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¿Dónde está la belleza?

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 30 de Julio de 2017
Mezquita de Nasir Al-Mulk, Irán.
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Mezquita de Nasir Al-Mulk, Irán.

¿Dónde podemos encontrar la belleza sino en un corazón consolado por la locura tras el abandono de la razón?      

Preguntar por el lugar común, o como dirían esos presuntuosos e impertinentes filósofos, la esencia, de todo aquello que denominamos bello, es una tarea destinada al fracaso. No es algo que a priori deba disuadirnos de emprender ese camino, pues el éxito o el fracaso de una búsqueda nunca es tan importante como el sentido de la misma, especialmente, si nos obstinamos en indagar un imposible. Pues es, en esas búsquedas absurdas, como indagar el sentido del amor, tan impertinente como la de la belleza, donde a veces el orden se invierte, y aquello que considerábamos un éxito al inicio resulta ser un fracaso, o todo lo contrario, lo que veíamos como un fracaso resulta ser lo único que dio sentido a esa búsqueda.  

Que la belleza o su contrapuesto, eso que equivocadamente llamamos fealdad, tienen componentes culturales no es algo que de mucho espacio a la discusión. Desde que nacemos, nuestra cultura nos llena de prejuicios y  nos dice qué debe ser considerado bello y qué debe ser considerado todo lo contrario. Lo terrible no es, que nuestra visión y aprobación de aquello que consideramos bello tenga que ver con la relatividad de la cultura; de haber nacido en un lugar u otro, o en una época u otra, lo terrible es que vivimos en una cultura y en un lugar donde lo bello suele estar contaminado por el valor mercantil del precio que se pone a todo, y es el beneficio que se puede obtener de explotar algo o a alguien, lo que impone el canon de belleza. Un canon que no depende más que de un valor, la cantidad de beneficio que se pueda obtener de su explotación. 

No creo que se necesiten muchos ejemplos. Una mujer para ser considerada bella ha de tener determinados atributos físicos. Que no es lo peor, pues también ha de comportarse de una determinada manera; puede ser fuerte, pero no demasiado, no sea que los hombres que han de comprar esa belleza se vean amenazados en su masculinidad. Puede gustarle el sexo, pero no en exceso, no sea que los hombres vean amenazada su propia virilidad. Tiene que tener iniciativa, pero no demasiada, no sea que la hombría de sus compradores se vea en peligro. Y así podríamos seguir. También sucede todo lo contrario, el hombre bello es el que se ha de comportar de una determinada manera, y tener determinada características físicas, al fin y al cabo, todo es sobre el beneficio que podamos obtener de lo bello, lo que no da beneficio, o no creen que pueda ser explotado, es lo feo, aquello que no merece nuestra atención. Da igual, que si buceáramos en nuestros prejuicios y aprendiéramos a despojarnos de ellos, y apreciar la belleza más allá del deseo, del beneficio, de la posesión, nos asombraríamos de la cantidad de belleza, de hermosura, que encontraríamos en los márgenes de lo socialmente aceptado como bello. Que lejos quedan estas palabras de Plotino en el siglo III d.C.  En realidad no hay belleza más auténtica que la sabiduría que encontramos  y apreciamos en ciertas personas. Prescindiendo de su rostro, que puede ser poco agraciado, y haciendo caso omiso de la apariencia, buscamos su belleza interior

Da igual, que si buceáramos en nuestros prejuicios y aprendiéramos a despojarnos de ellos, y apreciar la belleza más allá del deseo, del beneficio, de la posesión, nos asombraríamos de la cantidad de belleza, de hermosura, que encontraríamos en los márgenes de lo socialmente aceptado como bello

Si vamos al origen del término, por ejemplo del procedente del latín; bellus, es un diminutivo de bonus, bonulus, es decir de bueno.  Igualmente en griego clásico lo bello, kalos, está vinculado en su significado a agathos, bueno. En chino, parece que el ideograma para bueno, miei, está igualmente vinculado con el que se utiliza para calificar algo de bueno o de bien, shan. Es evidente que originalmente utilizamos en las diferentes lenguas el calificativo de bello vinculado a lo que nos resultaba placentero y precioso para la vida, bueno. Y si hablamos de mezclas con otros conceptos, ya decía el poeta John Keats aquello de; La belleza es verdad, la verdad es belleza: eso es cuanto sabemos-y debemos saber- .  Sin embargo, un quisquilloso filósofo alemán parece no estar de acuerdo con confinar la belleza a fines morales.

Kant en su Crítica del Juicio insiste en que hay un elemento esencial para que algo en verdad pueda ser llamado bello, y es el desinterés. Pues ese desinterés hace al objeto libre; y no atrapado por nuestros sentidos: Lo agradable, sea la comida, el sexo, comodidad, o cualquier otra satisfacción similar, depende de impulsos biológicos. Tampoco podemos vincularlo a la Razón: lo bueno, el deber, tienen que ver con nuestra capacidad de entender que la dignidad propia depende de que los demás también puedan poseerla, y que la vida en común implica solidaridad y justicia. Pero la belleza, si aceptamos que debe ser desinteresada para considerarla como tal, no puede depender ni de las necesidades de nuestros sentidos, ni de los impulsos de nuestras pasiones, ni tampoco de los fríos razonamientos que guía la razón, aunque estén vinculados al deber moral. Una taza es útil, y esa es su función principal, sin embargo las adornamos, las hacemos bellas, con ornamentos que no cumplen ninguna función, y eso es algo propio del ser humano, el único animal capaz de apreciar la belleza, más allá de la utilidad. En lo bello siempre hay un componente común de inutilidad

