'El dilema del tiempo'
El reloj de arena que mide los suspiros de nuestra vida marca un ritmo descompasado al que nunca terminamos de acostumbrarnos. El dilema del tiempo nos resulta irresoluble; nunca estamos a gusto con la manera de gestionarlo. Si disponemos de mucho tiempo creemos que lo estamos desaprovechando, si apenas nos llega, nos angustia no saber aprovecharlo. Y cuando por fin aprendemos su verdadero valor, descubrimos que apenas nos quedan unos granos de arena y que no podemos dar la vuelta al reloj y comenzar de cero.
Por mucho que nos gustase que hubiera un botón de pausa que encapsulase los momentos de dicha, uno de rebobinado que nos hiciera volver a vivir la felicidad del pasado o de avance rápido para hacer más soportable la vivencia del dolor, es ineludible aceptar su depresivo flujo
El tiempo, su infeliz gestión, es omnipresente en nuestras vidas, sin embargo apenas sabríamos como definirlo. Sabemos lo que nos dicen las teorías de la física moderna del tiempo, pero más allá de conceptos abstractos que se escurren como agua caída de la lluvia en nuestras manos, nuestro cerebro de mamífero evolucionado, lastrado por un amargo existencialismo, lo único que percibe con angustiosa imperiosidad es la existencia de instantes presentes, que ya son pasado. Inasequibles al desaliento no paramos de frustrarnos ante nuestra incapacidad de detener los instantes u obviarlos. Por mucho que nos gustase que hubiera un botón de pausa que encapsulase los momentos de dicha, uno de rebobinado que nos hiciera volver a vivir la felicidad del pasado o de avance rápido para hacer más soportable la vivencia del dolor, es ineludible aceptar su depresivo flujo.
Agustín de Hipona en el siglo V de nuestra Era se preguntaba acerca del tiempo, y su respuesta no podría ser más acertada: Sé bien lo que es, si se me pregunta. Pero cuando quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Pero me atrevo a decir que sé con certeza que si nada pasara no habría tiempo pasado, y si nada existiera no habría tiempo presente (Confesiones). Habría que añadir al dilema de San Agustín ese tiempo que aún no existe, el tiempo del que no tenemos seguridad alguna, pues ni lo estamos experimentando, ni disponemos de sus huellas en nuestra memoria: El tiempo futuro (salvo para la física de la relatividad donde la distinción entre las tres formas de conjugar el tiempo es un mero ejercicio retórico). El más anhelado o temido de los instantes futuros, el del porvenir.
A veces lo malgastamos arbitrariamente, como si fuera un recurso que nunca se fuera a agotar, hasta que lo hace, como cualquier otro recurso de la naturaleza de nuestro planeta. A veces lo atesoramos, tratando de exprimir cada instante como si fuera el último, consciente de que nunca volveremos a vivir momentos tan maravillosos e intensos, que tus sentidos exploran límites a los que no están destinados.
El dilema del tiempo ha existido desde que fuimos conscientes del peso de las estaciones en nuestra vida, en los albores de la humanidad. Lo hemos medido, acotado, tratado de controlar, de muy diferentes maneras, como si ese medir algo que es mesurable, pero incontrolable, nos dotara de una apariencia de sentido sobre nuestro destino. Hemos pasado de medir el tiempo a través de las estaciones a los nanosegundos de la física, pero seguimos sin poder manipularlo lo más mínimo. Una panacea teórica, pero alejada de la realidad. Al menos hasta el momento presente. El tiempo real humano, el de las vivencias subjetivas, es convencional. Lo fue, lo es y lo será. Lo utilizamos a nuestro antojo según el control del que dispongamos de nuestra vida; tiempo para descansar, para comer, para el ocio, para el trabajo, para angustiarse o felicitarse con esas ficciones que llamamos amor o para cualquier actividad social o personal. A veces lo malgastamos arbitrariamente, como si fuera un recurso que nunca se fuera a agotar, hasta que lo hace, como cualquier otro recurso de la naturaleza de nuestro planeta. A veces lo atesoramos, tratando de exprimir cada instante como si fuera el último, consciente de que nunca volveremos a vivir momentos tan maravillosos e intensos, que tus sentidos exploran límites a los que no están destinados.
El filósofo francés, matemático por su talento y pesimista por su vocación, Blaise Pascal dedicó una parte importante de sus reflexiones al dilema del tiempo: El pasado no debe preocuparnos, porque de él no podemos más que lamentar nuestras faltas. Pero el porvenir nos debe afectar aún menos, porque nada tiene que ver con nosotros y quizá nunca lleguemos hasta él. El presente es el único tiempo verdaderamente nuestro. Curioso el parecido con el eterno optimismo vital de Nietzsche siglos después. Ambos, desde perspectivas drásticamente enfrentadas, convergen en la necesidad vivencial del presente; el único tiempo sobre el que disponemos de, al menos, una apariencia de control, frente al pasado sobre el que podemos lamentarnos o regocijarnos, pero nunca volver a repetir, o sobre el futuro, sobre el que ni siquiera sabremos si podremos llegar a la meta, o si cuando lo hagamos ni siquiera será parecida a aquella que llegamos a imaginar.
