El blues del orgullo
El orgullo es un sentimiento de plenitud que puede derivar en virtud o en vicio. Una leve frontera separa esta pasión, tan ambivalente, de convertirse en algo que puede inspirarnos para causar bien o para causar daño. El peligro de su plenitud es que ciega todas aquellas partes racionales de nuestra personalidad que han de velar por la integridad moral de nuestro carácter. Podemos sentir orgullo por lo propio o por lo ajeno; a causa de un exceso de exaltación que encumbra alguna de nuestras acciones, o cualidades, o bien cuando alguien nos importa, y la empatía sirve de vehículo aceptando como propio el orgullo por una acción ajena. Incluso podemos sentirnos orgullosos por entes abstractos, como eso que llaman patria, por símbolos encarnados en telas, banderas, incluso por deportistas o equipos de fútbol, cuyos triunfos sentimos como si se debieran a nuestros propios esfuerzos y hubiéramos de llevarnos el mérito. El orgullo es fuente de alegría pero también puede serlo de odio, cuando choca con orgullos ajenos y se establece una especie de competición a ver quién lo tiene más grande. Como toda pasión podría ser una herramienta útil para orientarnos en la vida, o podría ser un arma cargada en manos de un niño, que es en lo que nos convertimos cuando no sabemos controlar nuestras pasiones y dejamos que nos arrastren. El orgullo es una de las pasiones más incontrolables, especialmente cuando se conjuga en carne propia, y se muestra fiel a la definición del filósofo holandés y un exceso de amor propio por nuestras virtudes, sean ciertas, exageradas o inexistentes, toma el control de la percepción propia. En el mejor de los casos terminamos por hacernos daño a nosotros mismos, en el peor, moralmente hablando, nos lleva a despreciar a todo lo que no sirve a esa exaltación propia, convirtiendo a personas o símbolos ajenos en enemigos del orgullo propio de un ego exagerado.
Cuando nuestro orgullo, debido a una supuesta virtud que poseemos, se desborda, exageramos tanto, que si nos viéramos a través de ojos ajenos, ese sentimiento sería sustituido por el de la vergüenza, pero como decíamos, una de las características del orgullo es la ceguera que nos provoca, solo vemos lo que deseamos ver, lo demás no existe o no importa
Cuando nuestro orgullo, debido a una supuesta virtud que poseemos, se desborda, exageramos tanto, que si nos viéramos a través de ojos ajenos, ese sentimiento sería sustituido por el de la vergüenza, pero como decíamos, una de las características del orgullo es la ceguera que nos provoca, solo vemos lo que deseamos ver, lo demás no existe o no importa. El novelista francés Paul Bernard lo define perfectamente: El conocimiento acrecienta nuestro poder en la misma proporción en que disminuye nuestro orgullo. Mientras más se acrecienta nuestra sabiduría más conscientes somos de todo aquello que desconocemos, y mientras más conocemos los amplios límites de nuestra ignorancia, más humildes deberíamos ser. Un sentimiento, la humildad, opuesto al orgullo desaforado, que bien empleado es la mejor vacuna contra el despropósito que éste puede llegar a causar en nuestras vidas. La tolerancia ajena hacia el orgullo no suele ser muy elevada, como es lógico, especialmente cuando deviene en soberbia. Hasta la iglesia católica, que ha pecado de soberbia en no pocas ocasiones de su historia, lo tiene claro, al menos en teoría, como muestran las palabras del Papa Clemente XIV en pleno siglo XVIII; Nada hay más pequeño que un grande dominado por el orgullo. Sentirse poderoso, por encima de los demás, no nos hace mejores, más importantes, más grandes, nos vuelve más mezquinos, más pequeños.
El antídoto de la humildad ante el orgullo, que ciertamente es la mejor vacuna para su exceso, también tiene sus riesgos. Un exceso de humildad puede convertir la cura en enfermedad, especialmente cuando es indebida
Los seres humanos, en ese tiovivo de pasiones en el que vivimos, tendemos a exagerar, lo cual nunca es bueno. El antídoto de la humildad ante el orgullo, que ciertamente es la mejor vacuna para su exceso, también tiene sus riesgos. Un exceso de humildad puede convertir la cura en enfermedad, especialmente cuando es indebida. No por dejar de repetirlo es menos cierto, pocas herramientas nos resultan más útiles para ponderar nuestra moralidad, que la del término medio aristotélico. Montesquieu, aparte de sermonearnos sobre la importancia de la separación de poderes, o de que estos tengan suficientes contrapesos para anularse los unos a los otros en el caso de que alguno quiera abusar, posee sabiduría suficiente para advertirnos en el mismo sentido; los mismos vicios pueden engendrar orgullo desmedido o humildad excesiva. Y no parece que ninguna de las dos consecuencias advertidas por el filósofo francés sea deseable.
Cuanto más nos infla el orgullo más peligro corremos que el pinchazo sufrido nos desplace y desoriente tanto como un globo al que un niño enrabietado pincha con una aguja
Cuanto más nos infla el orgullo más peligro corremos que el pinchazo sufrido nos desplace y desoriente tanto como un globo al que un niño enrabietado pincha con una aguja. La ciencia, con todo el poder del que nos dota, y todo el conocimiento práctico que pone a nuestro alcance, es una de las disciplinas que más ha de cuidar caer en el exceso de orgullo; la ciencia nos deshonra cuando nos hincha de orgullo o degenera en pedantería, decía el santo y místico francés Francisco de Sales, aunque bien pudiera haber aplicado con más motivo este axioma a la fe. El orgullo patrio, sea cual sea la que consideres tu patria, desde tu barrio a tu país, nación, estado o como queramos llamarlo, es una de las pasiones que pareciera se regalan, dada la facilidad con la que la practicamos. Ese exceso de orgullo por lo propio, encarnado en patrias chicas o grandes, suele devenir en desprecio de lo ajeno, más que en orgullo por lo propio. El romántico poeta alemán Goethe, con algo de mala leche, pero no con menos perspicacia, pincha ese globo en un siglo de plenas exaltaciones nacionalistas; el orgullo más barato es el orgullo nacional, que delata en quien lo siente la ausencia de cualidades individuales de las que pudiera enorgullecerse. En la perspicacia del lector encomiendo a qué personajes públicos contemporáneos pudiera aplicárseles este pinchazo al nacionalismo exacerbado, que pareciera haberse vuelto a poner de moda.
