Sierra Nevada, Ahora y siempre.

La educación liberal y la segregación por sexo

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 4 de Junio de 2017
laicismo.org

Solo las personas que han recibido educación son libres. Epicteto

Es fácil imaginar el rechinar de dientes que a los sectores más conservadores les puede dar ver la palabra liberal unida a educación, ya que uno de los instrumentos más poderosos que siempre han manejado para que todo quede igual, ese apelar a la tradición, es la instrucción. Porque de eso se trata, de instruir, no de educar. Instruir en cómo debe comportarse la nueva elite que habrá de liderar el mundo y de cómo instruir a los liderados en su papel de sumisión. Se trata de dar doctrina, y rechazar profundamente cualquier cambio en ese adoctrinar que pueda poner en duda cualquiera de los valores que pretenden inculcar en las dúctiles mentes más jóvenes. Como si esos valores hubieran de ser eternos y adorados en el altar de las cosas son como son y ya está.  

Y no cabe duda, que más allá de que los de arriba merecen estar donde están y los de abajo merecen seguir en su lugar, con ciertas comodidades claro, que tampoco se trata de excederse en crueldad, otro de los máximos pilares de la instrucción en las tradiciones a las nuevas generaciones, es que los hombres tienen unos valores propios y merecen una instrucción adecuada, y el sexo débil, otra instrucción diferente, separadas del sexo dominante, no vaya a ser que les distraigan, algo que está en su carácter banal y coqueto. Supongo que algo así deben pensar los popes defensores de la tradición. 

Aprender desde un principio que todos, hombres y mujeres, nacemos iguales, que el color de nuestra piel es tan indiferente como el blanco de nuestros ojos, y que nacer en la prodigalidad no te da derecho a pensar que eres mejor que aquel que ha nacido en la indigencia

La realidad que nunca van a aceptar es que una cosa es la instrucción en dogmas, y otra muy diferente la educación, que no puede ser entendida sino como liberal. Aprender desde un principio que todos, hombres y mujeres, nacemos iguales, que el color de nuestra piel es tan indiferente como el blanco de nuestros ojos, y que nacer en la prodigalidad no te da derecho a pensar que eres mejor que aquel que ha nacido en la indigencia. Es liberal procurar que todos tengan derecho a una educación que iguale lo que nuestro sistema social ha separado. Es liberal aprender que la tolerancia en los gustos sexuales o intelectuales o artísticos o culturales, de aquellos que son diferentes a nosotros nos enriquece, no nos agrede. Es liberal entender que la única diferencia entre hombres y mujeres es su biología que no es determinante en nada de lo que nos hace personas, ni ciudadanos. Es liberal entender la educación como un permanente interrogante sobre aquello que conocemos; el propósito de la educación no puede ser producir creencias más que pensamientos, obligar a los jóvenes a tener opiniones  positivas sobre cuestiones dudosas más que dejarles ver lo dudoso y encarecer la independencia moral. La educación debe estimular el deseo de la verdad, no la convicción de que algún credo es la verdad. Así lo escribía Russell en sus Escritos básicos

Bertrand Russell, filósofo adalid de la educación en libertad y firme creyente en la igualdad de los sexos, y en liberarnos de las ataduras morales de las religiones que conjugan su práctica como si aún viviéramos en la Edad Media, y que nos impiden mantener un mínimo de dignidad en nuestra búsqueda de la felicidad.  Sufrió lo suyo en su momento para defender una educación que permitiera crecer libres a los niños y niñas mientras aprendían los valores de la tolerancia. No es difícil imaginar, que palabras como las que se emplearon para impedir que nuestro pensador enseñara en el College de la ciudad de Nueva York, resuenen todavía en los argumentos de esos defensores de la tradición conservadora de nuestra sociedad. Las obras de Russell para impedir que enseñara fueron calificadas de “lascivas, libidinosas, lujuriosas, venéreas, erotomaníacas, afrodisiacas, irreverentes, mentalmente estrechas, infieles a la verdad y carentes de fibra moral”.

¡Dan ganas de salir corriendo a comprarse sus obras completas y disfrutar de tal depravación! Así es la vida, podría ser peor y estos tipos ultraconservadores decidir sacar un bus publicitario con algún estúpido lema sobre la sexualidad de los niños, o cómo se identifican cada uno de ellos libremente con un sexo. Parece que definimos a las personas por su sexo, y no por el hecho de que sean personas. Que sean hombres o mujeres, que les guste el sexo que quieran, o decidan disfrutar de una convivencia en común, con personas de diferente sexo, o del mismo, debería resultarnos tan anecdótico como que nos gusten más las personas pelirrojas o las morenas. ¿No debería importarnos únicamente cómo somos como personas, nuestros valores, nuestra educación, nuestra libertad, nuestra tolerancia, que las anécdotas de los gustos de cada uno?

¿No debería importarnos únicamente cómo somos como personas, nuestros valores, nuestra educación, nuestra libertad, nuestra tolerancia, que las anécdotas de los gustos de cada uno?

