La Justicia y el Derecho

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 28 de Julio de 2019
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 'Estos son los preceptos del Derecho: vivir honestamente, no ofender a los demás y dar a cada uno lo suyo'.

Ulpiano, Jurisconsulto del Imperio Romano.

En su sentido más cotidiano apelar al derecho es lo mismo que apelar a la justicia. Ambas palabras son intercambiables en la mayoría de los usos que de ellas hacemos. Hablamos de Tribunales de Justicia, no de Tribunales de Derecho. Es evidente, que más allá de ese uso, existe una semántica más compleja, en la que ambos términos pueden contradecirse. Yendo a un ejemplo grueso, pero no por ello menos significativo; el sistema de Justicia, con su consiguiente armadura legal establecida en el Derecho de la Alemania Nazi, o de tantos otros sistemas dictatoriales, como el franquista en nuestro país o el régimen del Apartheid en Sudáfrica. Bajo ningún precepto podremos considerarlos justos, pero difícilmente establecer que no eran legales, ajustados al derecho establecido en cada país. En sistemas dictatoriales está clara la distinción entre derecho y justicia, incluso en los que llegaron utilizando la democracia como palanca, como los nazis en Alemania. El problema lo encontramos cuando se establecen leyes que difícilmente calificaríamos de justas, en países que en teoría funcionan con instituciones plenamente democráticas. Está ocurriendo en los países del este pertenecientes a la Unión Europea, países como Polonia y Hungría que instauran leyes que lindan con las de sistemas totalitarios, ante las que más allá de alguna queja del Parlamento o la Comisión europea, no hacemos nada. Tanto en democracia, como en aquellos sistemas que no lo son, el privilegio de la fuerza lo ejerce el Estado, que es el que aplica el derecho, y decide por tanto lo que es justicia o no, en su concreción legal, no siempre ética. Claude-Adrien Helvétius, un filósofo francés del XVIII, ponía nombre a esta situación con una demoledora frase; son tan insensatos los hombres que una violencia respetada acaba por parecerles un derecho.

La clave, como no podría ser de otra manera, es dónde encontramos la prevalencia, si en el abstracto ámbito de la ética, en cuyo dominio general localizamos el pilar de la justicia, o en el concreto ámbito político, que establece las leyes que limitan aquello que es justo, o de justicia, y aquello que no

La clave, como no podría ser de otra manera, es dónde encontramos la prevalencia, si en el abstracto ámbito de la ética, en cuyo dominio general localizamos el pilar de la justicia, o en el concreto ámbito político, que establece las leyes que limitan aquello que es justo, o de justicia, y aquello que no. En sus orígenes, y tenemos el ejemplo de la cita de Ulpiano, especialista de uno de los sistemas legales precursores del nuestro, y del que aún encontramos huellas, los sistemas legales, el derecho, eran una manera de organizar el bien común, en torno a la idea de justicia, con clara prevalencia ética, como se desprende de uso de términos como vivir honestamente, no ofender, y dar a cada uno lo suyo. Palabras trampa, también, todo hay que decirlo, en su abstracción, porque como diría un jurisconsulto de nuestros propios días, en abstracto todos queremos justicia, pero en lo concreto, rara vez la justicia para uno es lo mismo que para el otro, cuando no sucede que incluso se contradigan. Esa falta de sintonía entre la política encargada de establecer el sistema legal de derecho, y la justicia, quedaban plasmadas por estas palabras, uno no sabría si decir cínicas, o realistas, de Abraham Lincoln: La más estricta Justicia no creo que sea siempre la mejor política.

Si nos vamos a las definiciones semánticas y filosóficas de ambos términos quizá podamos aclarar un poco si realmente justicia y derecho han de estar condenados a entenderse, o a convivir permanentemente en un mar de contradicciones, como la vida misma. El derecho es, en una definición lo más sencilla posible,  el conjunto de derechos que rigen las relaciones de los seres humanos, es aquello que consideramos legítimo, establecido por unas reglas que nos hemos dado para vivir en sociedad, democráticamente o no, y amparadas por algún tipo de fuerza coercitiva decidida a aplicarlas. Impregnado por ese espíritu ético que supuestamente prevalece en el derecho,  Immanuel Kant en su Doctrina del derecho en La Metafísica de las costumbres establece que: el derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad. Bonitas palabras, si en verdad todos aceptáramos que existe esa ley universal a la que todos debemos obediencia. Profundizando en esa idea Hegel, más abstracto, pero diciendo básicamente lo mismo, afirma que el derecho consiste en que cada singular es respetado y tratado por el otro como un ser libre, pues solo en ese respecto la voluntad libre se tiene a sí misma en el otro como objeto y contenido. Todo sea por la dialéctica. Nietzsche, alejado de abstracciones, y dialécticas, pone un grado de cinismo, y algún otro de realidad, al afirmar que el derecho no es sino la voluntad de eternizar el actual equilibrio de poder; a condición que uno esté satisfecho con él. Nos da donde nos duele, una de esas realidades que contradicen la perfecta armonía entre el derecho y la justicia, es que disponer de medios económicos ayuda, no solo a que se haga justicia, sino desgraciadamente a evitarla. La prevalencia ética que se supone ilumina el camino del derecho, se establece histórica, y filosóficamente, en la idea de un Derecho Natural; un conjunto de reglas aplicables a cualquier ser humano, más allá de cualquier derecho positivo, en jerga jurídica, o de cualquier sistema legal concreto del que estemos hablando, para entendernos. Desgraciadamente, por muchas declaraciones de Derechos Humanos que establezcamos como manifestación concreta de nuestros derechos naturales, no hay tantos lugares del mundo donde las leyes reconozcan su prevalencia. Se sigue persiguiendo la homosexualidad, se sigue persiguiendo la libertad de expresión, se sigue esclavizando a las mujeres, o matándolas, por ser mujeres,  se sigue explotando a los niños, y un sinfín de miserias que coronan las injusticias del mundo en el que vivimos.

