Si usted es un pesimista, no lea esto
(A mi amigo Mata, la persona más optimista que conozco)
Hace poco fui a una conferencia en la que hablaban de cómo se debía afrontar el presente en esta sociedad de futuro incierto. El conferenciante contó el caso de los dos hermanos, uno muy pesimista y otro muy optimista. El día de Reyes, al pesimista los padres le regalaron una ‘playestesion’, un iphone último modelo y un balón de reglamento. Mientras que al optimista le metieron en una caja una mierda de caballo. Cuando se despertaron y ambos niños fueron a ver lo que le habían traído los Reyes, el pesimista comenzó a quejarse de los magníficos regalos que había recibido. Mostró un cabreo impresionante por que el iphone no era el que él quería, el balón de reglamento no estaba firmado por Messi y la ‘playestesion’ venía con pocos juegos. El optimista, mientras tanto, abrió su caja y al ver el interior salió corriendo por toda la casa. El padre le preguntó por qué corría tanto y el niño, muy emocionado y alterado, le respondió: “Es que los Reyes me han traído un caballo pero no sé dónde está”.
No digo que busquemos un caballo cuando lo que hay a la vista es una mierda, pero sí que al menos sepamos valorar aquello que tenemos para intentar ser optimistas. Tengo un buen amigo al que le han diagnosticado una enfermedad en los ojos que lo están dejando ciego. Le recomendaron que para intentar sobrellevar su desgracia acudiera a una psicóloga del centro sanitario para que le ayudara a afrontar el futuro. Él se resistía pero al final fue. Cuando entró en la consulta de la psicóloga encontró a personas con desgracias peores que la suya: a una se le había muerto recientemente un hijo, a otra le había diagnosticado un cáncer y otra se había quedado tetrapléjica después de un accidente de automóvil. Cuando le tocó el turno, mi amigo se dirigió a la psicóloga y le dijo:
- Mire usted, no pierda el tiempo conmigo. Yo soy feliz. Inmensamente feliz. Además, otras personas la necesitan más que yo.
Y se fue tan campante. Mi amigo dice que le da gracias a Dios todos los días por estar vivo. Yo lo comprendo porque soy también de los que dan gracias a la Providencia por muchas cosas: porque puedo ver el atardecer en la bahía de La Herradura, porque en la cafetería a la que voy todos los días me sirven el café con amabilidad y porque este año me ha bajado el colesterol. Le doy las gracias porque hoy me ha llamado un amigo para decirme que su hijo ha encontrado trabajo y porque un lector me ha dicho que se divierte con mis columnas. Le doy las gracias porque existe el omeprazol y el iburprofeno, por abrir los ojos todas las mañanas y porque me he acostado sabiendo que mis hijos se encuentran bien y están contentos. Le doy las gracias por poder llevar de vez en cuando a mi nieto al cine a ver películas de dibujos animados, porque no me ha tocado la lotería y porque he aprendido a plantar tomates en mi arriate. Le doy las gracias por no querer aspirar al poder y por creer que siempre tendré para comprar un kilo de pan tierno y un par de cervezas. Le doy las gracias por no tener apenas enemigos conocidos (los desconocidos pueden ser legión, pero esos ni me preocupan ni mi importan), porque hoy no me duele la cabeza y por creer que los corruptos ya no tienen futuro en la política. Le doy las gracias porque la naturaleza aún funciona, porque aún me estremece el olor de una flor y porque desde mi ventana veo el Veleta que espera las primeras nieves. Le doy las gracias por gustarme tanto La Alpujarra, por tener un pueblo al que volver y por poder leer el periódico debajo de un olivo de la Cuesta los Chinos. Le doy las gracias por poder disfrutar de un buen libro, por intentar cultivar la serenidad y por tener pensamientos pacíficos. Y, sobre todo, le doy las gracias porque aún sigo buscando al caballo.