Una voz para los que no la tienen
Durante una temporada tuve la suerte de deambular por las calles, de recorrer los lugares en los que se cobijan las personas sin hogar de Granada para invitarles, como voluntario de Solidarios Para el Desarrollo, a un café, a un chocolate caliente, a un sándwich de jamón york o a una magdalena. El objetivo era ofrecer un poco de compañía a unas personas tan ajenas al mundo que sienten que les ha dado la espalda. Y muchas imágenes quedaron grabadas en mi memoria, algunas por ser demasiado desagradables, otras, por emotivas o incluso por alegres. Nos encontrábamos de todo, pero recuerdo a algunos de los sin techo que acababan reuniéndose por la noche en la plaza de La Caleta, en la parte superior del parking. Una de las primeras en llegar era una mujer de origen gallego, con evidentes problemas psiquiátricos, que acumulaba todo lo que podía y reservaba un banco rodeada de todos sus cachivaches; era difícil conversar con ella, solo alguna vez quiso coger alguno de los sándwiches que repartíamos, pero tampoco era agresiva, ni dañaba a nadie. El espacio más demandado era el entorno de la entrada al aparcamiento, porque estaba cubierto y permitía guarecerse de la lluvia, el hielo o del mismo rocío matinal, y a veces daba pie a reyertas entre ellos por ocupar ese privilegiado rincón.
Yo los conocí ya enfermos de alcoholismo, aunque a decir verdad pocas veces dejaban de atendernos por su estado de embriaguez, al contrario, apenas se notaba que iban ebrios, eran encantadores con los voluntarios, nos protegían si alguien pretendía sobrepasarse y nos trataban con cariño y respeto
No era el caso de Piti y Antonio, dos amigos inseparables, que se resguardaban entre cartones en un banco a la intemperie, en otra parte de la plaza. Ellos preferían no discutir con nadie ni pelearse por un sitio, así que habían localizado un asiento solitario. No eran gais, pero parecían un matrimonio, donde iba uno, se acercaba el otro. Discutían mucho, como buenos amigos que eran, pero se buscaban como si supieran que tenían una conexión que iba más allá de la desesperada situación en la que se hallaban. Yo los conocí ya enfermos de alcoholismo, aunque a decir verdad pocas veces dejaban de atendernos por su estado de embriaguez, al contrario, apenas se notaba que iban ebrios, eran encantadores con los voluntarios, nos protegían si alguien pretendía sobrepasarse y nos trataban con cariño y respeto.
Piti se marchó una temporada a Gerona a probar suerte y regresó como un héroe local, para contar a su amigo y otros vecinos de calle sus aventuras. Intentó cambiar de vida, pero no le fue posible y decidió regresar a la ciudad que consideraba su hogar, aunque solo le ofreciera un espacio a la intemperie. Al volver, para su desgracia, se encontró con un Antonio lastimado: tenía mucho dolor en un pie, tanto que no podía ni caminar, decía que había estado ingresado y después de unos días le habían dado el alta, pero seguía tan dolorido que apenas se podía menear y requería de su amigo Piti para que le ayudara a llevarle a duras penas al comedor social con el fin de poder echarse algo caliente a la boca.
A los pocos meses me enteré de que Antonio había fallecido: al final, el dolor de pie estaba producido en realidad por un cáncer que acabó con él. Y hasta sus últimos suspiros los pasó en la calle
El trabajo me obligó a dejar de caminar como voluntario de Solidarios Para el Desarrollo en un momento determinado y a los pocos meses me enteré de que Antonio había fallecido: al final, el dolor de pie estaba producido en realidad por un cáncer que acabó con él. Y hasta sus últimos suspiros los pasó en la calle.