Sociedades enteras, naciones, viven aferrados a los mitos pasados, incapaces de gestionar las necesidades del presente, los problemas del aquí y del ahora, como si recurrir a esos cuentos míticos de lo que fue resolviera algo de lo que es
El espejismo del pasado, vivir aferrado a los retocados recuerdos de sus efluvios, no solo nos afecta personalmente. Sociedades enteras, naciones, viven aferrados a los mitos pasados, incapaces de gestionar las necesidades del presente, los problemas del aquí y del ahora, como si recurrir a esos cuentos míticos de lo que fue resolviera algo de lo que es. Es necesario en lo social pensar en el futuro, en nuestro legado y nuestra responsabilidad hacia aquellos que heredaran lo que les dejemos, pero ese tiempo nunca puede terminar por absorber la necesaria mirada al día de hoy, a lo perentorio. Ambas trampas, vivir exclusivamente del pasado, aires viciados, o del futuro, anhelos que aún no existen, son perversas por igual. En lo personal y en lo social.
El presente lo vivimos a través de nuestras percepciones, y en teoría es lo más real que hay, aunque la ciencia hoy día, la filosofía antaño, nos ha enseñado también a desconfiar de todo aquello que percibimos como presuntamente neutral y objetivo
Agustín de Hipona vuelve a doctorarse en su peculiar búsqueda de las vivencias del tiempo: Tampoco se puede decir con exactitud que sean tres los tiempos; pasado, presente y futuro. Habría que decir con más propiedad que hay tres tiempos: un presente de las cosas pasadas, un presente de las cosas presentes y un presente de las cosas futuras. Estas tres cosas existen de algún modo en el alma, pero no veo que existan fuera de ella. El presente de las cosas idas es la memoria. El de las cosas presentes es la percepción o la visión. Y el presente de las cosas futuras es la espera. Solo existimos en presente viene a decirnos, lo demás es ilusión que nos otorga nuestra memoria o nuestros deseos y anhelos pendientes del porvenir. Ambos regados por nuestros sentimientos, que crecen y se marchitan, pasado y futuro al ritmo de los suspiros, maldición y bendición del animal humano. El presente lo vivimos a través de nuestras percepciones, y en teoría es lo más real que hay, aunque la ciencia hoy día, la filosofía antaño, nos ha enseñado también a desconfiar de todo aquello que percibimos como presuntamente neutral y objetivo.
Es pueril quedar eternamente marcados por algún error pasado que no podemos cambiar
El pasado, al contrario que el futuro, llega a ser en la mayoría de las ocasiones más un lastre que un incentivo. Lo es tanto por los errores pasados que nos encadenan, como por los éxitos, que nos lastran al tratar de replicarlos exactamente igual. Pero las condiciones nunca son las mismas. Es pueril quedar eternamente marcados por algún error pasado que no podemos cambiar. Es absurdo replicar aquello que no puede repetirse. Ni siquiera nosotros somos los mismos que cuando fuimos felices o algo nos salió bien. Ni son las mismas las condiciones que lo permitieron.
El dilema del tiempo es el dilema de nuestro cuerpo y su inevitable declive desde que nacemos hasta que cesamos de existir
El dilema del tiempo es el dilema de nuestro cuerpo y su inevitable declive desde que nacemos hasta que cesamos de existir. El tiempo vital, el único que importa al común de los mortales, es por tanto corpóreo. Nuestra carne y su flacidez acelerada por el desgaste, nuestros huesos y su fragilidad como destino universal. Nuestros achaques, que crecen paulatinamente, son el reloj que marca nuestro ritmo en el día a día, por mucho que sigamos reverenciando al dios falso del cronometro externo. Nadie nos controla ni nos mide mejor que la cronografía de las pulsiones que marca nuestro cuerpo, al amanecer y al anochecer. Sus ritmos son los que percuten mejor en nuestra medida del tiempo, y son aquellos a los que realmente hacemos caso. O deberíamos hacerlo.
Para Borges el tiempo es la materia de la cual hemos sido creados. Es nuestro alfa y nuestro omega, nuestro principio y nuestro final. Todo en la vida depende de la lectura que hagamos del dilema del tiempo. El tiempo es un Dios inclemente, nos determina, pero ni es justo ni injusto, le somos tan ajenos e indiferentes como a nosotros las partículas de polvo de las que procedemos y en las que nos convertiremos. Lo que hagamos a su merced no le importa, lo aprovechemos o lo malgastemos, pero para la carne y los huesos que lo experimentan, lo es todo. Debatamos sobre el dilema del tiempo todo lo que queramos, pero en tanto resolvemos nuestras dudas, vivamos. No hay más, pero tampoco hay menos.