Una de las primeras distinciones para ayudarnos a entender qué queremos decir con desinterés, es desvincular lo bello del gusto. Es complicado, sobre todo en nuestra época, donde la natural distinción de gustos se educa en aras a obtener beneficios económicos para que a todos nos guste el mismo tipo de cosas, o personas. Pero el gusto debería ser algo personal, y así entenderlo y aceptar que distintas personas tienen distintos gustos, y eso no les otorga menos valor que el propio. Kant continua su intento de delimitar la naturaleza de lo bello con esta enigmática frase “es bello lo que complace universalmente sin concepto”. Intentemos aclararlo con un ejemplo; un amanecer puede calificarse como hermoso, igualmente una frase que creemos expresa la naturaleza de un sentimiento podemos denominarla como bella; Sin embargo, un vino puede gustarnos mucho, pero  no decimos que es bello. Y aquí entramos en lo mismo que hemos comentado anteriormente con el distanciamiento; el objeto bello se desvincula de cualquier gusto propio, esperamos que al margen de gustos y deseos, podamos todos admirar la belleza de esa frase o la hermosura de ese amanecer, no esperamos que si no hay consenso acerca del vino estalle la tercera guerra mundial, sabemos que a mí me puede gustar y a otra persona aun teniendo tan buen gusto como el mío, no.  Hume, que en muchas cosas sirvió de inspiración a Kant analizaba de ésta manera el problema de la belleza: Una razón evidente de que muchos no tengan un sentimiento apropiado de la belleza es la falta de esa delicadeza de la imaginación  necesaria para ser sensible a las emociones más sutiles. Cada cual  pretende tener esa delicadeza, habla de ella y quisiera regular a partir de ella todo gusto o sentimiento.

No es que Kant crea que todos veamos la misma belleza; pero sí que a diferencia de cuando decimos me gusta, tipo Facebook, esperamos que esa apreciación se pueda aplicar con cierto consenso al considerar que ese objeto bello tiene en sí suficientes elementos propios para no depender de mis gustos personales. Creemos honestamente que hay algo que supera nuestra perspectiva personal, que trasciende a ella. No podría ser así con el vino, algunos según su propio gusto lo apreciarían más o menos, y nadie espera que haya un amplio consenso sobre su apreciación. La clave para entenderlo mejor se encuentra en lo que Kant quiere decirnos al explicarnos que el tipo más puro de belleza es el que carece de concepto; aquél que no tiene una regla clara que aplicar a la hora de valorarlo. Un amanecer puede ser de mil maneras diferentes, y todas ellas hacernos estremecer por su belleza. Así debería ser la belleza en las personas, al aplicarla, comprender que no depende de estándares preestablecidos, de medidas de cuerpos, de altura, o de no sé sabe qué otras cosas. Hay mil maneras de apreciar la belleza en una persona, y ninguna de ellas debería ser encerrada en la cárcel del concepto. Sobre todo cuando esos conceptos están impuestos por el valor mercantil.  

Hay mil maneras de apreciar la belleza en una persona, y ninguna de ellas debería ser encerrada en la cárcel del concepto. Sobre todo cuando esos conceptos están impuestos por el valor mercantil 

Schiller, heterodoxo discípulo de Kant, une la experiencia estética de la belleza al sentimiento pleno de libertad del hombre. No en tanto vínculo moral, sino en tanto que le permite jugar, al margen de esas prisiones de lo conceptual, de lo sometido a reglas estrictas. La actividad lúdica no tiene otro objetivo que su propio cumplimiento, el goce del juego en sí. No tiene un objetivo ulterior, una funcionalidad superior. El ser humano encuentra su especificidad del resto de los animales en su capacidad de construir mundos simbólicos, autorreferentes, con sus propias reglas, con lazos con la vida cotidiana, que nos comprime, pero también libre de ella, haciéndonos ver y experimentar que otro mundo es posible. No tan limitado a lo cotidiano. Y ahí la belleza de la experiencia artística de lo bello en el arte es esencial, pues nos desencadena y nos anima a ser libres. Dueños de nuestros propios mundos llenos  de sentidos, frágiles, falibles, pero nuestros. Libres de cadenas impuestas, de estándares prisioneros de los intereses de unos pocos. Todo lo contrario de la mercantilización que nos ha impuesto nuestra cultura a la hora de vislumbrar la belleza en la naturaleza, en los objetos o en las personas. 

Y así la búsqueda termina, como un fracaso, tal cual estaba destinada a ser, pero un fracaso que también puede ser un éxito si nos despojamos de esa manía que tenemos por definir y localizar, y atrapar en límites todo, conceptualizar todo, incluidas a las personas. Hemos aprendido que hay dos esencias que se vinculan a lo bello; la libertad, en tanto podemos ser lo que queramos ser, y el juego, en tanto no debemos dejarnos aprisionar por conceptos ajenos, todo ello aderezado con un componente de inutilidad. ¿Dónde encontrar entonces la belleza? en aquellos objetos, en aquellas personas, que no queremos poseer, el valor de la inutilidad, al no sernos útiles no tenemos necesidad de apoderarnos, confinarlos, manejarlos. Atrapados por la obsesión que tenemos de utilizar en beneficio propio a las cosas o a las personas, destruimos su belleza, o somos incapaces de verla o disfrutar de ella, y caemos en estándares mecanizados y mercantilizados que deciden qué es bello y qué es feo por nosotros. Dejemos que la belleza emerja sin querer controlarla, poseerla. Aprendamos a jugar, disfrutar, ser libres, como esos hermosos amaneceres que siempre serán distintos cada vez que los vemos. Decía Althusser en su biografía: ¿por qué Cézanne ha pintado la montaña Sainte-Victoire a cada instante? Porque la luz de cada instante es un don. 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”