Dos escuelas de pensamiento

Blog - El camino equivocado - Guillermo Ortega - Jueves, 16 de Julio de 2015
Lou Reed.
www.loureed.com
Lou Reed.

Lo admito: Bob Dylan me la coló bien colada. Salí de su reciente concierto en Granada convencido de que no había tocado Blowin´ in the wind y resulta que sí lo hizo, aunque transformándola en una especie de vals, en una cosa totalmente distinta a la original.

En mi descargo diré que no fui el único engañado. De hecho, al salir de la actuación el amigo Fran, novio de mi querida Blanche, me dijo que si se dio cuenta fue sólo porque en un momento dado escuchó que Dylan cantaba eso de “The answer my friend…”, y entonces dijo: Tate, te pillé. Si no, también cae.

El malafollá del Dylan tiene esa costumbrita. No le gusta que la gente coree sus canciones (ni tampoco dirigirse al público ni para darle las buenas noches, cosa que para mí ya es descortesía y falta de educación) y entonces las cambia, les da la vuelta por completo.

Una cosa parecida le pasaba a Lou Reed. Cuando lo vi en Málaga en septiembre de 2000, me costó trabajo identificar VIcious y Sweet Jane de lo cambiadas que estaban. Reed tampoco era demasiado locuaz. Sólo un poco más que Bob Dylan y que Van Morrison, otro que tal baila.

El neoyorkino, en aquella ocasión, no quiso interpretar Walk on the wild side por más que se la pidieron. Escribí la crónica de ese concierto para el periódico donde trabajaba y defendí su decisión. “No le dio la gana de tocarla, afortunadamente. Lou Reed podrá hacer alguna concesión, pero se niega a vivir de su pasado. Es un alivio”, dije.

Del concierto de Dylan en Granada, sus menos fieles salieron también un poco decepcionados por no haber escuchado ninguno de sus clásicos. Los dylanianos militantes se lo perdonaron porque ellos han seguido toda su carrera, no se han quedado en canciones sueltas.

Aquí es donde llegamos a lo de las dos escuelas de pensamiento. ¿Es mejor darle al público lo que quiere y sumergirlo en un baño de nostalgia, o es preferible defender como artista la música que estás haciendo ahora, la que realmente te apetece tocar, sin importarte el qué dirán?

Cuentan que una vez Rod Stewart le dijo a Mick Jagger que era inútil que los Rolling Stones siguieran sacando discos. “Después, en los conciertos, la gente os pide las de siempre”, afirmó el rubio. Y con razón. ¿Alguien se imagina un bolo de los Stones donde no suenen Jumpin’ Jack Flash, Satisfaction, Start me up, Brown Sugar…?

Lemmy, el líder de Motörhead, confiesa en su recomendable autobiografía que no se le ocurriría dar un concierto en el que no sonara The ace of spades, porque sabe que la gente está deseando oírla. Las actuaciones de The Pretenders acaban inevitablemente con Brass in pocket y AC/DC nunca sacan de su repertorio  Highway to hell. En España, Los Secretos no podrían prescindir de Déjame, como tampoco Nacha Pop o Antonio Vega en solitario se olvidaban de interpretar Chica de ayer. Y Loquillo sin su Cadillac solitario también es ciencia-ficción.

Todos ellos representarían la escuela de pensamiento clásica. La otra, la de Lou Reed, Bob Dylan, Paul Weller o Neil Young (aunque éste se situaría en un término medio, equidistante) tiene como ventaja contar con unos seguidores que más bien son devotos, que han seguido su trayectoria al milímetro y que van a disfrutar con lo que les echen. Si sólo acudieran esos fieles, para ellos sería una delicia. Como por suerte o por desgracia (supongo que más lo primero, a nadie le vienen mal unos eurillos) todos han vendido una buena cantidad de discos y alguna que otra vez han entrado en las listas de éxitos, en sus actuaciones también hay personas no iniciadas, por así decirlo, gente que reclama esos hits, que se cree con derecho a recibirlos. Opinan que los artistas se los deben.

¿Pero  tienen derecho realmente? Los de la corriente heterodoxa piensan que no, que ellos salen a tocar lo que les place en cada momento y no ven la necesidad de sentirse hipotecados por unas canciones en muchos casos añejas, que posiblemente ya hayan tocado un millón de veces. Están hartos de tocarlas, hasta los mismísimos. Se pueden permitir el lujo de prescindir de ellas y lo hacen.

Ahora bien: tomar ese camino implica despreciar a una parte de tus seguidores, razón que seguramente explica por qué los conciertos de los Rolling o de AC/DC siguen llenando estadios mientras que Bob Dylan apenas congregó a cinco mil personas en Granada.

Como suelo decir, eso no es ni bueno ni malo; es así. Tan cierto como que, si tuviera que decantarme, lo haría por el riesgo en lugar de limitarme a oír lo de siempre. Cuando regresaron Los Enemigos los vi en Granada y, aunque fue un muy buen concierto, estuvo repleto de sus temas de antes y no pude evitar una sensación de deja vu, de que me ofrecían algo bueno, pero que ya conocía. Prefiero ver cómo ha evolucionado una banda, qué es capaz de darme ahora.

Aunque yo no estoy en posesión de la verdad, claro. Cada uno que opine lo que quiera, faltaría más. Esto último se sobreentiende, ¿no? Pues ea, ya no lo pongo más.

 

Imagen de Guillermo Ortega

Guillermo Ortega Lupiáñez (Algeciras, 1966) es licenciado en Periodismo. Empezó a trabajar en 1990 en el desaparecido Diario 16 y después pasó a Europa Sur y Granada Hoy. También lo hizo durante un breve periodo en la Ser y colaboró en El Mundo, Ideal y ABC. Durante algo más de un año fue columnista en Granadaimedia. Ha sido encargado de prensa en los grupos municipales de UPyD y Ciudadanos en Granada y ahora trabaja en prensa del PP. Ha publicado cuatro libros: Cuentos de Rock (2008), Los Cadáveres Exquisitos (2012), Horas Contadas (2014) y La vida sí que es una pelea (2016).