritual, Soren Kierkegaard. El filósofo danés enarboló la bandera de una vuelta a un peculiar renacimiento espiritual, que nos salvaguardara de los peligros de una masificación que destrozaba la dignidad del individuo. El problema de la sociedad de masas, creciente en la inevitable globalización del siglo XXI, encuentra sus semillas en el XIX. Kierkegaard niega que la masa pueda ser dirigida y controlada burocráticamente, como el optimismo positivista creía, ni salvada por el genio del romanticismo, o por el brillante héroe intelectual del liberalismo de Stuart Mill, que pone sus talentos al servicio del bien común, como contrapeso al gris amorfo de la masa que nos impide ser libres.

Para Kierkegaard la masa es el contrapunto necesario a la soledad inevitable que acompaña al espíritu humano desde su nacimiento hasta su muerte. Es el escenario en el que interpretamos el papel de nuestra vida...

No, para Kierkegaard la masa es el contrapunto necesario a la soledad inevitable que acompaña al espíritu humano desde su nacimiento hasta su muerte. Es el escenario en el que interpretamos el papel de nuestra vida, en un juego de improvisación sometido a estrictos controles que nos causa profunda angustia. Esa corriente, el existencialismo, que amargó el optimismo de tantos, encuentra en nuestro pensador a su primer profeta. Su impacto fue tal, que filósofos ateos encontraron en la lectura de sus textos fuente de inspiración para rechazar una modernidad llena de trampas, falsas disyuntivas y callejones sin salida, reivindicando la necesidad de una existencia más auténtica que la adormecida al sucumbir nuestro espíritu al lodo de la sociedad de masas.

La introspección, poner el foco en profundizar en los sentidos más íntimos de nuestra experiencia personal, nos permite alcanzar la única verdad que importa, que por fuerza ha de ser existencial y subjetiva. Antes que Sartre, nuestro filósofo reivindica la preeminencia de la existencia sobre la esencia. La verdad, o es existencial o es un artificio. No hay verdades previas, universales, abstractas. La única verdad posible que merece la pena es la vinculada, y creada, por el propio individuo. El sentir, el deseo, la pasión, es el origen del pensar humano, no la razón, no la lógica. Cualquier intento de sistematizar al ser humano está destinado al fracaso, y más aún el idealismo de los sistemas abstractos imperantes en filosofía.

Porque esta verdad trata de trascender, no se queda en los espacios particulares y egoístas del fanático. Un fanático utiliza su verdad para agredir, atacar, no para trascender

Si en Schopenhauer la única manera de sobrevivir al deseo, a los impulsos, a los sentimientos, y a sus consecuencias que conforman la verdadera existencia, es huir de ellos, renunciar, por el contrario Kierkegaard nos pide que los abracemos, pues su radical cristianismo, similar en cierto sentido al misticismo cristiano medieval, cree que esa pasión interior es la única vía de acceso a la divinidad. No busca la serenidad como el filósofo alemán, busca la reafirmación del espíritu humano a través de la pasión. Lo primero que hemos de aceptar es que el ser humano es un ser que está en permanente proceso de construcción, no es algo acabado, es dinámico. Es la existencia concreta, no la esencia, la que nos define. La apuesta subjetivista de Kierkegaard no es la de la fe del fanático; Kierkegaard estable dos diferencias con el subjetivismo del fanatismo: por un lado el arraigo de la verdad subjetiva que reivindica la vida, y el imperativo moral de entrega y generosidad, que de la propia existencia se desprende. Y en segundo lugar, porque esta verdad trata de trascender, no se queda en los espacios particulares y egoístas del fanático. Un fanático utiliza su verdad para agredir, atacar, no para trascender.

Somos un ser en proceso de construcción, dinámico, que se enfrenta a esa subsunción en una masa amorfa que nos lleva al estancamiento y a la indiferencia. Cómo podemos salir de esta amenaza: a través de dos sentimientos, dos fuerzas que nos liberan: la melancolía y la desesperación. Nos harán sufrir, pero si las trascendemos encontraremos la recompensa espiritual buscada. La melancolía, santo grial de todo aspirante romántico, es consecuencia de su abandono al hedonismo, al  caer en el disfrute inmediato del goce, sensual o artístico. Este, como ya diría Hegel, es un deseo que nunca se satisface, que siempre deja un poso de insatisfacción, una melancolía que irradia una tristeza que, o nos arrastra al abismo, o nos eleva a la búsqueda de algo más trascendente. La melancolía es tanto acicate como peligro. Y en tanto peligro nos lleva a la desesperación, el segundo sentimiento. La desesperación es el culmen de la melancolía, un cruce de caminos en el que podemos quedarnos paralizados ante la incertidumbre,  o que podemos aprender a superar, a través de la trascendencia espiritual.