La concepción ética de la justicia es más exigente que la demandada por la justicia legal. Un claro ejemplo lo tenemos en lo que es nuestra norma máxima de derecho, la Constitución española, que establece el derecho a la vivienda, que queda claro que no se aplica en nuestra normativa jurídica

La justicia, en términos legales, es el resultado de la actuación del derecho, que reestablece aquellas injusticias que se han cometido, y ha de retribuir a cada cual lo que le pertenece, establecido en el sistema legal correspondiente. Ahora bien, queda claro que la justicia legal no siempre cumple con la justicia de la ética. Lo vimos en las palabras de Ulpiano o en palabra del más moderno Proudhon, que define la justicia como la capacidad de sentir en carne propia tanto la dignidad que te pertenece, como la que pertenece al otro, es el respeto, experimentado espontáneamente y recíprocamente garantizado, de la dignidad humana, en cualquier persona y en cualquier circunstancia en que se encuentre comprometida, y ante cualquier riesgo a que nos exponga su defensa. La concepción ética de la justicia es más exigente que la demandada por la justicia legal. Un claro ejemplo lo tenemos en lo que es nuestra norma máxima de derecho, la Constitución española, que establece el derecho a la vivienda, que queda claro que no se aplica en nuestra normativa jurídica. La excusa de los expertos es que es responsabilidad de los poderes políticos, como meta, no como obligación. Aceptemos pulpo como animal de compañía. Claro está que podemos ir más allá, a esa norma suprema de derecho natural que es la Declaración Universal de Derecho Humanos que dice que todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona. En lo de la libertad y la seguridad, en un sistema democrático nos encontramos con aporías y dificultades, pero al menos hay cierto equilibrio y respeto al espíritu general, pero ¿y la vida? Quizá habría que añadir derecho a una vida con un mínimo de dignidad; seas de donde seas, inmigrante o no, tengas la religión, o no tengas, que quieras, te guste las personas del mismo sexo o de otro, o mil peculiaridades más. Ese derecho natural, universal a una vida digna es una quimera, en países democráticos, totalitarios, y los que se mueven de por medio.

Existe una manía en ciertos tribunales, de en nombre de una moral concreta, por mucho que lo escondan amparándose en el espíritu de las leyes, de coartar la libertad de expresión

Volviendo a bajar un poco de las nubes, no sea que nos acusen, con toda la razón, de ser un romántico idealista; algunas consideraciones: No es razonable, dada la variedad de vidas morales válidas que han de convivir en una sociedad plural, que el derecho se exceda en plantear unos máximos en regular esos ámbitos, y excesos en ese sentido vemos todos los días en nuestros propios tribunales. Alguno que otro juez parece confundir su propia moral, con la pluralidad moral que ha de garantizar, le guste o no, la comparta o no. Existe una manía en ciertos tribunales, de en nombre de una moral concreta, por mucho que lo escondan amparándose en el espíritu de las leyes, de coartar la libertad de expresión. George Orwell nos advertía encarecidamente que; si la libertad significa algo, será sobre todo el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír. Un derecho, que algunos tribunales de justicia no parecen estar dispuestos a admitir. Otra consideración a tener en cuenta, es que el derecho muchas veces se usa para favorecer el llamado interés social, por no hablar de interés de Estado, más oscuro que el social. En ambos casos se aplican con más dureza castigos legales por esa alarma social, o por ese interés de estado. Es un terreno resbaladizo moralmente hablando, entre otras cosas porque hay una clara contradicción entre lo justo y esa rigurosa aplicación de las leyes, que se dirigen más a un contexto, que a unos hechos concretos. El problema en estos controvertidos casos, es mezclar derecho con utilidad, algo que algunos juristas hacen, y justifican. Un terreno muy resbaladizo en la aplicación moral de la justicia, más allá del derecho. La utilidad que contamina la aplicación del derecho, la justicia y por supuesto la política, daría para otro texto, aún más complejo y con más espinas que el presente.

Al menos deberíamos pensar muy bien, qué tipo de personas que van a establecer los límites legales de nuestros sistemas de justicia y de derecho, hemos de elegir, no vaya a ser que limiten nuestra libertad, para garantizarse la suya, y no la de todos

El presidente estadounidense Harry Truman con cierto encogimiento de hombros señalaba las contradicciones entre nuestros derechos naturales y la realidad política con esta singular frase: La libertad es el derecho de escoger a las personas que tendrán el deber de limitárnosla. Al menos deberíamos pensar muy bien, qué tipo de personas que van a establecer los límites legales de nuestros sistemas de justicia y de derecho, hemos de elegir, no vaya a ser que limiten nuestra libertad, para garantizarse la suya, y no la de todos. Aunque siempre nos quedaría el derecho natural  a la rebelión, a no obedecer a los que no tienen derecho a mandar, por el uso de la fuerza, o porque lo han perdido por la inmoralidad de sus acciones, bajo un retorcido paraguas legal o no, como nos animaba a hacer Cicerón. O que decir de esos barbaros, algunos de los cuales se encuentran a cargo de potencias del mundo, dispuestos a meternos en conflictos, como hicieron algunos líderes españoles del pasado que se resisten a reconocer su indignidad. Abrumado por el coste de las guerras religiosas, no tan lejanas hoy día, Blaise Pascal en el siglo XVII exclamaba con enorme dolor: ¿Puede haber algo más ridículo que la pretensión  de que un hombre tenga derecho a matarme porque habita al otro lado del agua y su príncipe tiene una querella con el mío, aunque yo no la tenga con él?

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”