Campaña Inagra "Buenavoluntá granaína".

Cobarde aquel que no quiere ver

Blog - Contra todo pronóstico - Luis J. Guillén Ruiz - Miércoles, 6 de Abril de 2016
IndeGranada

Langosta (The Lobster, Giorgos Lanthimos, 2015)

 

«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo»

–L.Wittgenstein

 

Hoy hablaremos de «Langosta», la última cinta del director Yorgos Lanthimos, siempre polémico, pues sus trabajos se caracterizan por generar encarnizadas divisiones tanto entre el público como en la crítica debido a su carácter personal, novedoso y fuera de lo convencional. Lanthimos, como Von Trier, pertenece a ese colectivo de auteurs que uno aprecia o detesta, y aunque pueda parecer injusto el emitir el juicio sobre el director en lugar de sobre cada una de sus obras, en las propuestas del autor de «Canino» (2010) siempre nos encontramos una expresión narrativa similar: Los personajes están envueltos en un halo indescifrable que les hace interactuar de una manera mecánica y anormal; los diálogos son de una simplicidad que a menudo resulta absurda, pero que sin embargo, encierran un humor sutilmente cruel que carga constantemente contra los paradigmas sociales y afectivos que proliferan en nuestra sociedad, como pueden ser la monogamia, el amor o la unidad familiar. Por ello hablamos de la particularidad innegable que se imprime en cada obra del autor griego, pues se opta por un estilo incómodo y nada sencillo al que el espectador se tiene que aclimatar para disfrutar la comunicación de la historia.

«Langosta» es, sin duda, una afirmación directa y depurada del talento narrativo de Lanthimos, el que quizás le deba más de una licencia a Efthymis Filippou, con el que coescribe el guión tal y como ha venido haciendo en sus anteriores cintas hasta la fecha. La historia se ubica en lo que pudiera ser una realidad paralela o un futuro cercano en el que un sistema político hegemónico ha logrado un control absoluto sobre la población, que parece privada de talento crítico y de acción individual. Esta premisa quizás nos pueda parecer a priori como manida, algo que ya se nos ha contado mil veces en forma de reformulaciones del paradigma distópico mostrado en las novelas de «1984» o «Un mundo feliz», con resultados sobresalientes («12 monos», 1995) o catastróficos («Equilibrium», 2011). No obstante, la narración de «Langosta» no parte desde una cosmovisión sociopolítica, sino que desde el primer momento nos sumerge en una cáustica historia personal en la que la mirada se centra sobre el suceso mediante el empleo de un subjetivismo que casi resulta agobiante. A menudo le gustaría oír al espectador lo que pasa por la cabeza de los personajes, qué nos tienen que decir ante tal panorama de tristeza y desarraigo. Casi nos pasamos toda la película esperando la parrafada de rigor, el aserto que nos conmueva y que nos haga empatizar con los protagonistas, de acuerdo a los convencionalismos del cine. Pero vemos que los personajes de «Langosta» no tienen nada que decirnos, ninguna ofrenda filosófica  definitoria que pueda complacer a los que aguardan unir todo bajo un sentido. Lanthimos, obsesionado en su análisis de ciertos convencionalismos sociales y emocionales, se muestra, una vez más, crítico y mordaz con el ciudadano moderno, al que ilustra como víctima de su propia inacción; pusilánime y presa de sus circunstancias por voluntad propia. «Langosta» es una descarnada caricatura de la impotencia humana ante su propia debilidad.

El foco se sitúa sobre David, un hombre de mediana edad aséptico y taciturno–interpretado por un histriónico Colin Farrel– al que su mujer acaba de abandonar por otra persona. Por ello, y debido a la prohibición de la soltería que el gobierno impone en la población, David debe someterse a un programa de rehabilitación que consiste en la reclusión durante 45 días en un complejo hotelero en el que hay personas solteras en su misma situación, con el objetivo de encontrar pareja. Si pasado este tiempo no se consigue el objetivo, el soltero debe escoger un animal en el que desee transformarse y un equipo de médicos lo someten a una operación para, supuestamente, convertirlo en el animal de su preferencia. No obstante, los residentes en el hotel pueden ampliar su margen de estancia si consiguen capturar a otros solteros díscolos que se esconden en los bosques, para lo cual se organizan batidas de forma periódica.