Esta historia la viví yo en primera persona y no puedo olvidar sus caras, esos rostros ennegrecidos y castigados por el aire, el sol y el frío, semiocultos bajo gorros ajustados, con unas sonrisas que mostraban algunas caries y huecos de dientes, colmillos o muelas. Me quedé con la sensación de no haber hecho lo suficiente para poder sacarles del hoyo, pero también descubrí que son ellos los que deben hacerlo y que los que estamos alrededor solo tenemos que limitarnos a apoyarles, a animarles a ello. Y unos pocos lo consiguen y, de ellos, una mínima parte destacan. La cantante Ella Fitzgerald no tenía hogar antes de ser la reina del Jazz y Jim Carrey llegó a vivir en su furgoneta porque estaba sin blanca, Steve Jobbs, presentadores, escritores, actores… la lista de las personas que vivieron en la calle y triunfaron es interminable. Nos podíamos haber quedado sin su arte, sin su trabajo, sin sus conocimientos, si hubieran vivido en este momento de La Covid-19 en la capital granadina expuestos a una enfermedad especialmente agresiva con los más vulnerables.
Por eso, cuando escucho al actual alcalde de Granada decir que no tiene ningún tipo de aversión a los pobres, pero que no han previsto ningún dispositivo especial en esta segunda ola de la pandemia para las 180 personas que viven en las calles de la capital, se me revuelve el estómago
Y es que parece que nadie quiere reparar en que siguen siendo personas, algo que pone de manifiesto un reciente estudio de la Universidad de Granada que asegura que una parte de la población ve a los pobres como seres inferiores y rechaza ayudarles porque les culpa de su situación. Hace unos días, unos jóvenes robaron y agredieron a uno de ellos en el barrio del Zaidín, un móvil y unos auriculares… No porque fuera algo valioso, sino porque era excesivamente sencillo arrebatárselo.
Por eso, cuando escucho al actual alcalde de Granada decir que no tiene ningún tipo de aversión a los pobres, pero que no han previsto ningún dispositivo especial en esta segunda ola de la pandemia para las 180 personas que viven en las calles de la capital, se me revuelve el estómago.
Cuando un mandatario municipal dice que teme al «efecto llamada», como si la ciudad se fuera a llenar de personas sin recursos de todo el país en caso de que se les den las mínimas condiciones de salubridad en un momento en el que la movilidad entre provincias está paralizada para todo el mundo, resulta poco creíble como explicación y pone de manifiesto que los motivos son otros.
Y el alcalde ha dado a conocer la cifra, quizás, para deshacerse del sambenito de enemigo de los pobres. Y para apoyar esta postura, anunció también hace unos días que iba a regalar mascarillas a las personas sin recursos. Claro que, lo que no dice es que, en realidad, esa medida no es evidente que busque ayudar a los más desfavorecidos más que tratar de contener el contagio que parte de ellos
Ya nos han dado a conocer que el Ayuntamiento dedicó 800.000 euros en alojarles durante la primera ola, menos seguramente de lo que gastaban en una noche loca algunos políticos o incluso el que fuera jefe del Estado con esas tarjetas black que no figuraban en algún lado. Y el alcalde ha dado a conocer la cifra, quizás, para deshacerse del sambenito de enemigo de los pobres. Y para apoyar esta postura, anunció también hace unos días que iba a regalar mascarillas a las personas sin recursos. Claro que, lo que no dice es que, en realidad, esa medida no es evidente que busque ayudar a los más desfavorecidos más que tratar de contener el contagio que parte de ellos.
Se supone que desde Servicios Sociales trabajan para acondicionar un albergue en el que puedan acogerles a todos ellos, claro que nadie especifica si eso ocurrirá en el siglo XXI o el XXII.
Nos pasamos la vida evitándoles, tratando de no pasar cerca de las plazas o espacios en las que sabemos que se alojan porque no nos gusta verles, ni sentir que existen siquiera, pero están ahí, queramos o no. Deberíamos abrir los ojos y las orejas, ponernos frente a ellos para ser capaces de ver y escuchar algo de lo que tienen que decir, y si no somos capaces, al menos tendríamos que entender que también tienen derecho a estar protegidos de este virus antes que abandonarlos para encontrarlos muertos cualquier día en un rincón, corroídos por un bichito que está evidenciando lo mejor y lo peor de cada ser humano.