Parece que no, o al menos eso se podía pensar de una noticia que ha pasado desapercibida entre tanto ruido mediático que hemos sufrido últimamente. La gloriosa LOMCE, la ley de educación aprobada por el gobierno conservador arropado por el partido con más casos de corrupción de la historia de la democracia española. Esa ley, que tampoco se ha podido derogar en estos tiempos de pluralidad parlamentaria, amparaba a las escuelas concertadas que segregaban por sexo, en su gran mayoría en manos de la iglesia católica y de organizaciones tan arcaicas en su concepción de la moral como el Opus Dei. La Junta de Andalucía, con buen criterio, se negó a subvencionar a este tipo de escuelas concertadas. Sin embargo, el Supremo, apoyado en el blindaje de esa bárbara ley de educación, ha amparado a éstas para que continúen recibiendo fondos públicos a pesar de su antediluviana segregación por sexo.

No seré yo el que ponga en duda la validez jurídica de la sentencia, mis conocimientos de Derecho son los mismos que los de las reglas de la natación sincronizada, por decir algo, aunque  resulte un poco desconcertante que no haya esperado el Tribunal Supremo a que el Constitucional dictamine la legalidad de este tipo de discriminación, que atenta contra cualquier sentido común democrático de una sociedad que se quiere libre e igual. Ni siquiera dudaré de la parcialidad del juez ponente encargado de redactar el texto, que nunca ha escondido su moral ultraconservadora ni su pertenencia al  Opus Dei, organización que se veía afectada directamente porque la Junta de Andalucía se negara a subvencionar su política de que “las manzanas son manzanas y las peras son peras, y no deben mezclarse”, en palabras de  la ínclita ex alcaldesa de Madrid, Ana Botella. Pero, por favor, como me diría mi sobrina de diez años de edad al ver que he hecho algo tonto, que alguna que otra vez lo hago. Segregar por sexo en pleno siglo XXI, en una sociedad que se supone libre y democrática es estúpido. Estúpido es el adjetivo más inocente que se me ocurre, porque más allá de estúpido es terriblemente dañino para conseguir una sociedad en la que el sexo no sea motivo de discriminación,  y la lacra de creer que ser hombre significa tener unos valores y ser mujer otros distintos, se eternice. Sin contar, que esa educación, que no tiene ningún apoyo científico que no sea palabrería pseudopedagógica contaminada por las morales más conservadoras de las religiones, que en el fondo aun debaten, como en la Edad Media, si las mujeres tienen alma o no, sea lo que sea eso, y que por si acaso, siempre deben ser sumisas al sexo superior, o sea los hombres de la casa, es la causa de ese patriarcado insoportable que está detrás de la violencia física y psicológica que ejerce nuestra sociedad sobre la mitad de su población.

Niños y niñas deben educarse con los mismos valores, juntos, con los mismos derechos. ¿Qué se les debe pasar por las cabezas a esos personajes que segregan por sexo, o a los padres que envían a sus hijos a esos colegios, para creer que hay algo bueno en ese tipo de segregación y de discriminación?

La educación es un pilar esencial en cualquier sociedad que pretenda tener un futuro; la educación en valores impregnados de libertad, tolerancia e igualdad. Niños y niñas deben educarse con los mismos valores, juntos, con los mismos derechos. ¿Qué se les debe pasar por las cabezas a esos personajes que segregan por sexo, o a los padres que envían a sus hijos a esos colegios, para creer que hay algo bueno en ese tipo de segregación y de discriminación?

Es una estupidez, pero vale, en las sociedades democráticas se puede tener manga ancha, y aceptar barbaridades de este tipo. En fin, es debatible, entra en el escurridizo terreno de hasta qué punto los padres pueden educar a sus hijos en determinados valores que suponen una falta de respeto a los que se supone asume una sociedad libre e igual. Pero aceptemos que es un terreno resbaladizo en lo moral y en lo legal. Si una familia quiere mantener en la educación de sus hijas que estas han de ser siempre sumisas a la voluntad del varón, poco se puede hacer, más allá de que en otros ámbitos de la educación y de los valores sociales a esos niños y niñas se les abra los ojos a otra forma menos arcaica y abominable de entender la relación entre sexos. Pero, que encima se exija que esa bárbara forma de educar sea subvencionada con fondos públicos,  es aberrante. Estupefacción, e indignación, por usar palabras políticamente correctas. 

Queda muy lejos eso de preocuparse porque la educación nos ayude a entendernos no ya a nosotros mismos, sino a los otros, que nos guste o no, forman parte del mundo, y que la tolerancia, la igualdad y la libertad son algo más que palabras. Son un ejercicio constante que debería estar en el ADN de cualquier educación, sea pública o privada, social o familiar, religiosa o laica. Pero vivimos tiempos en los que en aras a la libertad se permite que pervivan en nuestras sociedades mentalidades que no hacen más que provocar sufrimiento a mujeres a las que desde niñas  se les enseña que son diferentes de los hombres, que su sexo ha de determinar sus elecciones, y que siempre han de someterse a los dictados de ese otro sexo dominante denominado varón.

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”