Vemos como la masa de población queda idiotizada a través del mito y el miedo. Los ciudadanos son una versión infantil y ridícula del hombre curioso que se cuestiona las circunstancias que lo rodean; las relaciones sociales han quedado deconstruidas hasta su vertiente primaria y animal, y el sentido práctico impera sobre cualquier sentimentalismo o visión trascendente de la realidad. El macho trata de seducir a la hembra manifestando sus habilidades y utilidad práctica, no hay cabida para sutilezas románticas, y en su lugar nos encontramos con recetarios de convivencia: “Si las relaciones se hacen complicadas, tened hijos, eso suele solucionarlo todo”.

El hecho de la transformación en animal también es interpretable metafóricamente: para el poder, aquel que no contribuye a la perpetuación del mismo, constituye un factor hostil. El hombre solitario corre el riesgo de desvincularse del torrente de la masa para afirmarse en su individualidad, lo que frecuentemente lleva al cuestionamiento de la propia conciencia. No en vano una vez se afirmó que la soledad  «es el destino de todos los espíritus excelentes»; y el Estado, consciente del peligro que constituye la reflexión, elabora mitos teatralizados en los que se  relaciona a la persona solitaria con versiones de vida más simples y primarias: el pragmatismo se concibe como única vía de progreso como civilización, por ello, todo aquel que no participa en la misma es percibido como un organismo inferior a batir.

Como resultado, nos encontramos con que los personajes se interrelacionan de una manera sórdida y primaria que resulta chistosa y terrible a partes iguales: la impotencia de los sujetos ante la hegemonía del poder los hace lucir ridículos e incapaces, con una atrofia en su desarrollo intelectual y social que nos remite constantemente a la idea de una masa de adultos educados como niños, como así lo recuerdan sus diálogos mecánicos y anestesiados, en los que demuestran una manera simplista de conceptualizar el mundo.

Una fotografía soberbia y poderosa unida a una banda sonora que deriva del minimalismo a la grandilocuencia nos dan ligera idea de lo que encontraremos en «Langosta»: una película que –quizás de manera deliberada– incomoda, que se deshace de florituras estéticas para dar privilegio al barroquismo de una narración in crescendo que se va haciendo solemne hasta el punto de que el humor queda neutralizado, y como consecuencia, el conjunto se torna aburrido y roza el kitsch. Sin embargo, la historia vuelve en sí y se resuelve en unos poderosos 20 minutos finales que, sin duda,  rescatan al conjunto del naufragio. Poco más diremos para no diseccionar el argumento de la película, pero no podemos olvidar la solvencia coral que ofrece el reparto, con una Rachel Weisz que se mantiene en la línea de firmar papeles memorables o una Léa Seydoux que parece sentirse cómoda en todo tipo de terreno. Pero sobre todo destaca el dueto fetiche de Lanthimos: Ariane Labed y Angeliki Papoulia que, una vez más, consiguen unir teatro y cine con unas interpretaciones rotundas y frescas.

En definitiva, invitamos al disfrute de una obra atípica y valiente que, aunque a veces se pueda perder en su propio universo, merece más de un visionado y más de una reflexión, aunque sea por ver a Colin Farrel firmar –por fin– un papel a la altura de su popularidad.

 

 

 

Imagen de Luis J. Guillén Ruiz

Nací en Granada en 1993 y desde que era niño –sin duda, gracias a la inestimable luz de mis padres- me interesé por la lectura y por las artes en general. En la adolescencia dejé un poco aparcados los asuntos de las letras hasta que empecé a interesarme por los grandes poetas de nuestra tierra, lo que, unido a mi floreciente pasión por el cine y la música internacional, me hizo saber que me dedicaría de algún modo a la creación, difusión y preservación del patrimonio cultural y artístico en todas sus formas.