Enemigos íntimos: liberalismo versus comunitarismo
El hombre no puede, por sí solo, sino muy poca cosa; es un Robinson abandonado; solo en comunidad con los demás es poderoso. Arthur Schopenhauer.
El sistema liberal, que tantos bienes ha producido a la humanidad, pero a la que igualmente ha llevado a unos cuantos callejones sin salida, se encuentra en una profunda crisis; política, social y moral. Las raíces de esta crisis vienen de lejos, desde los orígenes de su hegemonía en occidente, a partir de la Revolución francesa y el auge cultural de los movimientos ilustrados. En el siglo XIX encontró profundas reticencias en los movimientos tradicionalistas y reaccionarios, encarnados en el romántico ideal de nación. En el siglo XX el fascismo devastó un sistema resquebrajado por el auge del nacionalismo, las secuelas de la Primera Guerra Mundial y las crisis económicas del capitalismo, pero tras la Segunda Guerra Mundial, parecía que los sistemas liberales entraban en un periodo de estabilidad que prometía tiempos felices, especialmente con el auge del Estado de Bienestar en Europa occidental y el establecimiento de un sistema bipartidista que procuraba estabilidad. Un liberalismo democrático que oscilaba entre más liberalismo económico o más bienestar y protección social, pero con un sistema político relativamente estable y unas libertades democráticas consolidadas. Todo ello ha entrado recientemente en ebullición, con crisis de legitimidades del sistema liberal democrático, incremento del autoritarismo y la xenofobia, y el sistema bipartidista saltando en pedazos. A la cocción se añade auges desaforados de nacionalismo y semillas de movimientos fascistas que crecen en popularidad vertiginosamente. Todo ello acompañado de líderes políticos desquiciados, y un desconcierto moral que se encuentra en el origen de una desorientación social inédita en tiempos contemporáneos.
La naturaleza del ser humano es tribal, comunitaria, en sus genes ancestrales se encuentra grabado a fuego la necesidad de otros para sobrevivir. Necesitamos identificarnos con otros con los que compartimos hábitat para dotarnos de un sentido, ante la incapacidad de encontrar uno propio, y para protegernos, de nosotros mismos y de los demás
La naturaleza del ser humano es tribal, comunitaria, en sus genes ancestrales se encuentra grabado a fuego la necesidad de otros para sobrevivir. Necesitamos identificarnos con otros con los que compartimos hábitat para dotarnos de un sentido, ante la incapacidad de encontrar uno propio, y para protegernos, de nosotros mismos y de los demás. Somos animales tribales, y como tales desde nuestro nacimiento como especie nos hemos apoyado mutuamente. En la prehistoria los yacimientos arqueológicos nos han mostrado como existía esa solidaridad y esa protección, donde los fuertes cuidaban de los débiles, incluidos los ancianos, que poco o nada podían aportar ya, más allá del apreciado valor de la experiencia, y del respeto por su contribución a la supervivencia de la tribu. Miles de años después, la maduración de la civilización que ha acompañado la creación de los Estados, no ha borrado la huella cultural y la añoranza de esa necesidad de refugio.
En los años ochenta del pasado siglo una serie pensadores, en clave social, política y moral, aventuraron el desatino de los sistemas liberales, que habían socavado tanto las comunidades y dado tanto poder al individuo y al Estado, que terminaron por desequilibrar la balanza. Pensadores de muy diversa procedencia ideológica, algunos más conservadores, otros más reformistas en sus planteamientos, y otros incluso radicales, pero en todos ellos había un elemento común, la crítica a la incapacidad de los estados modernos liberales de dotar de un sentido común a una sociedad, de un propósito. Sociedades que ya por aquel entonces empezaban a mostrar signos de desconcierto, a los que hay que sumar la crisis del Estado de Bienestar en nuestro actual siglo, sistema que acogía a aquellos en riesgo de ser expulsados del sistema. Ante ellos, desde sus diversas ópticas, surgía una solución, dar una vuelta de tuerca al concepto clásico de Comunidad, y encontrar en ese reelaborado concepto elementos de cohesión social, política y moral. Las críticas al liberalismo, tal y como las plantea Allen Buchanan, especialmente en clave ética, pero subsumible a los ámbitos social y político, señalan debilidades que curiosamente son admitidas también por teóricos y paladines de sistemas democráticos liberales como John Rawls. Las criticas vienen a decir que las sociedades liberales pagan un precio demasiado alto; desarraigo afectivo, exceso de individualismo con la consiguiente pérdida de la solidaridad como valor, perdida de la identidad cultural, que aglutina a las comunidades, y desapego del individuo respecto a su entorno. La comunidad pasa a ocupar un lugar secundario en las prioridades de los individuos, ser ciudadano, en el sentido liberal, tiene otros valores no compatibles del todo con los de la Comunidad. La participación política es instrumental y eso repercute en la progresiva desafección de la sociedad y sus valores respecto a una vida buena. El liberalismo al focalizarse en el individuo en tanto garante de una vida feliz, o en su papel de ciudadano, como contribuyente instrumental al funcionamiento del Estado, olvida sus compromisos con la comunidad a la que pertenece, se desarraiga, y la familia deja también de ocupar una preeminencia en la escala de valores de esa vida buena. Un olvido marca el devenir liberal, se olvida que no todo se elige en la vida, no la comunidad que permite el arraigo social y que no se elige, al nacer o criarse en ella, perdiendo de vista que esta comunidad te protege, pero exige unos compromisos a cambio. Se critica la preeminencia de la Justicia en el liberalismo en tanto virtud esencial de la sociedad, pues para estas corrientes de pensamiento comunitario su primacía lleva a equívoco, pues a pesar de su importancia, su función es reparadora de errores, pero la virtud más elevada la marca la pertenencia a la comunidad, no la Justicia en sí.
Cuatro movilidades acentúan y fragilizan la identidad en las sociedades contemporáneas; la geográfica, la social, la de las parejas, y la política. A todo ello hay que sumarle la tecnológica, que está marcando un abismo entre generaciones. El ejemplo comunitarista se centra en el abandono del lugar donde uno ha crecido y tiene arraigos familiares, para buscarse la vida, que en la simbología liberal pareciera una aventura, un destino de autoafirmación que ayuda a madurar y ser libres
Y el problema es que en tiempos de crisis, tiempos duros, el individuo pierde el norte, pierde su seguridad, su sentido, y esto descoloca a las propias sociedades, que se fragilizan, desvertebran su capacidad de proteger a sus miembros, se vuelven introspectivas
El sueño comunitarista parte una idea que permanece en el subconsciente de su ideología, sin terminar de manifestarse. El ser humano no ha alcanzado suficiente madurez para ser libre, o quizá por su naturaleza nunca lo podrá ser verdaderamente. El ser humano no solo es un animal social, político, en el sentido aristotélico, es un ser comunal, que tiene cadenas que no solo no elige, sino que desarraigarse de ellas le produce una metamorfosis para la que no está preparado; tradición, lengua, familia, comunidad, ese arraigo es parte esencial del mismo. Las crisis que estamos observando parte de no reconocer ese hecho esencial. No es una perspectiva ética ni ideológica, la comunitarista, que comparta en su mayor parte, pero obviarla no nos ayudará a superar las crisis que se nos avecinan. Tiempos para dudar, para pensar, para elegir, para respetar, que en el fondo no es otra cosa que elegir la promesa de libertad que en su centro, más allá de errores, alumbró el liberalismo, que en el XVIII, con la Revolución francesa, nos liberó de cadenas, preparados o no.