Caperucita Roja y los lobos feroces

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 27 de Noviembre de 2016
IndeGranada

'Si los hombres no sangramos con cada golpe que dan a una mujer, si no sentimos que nos humillan con cada insulto que le hacen a una mujer,

si no nos rebelamos con cada mujer sometida, si nuestro corazón no muere un poco con cada mujer asesinada;

entonces, podemos seguir siendo hombres, pero hemos dejado de ser personas'

¿Quién no ha leído alguna vez en su vida o le han contado la cautivadora historia de Caperucita Roja? Esa joven que tan feliz iba paseando por el bosque, con su llamativa capa roja, llamando la atención con su atrevido vestuario, como algunos dirían hoy día, o provocando, como otros podrían decir, cuando el lobo feroz, uno de la manada de varoniles lobos feroces que ronda por los bosques de nuestras vidas, se acercó con una engañosa cortesía, para indicarle amablemente a la joven un atajo en el camino a casa de su abuela. Tras el engaño, llegó a la cabaña antes, pues había enviado a Caperucita Roja a través de un camino más largo. Al poco de llegar asesinó a la anciana que esperaba la visita de su nieta. Cuando por fin llegó Caperucita al umbral de la casa de su abuela, la joven sospechó que algo no iba bien, pero el lobo bien disfrazado la engañó. A partir de aquí la historia se dulcifica en la versión de los hermanos Grimm, la más conocida de todas, pues un leñador llegó tras los gritos de la joven, al descubrir finalmente el engaño, y mato al lobo. En la versión más tradicional, la leyenda, no tiene un final feliz, los detalles son mucho más escabrosos, pues la joven termina desnuda en la cama del lobo, que a su vez la invita a comer y beber de la sangre y de la carne de la abuela asesinada.

Seguimos cultivando desde nuestro trono de machos los papeles que condenan a las niñas, a las jóvenes, a las mujeres, a ser siempre víctimas

Pero todas las versiones, la leyenda, y los cuentos tradicionales que nos han llegado, tienen la misma finalidad. La misma moraleja; las mujeres, especialmente las jóvenes inocentes deben tener cuidado de no ir solas, tener cuidado de los engaños de los desconocidos, pues o bien terminarán sometidas a su voluntad y capricho, o si tienen suerte, en el caso de los cuentos dulcificados, se salvarán a última hora gracias a un valiente hombre, el leñador, tan viril como el lobo, pero a diferencia de éste, bondadoso y no perverso, que rescatará la afortunada joven de su trágico final. Desgraciadamente, pocas veces la moraleja se acuerda de la desgraciada abuela, primera víctima de la brutalidad y ansia asesina del varonil lobo. Quizá porque no sea una joven con un atuendo llamativo, y no merece la pena para los autores hacer recaer el peso de la desgracia en una víctima tan poco… llamativa. Tal y como sucede hoy día, cuando esas voces mediáticas que han sustituido a los peregrinos que difundían las leyendas, apenas ponen sus altavoces en las denuncias de esas madres, de esas mujeres comunes, víctimas de la violencia machista de esos lobos que creen que cualquier mujer les pertenece. Les pertenece su forma de vestir, tan sólo para ellos, no para los ojos ajenos, ni los propios. Les pertenece su forma de vida. Les pertenece su forma de amar, o la duración del amor. Les pertenece cada sonrisa y cada lagrima derramada de esa mujer. Porque ellos tienen derecho. Quizá no legal, pero ¿acaso los textos sagrados de las religiones monoteístas no delimitan con claridad el papel de la mujer con respecto al marido, dueño y señor del hogar? ¿acaso no ha sucedido siempre así? ¿acaso no es el feminismo un invento de esas mujeres que desprecian a los hombres y pretenden robarles la libertad? ¿acaso no es culpa de las mujeres que van provocando con sus vestimentas y que además se les ocurre ir solas sin un leñador que las proteja de los lobos que salen de caza?

En este cuento o en su leyenda, en la moraleja implícita y explicita, encontramos todo aquello de lo que hoy día, tristemente, deberíamos seguir avergonzándonos. La joven es víctima de su inocencia, pues debería recelar desde un principio de su agresor. Y lo que es peor, ni siquiera se salva debido a su inteligencia o astucia, sino que es un hombre quien a través de la fuerza bruta ejerce la actitud de protector de la joven. Menos mal que el cuento no termina con que en realidad el leñador es un príncipe que termina por enamorar a la joven debido a su valeroso rescate. Claro que, por otra parte, hay suficientes cuentos tradicionales, o suficientes historias hoy día, de príncipes que interpretan el papel del leñador salvador de jovencitas. Lo que nunca aparece en las moralejas de las historias es las veces en las que el salvador se convierte, con el tiempo, en lobo, que también sucede.