Esa persona tiene dos opciones: hundirse en la melancolía y en la desesperación, o a través del  descubrimiento de uno mismo, renacer, a través del dolor y del sufrimiento, y trascender a un nivel ético superior, a una autenticidad existencial mayor

En el pensador danés, pues, la solución se encuentra en la apertura a la trascendencia religiosa. La filosofía de Kierkegaard tiene notables vínculos con la religión, pero, tal y como varios pensadores ateos han interpretado sus textos, también tiene algo que decir a aquél que no encuentra consuelo en una religión o un dios concreto. Para esta relectura de sus textos, también es posible encontrar una espiritualidad laica, encontrar una filosofía vital, existencial, espiritual, pero no religiosa, en la que la salida a la melancolía y la desesperación, es la búsqueda de aquello en lo que en verdad quieres convertirte, aquello que en tu corazón deseas ser. Una introspección autentica, antecedente del existencialismo vigente a principios del siglo XX. No has de convertirte en lo que te piden que seas, o en lo que te has convertido al plegarte a la masificación y subsunción de tus deseos en un mercado, donde todo se iguala y todo se compra y vende. Tras el mero estado estético, se encuentra un estadio ético,  sea espiritual o sea laico, que está a nuestro alcance. Solo quien ha viajado al fondo del abismo que todos tenemos en nuestro interior, arrastrado por las circunstancias del azar o por sus propios actos, es capaz de reconocer aquello que le define, y aquello que merece la pena desear y lo que es superfluo. Esa persona tiene dos opciones: hundirse en la melancolía y en la desesperación, o a través del  descubrimiento de uno mismo, renacer, a través del dolor y del sufrimiento, y trascender a un nivel ético superior, a una autenticidad existencial mayor.

Si hay una relación con la divinidad, ésta no necesita intermediarios, ni clérigos que la interpreten

Esta situación, este dilema del individuo ahogado por la masificación, es el que nos provoca esa angustia existencial que tan difícil es de definir, pero tan fácil de sentir. Kierkegaard establece tres estadios en la posible evolución del ser humano: el estético, el ético y el religioso. Podemos quedarnos en el primero, plantarnos en el segundo o trascender al tercero. Solo por sus nombres, y dada la querencia por la espiritualidad atormentada del filósofo danés, podemos hacernos una idea; el primer estadio es el del desenfreno de ir deseo tras deseo, placer tras placer. Buscamos satisfacer todo capricho que se encuentre a nuestro alcance. Vivimos por el instante. Pero la opción existencial de Kierkegaard no es quedarse a vivir en el instante, pues solo nos lleva a la desesperación y a la muerte, sino avanzar hacia el estadio ético. Este estadio sería similar al de la obsesión kantiana por el deber. Nos ofrece estabilidad social, y emocional, pero ya que estamos, diría nuestro filósofo, por qué no trascender lo meramente humano e ir a lo trascendental; el estadio religioso. O espiritual, que supone avanzar abrazando la angustia y la desesperación: si el ser humano fuera un ángel o un animal, no podría conocer la angustia. Pero puesto que es una síntesis, es capaz de ello, y es tanto más humano cuanto más profunda es su angustia. Como comentábamos anteriormente, nada que no hubieran probado los místicos medievales. La religión que predica Kierkegaard es una experiencia personal, y difícilmente encaja en dogmas de religiones institucionalizadas. Si hay una relación con la divinidad, ésta no necesita intermediarios, ni clérigos que la interpreten.

La cuestión de la fe y la espiritualidad queda a la libre elección de cada cual, pero una de las lecciones más valiosas de la lectura de Kierkegaard, al margen de la búsqueda de la divinidad en el interior de cada uno para el creyente, es el valor que tiene para aprender a superar el dolor y el sufrimiento. La iluminación espiritual la encontramos al armarnos de coraje, y no quedarnos atrapados en la angustia y la desesperación. Con Kierkegaard, su fina ironía, y su calidad literaria, impropia de los filósofos más sistemáticos, aprendemos a asumir la crisis existencial que se ha convertido en pandemia mental en esta modernidad tecnificada. Cómo encontrar la salida a lo que en numerosas ocasiones confundimos con enfermedad mental, cuando realmente es una crisis de sentido existencial, es elección de cada cual. Al menos, seamos lo suficientemente sinceros para atrevernos a una introspección que no nos dará respuestas mágicas sobre nuestras crisis, pero quizá si nos ofrezca un diagnóstico.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”