Se la debía

Blog - El camino equivocado - Guillermo Ortega - Jueves, 15 de Octubre de 2015
Johnny Thunders.
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Johnny Thunders.

Hace unos días volví a encontrarme con Luis, viejo compañero de los tiempos de Madrid a quien ya me he referido alguna vez en este blog porque vi con él los conciertos de The Blasters o James Brown. Fue un placer, como siempre. Hablamos de vino, de música y de otras muchas cosas que nos gustan, y también de asuntos más profundos que no hace al caso mencionar.

Sin ánimo de reproche, sí que me recordó que, en cierto modo, yo tenía una deuda pendiente con una persona que ya no está entre nosotros y que también tuvimos la fortuna de disfrutar una noche en directo. La persona en cuestión se llamaba Johnny Thunders y tengo que darle la razón a Luis: le debo una. Así que voy a pagársela. Y a mi amigo también, de paso.

Rescato para la ocasión un fragmento de un relato que escribí hace tiempo y que nunca ha visto la luz. ¡¡¡Señoras y señores, están ustedes ante un inédito de Guillermo Ortega, que además titulé El camino equivocado. Flipen!!!

“Juntos, Cana (o sea, Luis), Puchón (Manuel Carreja, en su casa y en pocos sitios más) y yo vimos algunos conciertos memorables. Inolvidable el de Johnny Thunders, un yonqui irrepetible que se hizo perdonar tras un arranque patético. El hombre se presentó en formato de cuarteto, acompañado por guitarrista, bajista y baterista (nota: yo entonces no lo sabía, pero el que tocaba el bajo era el ex Sex Pistols Glenn Matlock y el de las baquetas el enorme Jerry Nolan, compañero de Thunders en los New York Dolls y los Heartbreakers). En un momento dado le dio por el formato acústico y, a la tercera canción, el público empezó a amuermarse. Vacilón por naturaleza, Thunders preguntó entonces si querían otro tema acústico o preferían volver a la electricidad. La respuesta era obvia y, quien conociera al interfecto, debió prever también su reacción: “¿Queréis una eléctrica? Pues otra acústica”, dijo. Y ante el abucheo del despechado personal, el tipo optó por largarse.

Pero el escenario no quedó vacío. Siguieron allí sus compinches, que en realidad, limitados por su condición de base rítmica, bien poco podían hacer. Debió ser que el líder les ordenó que esperaran, así que los muchachos, que a veces se miraban desconcertados, estuvieron sus buenos diez minutos improvisando, manteniendo al personal medianamente entretenido, pero sin poder evitar que los primeros murmullos de insatisfacción se convirtieran al cabo de bien poco en rugidos, insultos y otras numerosas demostraciones de desagrado.

Cuando ya se intuía un motín a la vuelta de la esquina, Johnny Thunders volvió. Hecho una furia, se lió a dar guitarrazos, empalmó seis o siete de sus mejores temas, regaló decenas de poses y derrochó rock and roll en estado puro. Alguien, puede que él mismo, dijo que para hacer rock and roll hacía falta tocar un mínimo y tener sangre en las venas. Y otro, o quizás él mismo también, incidió en lo mismo afirmando que el rockero debía ser cien por cien actitud “y porque más no se puede”. Las dos frases se le atribuyen y las dos le vienen como anillo al dedo.

Es de suponer que el tal Thunders, en ese intervalo en el camerino, se debió meter entre pecho y espalda (bueno, es una manera de hablar, como podría haber dicho en las venas) algo bien sabroso, pero el caso es que cuando salió de nuevo, se comió literalmente el escenario y dejó a todo el mundo con la boca abierta como un buzón de correos. Fue una auténtica pasada. Recuerdo pasarme el resto de la noche cantando con Puchón el Born to loose y el Chinese rocks  mientras rasgábamos cuerdas de guitarra inexistentes, tan felices como despreocupados por el ruido que estuviéramos armando, bastante más ebrios de satisfacción que de whisky”. Fin de la cita.

No leí las crónicas de esa actuación en su momento, pero gracias a internet sí he podido hacerlo ahora. La de El País, firmada por Santiago Alcanda, no dejaba en buen lugar a John Anthony Genzale, pues tal era el nombre del individuo hasta que se cambió el apellido, no sé si como homenaje a la canción de los Kinks, a un cantante negro de los años sesenta o a un personaje de cómic. El crítico censuró lo que a su juicio era una muestra de muy escasa profesionalidad y de menos respeto aún hacia el público, y no se le olvidó mencionar que durante el set el hombre pidió varias veces a los congregados que, por favor, le lanzaran porros al escenario. También cayó a sus pies más de una bola de papel de aluminio que yo, que soy muy ingenuo, no acierto a adivinar qué contendría.

Discrepo con Alcanda y secundo, en cambio, la opinión de mi amigo Luis Cana. Lo que había encima del escenario podía ser una piltrafa humana, sí, pero era también un hombre enfermo y cansado que, aun así, se empeñaba en ofrecernos sus últimos coletazos de genio. Era un animal de rock and roll, estaba próximo a su final y seguro que lo sabía, pese a lo cual, con la muerte en los ojos, se rebelaba contra su destino de la única manera que sabía hacerlo: dando tralla a diestro y siniestro y derramando gotas de su esencia salvaje, porque eso es lo que todavía le mantenía con vida. El rock and roll no es sólo eso, por supuesto, pero también es eso. Así que gracias, Johnny. Te la debía.

PD: vi a Johnny Thunders en noviembre de 1986 y murió en abril de 1991. Siguió actuando casi hasta el final de sus días, a menudo con músicos reclutados en la misma ciudad donde daba el bolo. La suya fue una caída larga, quiero pensar que no muy dolorosa.

Imagen de Guillermo Ortega

Guillermo Ortega Lupiáñez (Algeciras, 1966) es licenciado en Periodismo. Empezó a trabajar en 1990 en el desaparecido Diario 16 y después pasó a Europa Sur y Granada Hoy. También lo hizo durante un breve periodo en la Ser y colaboró en El Mundo, Ideal y ABC. Durante algo más de un año fue columnista en Granadaimedia. Ha sido encargado de prensa en los grupos municipales de UPyD y Ciudadanos en Granada y ahora trabaja en prensa del PP. Ha publicado cuatro libros: Cuentos de Rock (2008), Los Cadáveres Exquisitos (2012), Horas Contadas (2014) y La vida sí que es una pelea (2016).