La mujer siempre culpable por acción o por omisión. Las mujeres siempre culpables de ir solas, libres e independientes por los bosques de la vida. Las mujeres siempre engañadas. Los hombres, unos pocos malvados, la mayoría protagonistas y héroes del relato. Los hombres, los protectores. Los hombres siempre salvando a la mujer de su irresponsabilidad. Cómo vamos a cambiar esta deleznable herencia cultural de un patriarcado machista, que siempre hace depender de la virilidad del hombre la salvaguardia de la inocencia de la mujer, si hoy día medios de comunicación, prebostes de una y otra religión, jueces, y políticos, siguen minusvalorando en el mejor de los casos la violencia ejercida hacia la mujer. En el peor, siendo cómplices, culpabilizando a la víctima por la ropa que lleva, por su forma de vida, por lo descocado de su carácter; en definitiva, por querer ser independientes, libres y dueñas de su propia vida. Si se critica las poses y la educación machista de esos varoniles lobos que terminan convirtiéndose en depredadores, se acusa a quienes lo denuncian de querer controlar la libertad de los hombres. Como si jugar a ser el macho dominador, sin ningún respeto por la libertad ajena, ni los deseos, pasiones, sueños de cualquier mujer, tuviera algo que ver con la libertad. No deberíamos parar hasta que cada uno de esos tradicionales valores se perdieran en el sumidero de la historia. Por dignidad. Cada anuncio, cada relato, cada programa basura de la televisión nos cuenta la misma historia una y otra vez, pero seguimos los hombres como si no fuera con nosotros, despreciando o minusvalorando a aquellas mujeres que se rebelan contra la sumisión con la que se las educa desde niñas.

El peligro del machismo que corroe las venas de nuestra sociedad y alimenta el desprecio hacia la mujer en la cultura en la que crecemos

Seguimos cultivando desde nuestro trono de machos los papeles que condenan a las niñas, a las jóvenes, a las mujeres, a ser siempre víctimas. Ellas no están capacitadas para los trabajos manuales, eso es cosa de hombres. La falsa cortesía de nuestra cultura de la caballerosidad que sigue educando a las niñas como si siempre hubieran de tener un leñador valiente que las proteja, ellas siempre princesas sumisas, nosotros siempre príncipes valientes. Por lo visto, además tampoco valen para los trabajos de dirección, pues apenan ocupan puestos, y lo de a igual trabajo igual sueldo, se ha convertido en una oscura distopía, nada más lejos de la realidad. El trabajo del hogar es cosa suya, la crianza de los hijos es cosa suya.  Los empleos dignos, sobre todo si eres mujer, joven y no tienes estudios superiores, se ve que no. Mujeres son asesinadas un día sí y otro también, tan a menudo que apenas son ya una nota a pie de página en la edición de los periódicos, o se olvida tan pronto como se lee. Familias, hijos destrozados por una violencia machista que nunca para.

El peligro del machismo que corroe las venas de nuestra sociedad y alimenta el desprecio hacia la mujer en la cultura en la que crecemos, no está solo en el uso de la violencia, física o psicológica, o en la discriminación social o económica. Es lo más visible y sangrante, pero lo que permite que esto suceda está en los gérmenes de nuestra educación y en nuestra cultura, que nos enseña a ver a las mujeres con displicencia, como si tuvieran que depender de los hombres para ser libres y desarrollarse, como si fueran el eslabón débil de una cadena de la que solo los hombres tenemos la llave del cerrojo. Se encuentra en el lenguaje, escondido o explícito, en no indignarnos y sentirnos insultados y heridos cuando se pretende la sumisión de unas a otros, cuando los hombres progresistas buscamos excusas como la defensa de la libertad de expresión para no denunciar esta agresión a la verdadera libertad de nuestra sociedad; la que desde la cuna, en su educación, en su cultura, en su lenguaje, debería enseñarnos que no sólo somos iguales unas y otros, sino que merecemos el mismo respeto y la misma indignación cuando atacan a cada mujer en lo más profundo de su dignidad, para así, a través de la libertad de cada mujer, pueda cada hombre ser a su vez, igualmente libre.

Caperucitas rojas del mundo, dadle una buena patada en sus partes a esos varoniles lobos que os vais a encontrar en vuestra vida, y no permitáis que nadie os robe el libre albedrío para escoger los caminos por los que discurra, sin mirar atrás, sin remordimiento, con el orgullo de ser mujeres, y libres.

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”