La experiencia y los años suelen poner freno a esa fantasía que en la juventud nos hace creer que nada nos puede frenar, que somos los mejores o los más aptos
Otro Papa, un milenio anterior a Clemente XIV, el Papa Gregorio, en un siglo bastante convulso, el VI, pide a los fieles no confundir las virtudes; ayudar al débil es caridad; pretender ayudar al poderoso es orgullo. Máxima que llevada a hoy día, cuando vemos los esfuerzos destinados a salvar entidades financieras, grandes empresas, y sus accionistas, y las migajas destinadas a los más débiles, arrastrados por las crisis financiera y pandemias que nos asolan, es fácil inferir de qué pecan gran parte de nuestros poderes públicos. Cierto es que, aunque todas las edades son susceptibles de pecar por soberbia en el orgullo, la juventud, esa edad en la que todos nos creemos inmortales es una de las más dadas a los desvaríos causados por el mismo. Confundimos conducir nosotros ese vehículo del carácter llamado orgullo, con ser pasajeros pasivos sin control alguno por la dirección en la que nos lleva, que rara vez es la deseada. La experiencia y los años suelen poner freno a esa fantasía que en la juventud nos hace creer que nada nos puede frenar, que somos los mejores o los más aptos. No hay vacuna para ese exceso de orgullo juvenil, salvo los tempranos golpes en el camino o el peso de las experiencias, eso que llamamos madurez.
Nuestro orgullo se ve confirmado, y la estupidez entra por la puerta a la vez que el sentido común, y la capacidad no ya de autocrítica, sino de vislumbrar los engaños ajenos, sale por la ventana
El orgullo nos lleva a cometer varios errores; uno de los más importantes es que deja al descubierto nuestras debilidades, y nos convierte en prisioneros de todo aquel que con habilidad emplea la lisonja para halagarnos. Nuestro orgullo se ve confirmado, y la estupidez entra por la puerta a la vez que el sentido común, y la capacidad no ya de autocrítica, sino de vislumbrar los engaños ajenos, sale por la ventana. Cómo no vamos a ser tan estupendos como nos creemos, si todos los que nos rodean no hacen más que decirnos lo fantásticos que somos. Nuestro detector de hipocresías arde en el altar de la vanidad propia. Qué desperdicio de sentido común, cuándo lo que deberíamos es sospechar que tanto halago suele esconder algún tipo de egoísta interés. Así somos los seres humanos. Si nos rascan donde más nos pica, y el orgullo pica mucho, nos olvidamos del resto, tan satisfechos e inflados por la soberbia.
El blues del orgullo es una triste canción que cantamos demasiado a menudo, cuando no lo convertimos en himnos desacompasados en aras a alabar patrias, banderas, equipos de fútbol, o cualquier cosa que haga que se nos hinche el pecho y nos permita competir como machos en celo
El pensador oficial del pesimismo filosófico, o del realismo existencial, según se sea más o menos proclive a esta afección, Blaise Pascal, no ve ninguna ventaja al carácter que pueda aportar el orgullo, pero menos aún lo es la hipocresía con la que actuamos ante los halagos; la falsa humildad equivale al orgullo, solía decir. Tan falso es la soberbia de atribuirnos méritos de los que carecemos, como la hipocresía de renegar totalmente de algún mérito que debemos atribuirnos. Un compatriota y contemporáneo suyo, moralista, con algo más de ironía que Pascal, pero con la misma mala leche, François la Rochefoucauld, insiste en los peligros atribulados al sentimiento del orgullo, cuando tratamos de medir pomposamente el tamaño del propio con el ajeno; si no tuviéramos orgullo no nos lamentaríamos del orgullo ajeno. Cuántas veces perdemos el tiempo lamentando lo orgullosos que son los demás, sin tener la perspicacia moral de reflexionar sobre qué provoca esa envidia, y si no pecamos exactamente de lo mismo. En la misma línea, otro pensador francés, Voltaire, insiste en esa línea de argumentación, haciéndonos ver que aquel que realmente es consciente de sus virtudes no necesita presumir orgullosamente de ello; el orgullo de los pequeños consiste en hablar siempre de sí; el de los grandes en no hablar de sí nunca. O como la sabiduría popular tan fielmente refleja; dime de qué presumes y te diré de qué careces.
El blues del orgullo es una triste canción que cantamos demasiado a menudo, cuando no lo convertimos en himnos desacompasados en aras a alabar patrias, banderas, equipos de fútbol, o cualquier cosa que haga que se nos hinche el pecho y nos permita competir como machos en celo. El blues del orgullo es una lamentación, una elegía de nuestra incapacidad para controlar nuestras pasiones. Si alguna canción deberíamos entonar sobre el orgullo es aquella que nos hace sentir satisfechos cuando la compasión, la empatía, se convierten en plenitud, y los demás importan tanto como tú.