La historia de Sara
Permítanme que hoy me detenga en lo que me contaron hace unos días y que me erizó los pelos de la piel al escucharlo. Tengo que avisar de que es duro y de que puede herir la sensibilidad de los lectores: es la historia de Sara.
Nació risueña, blanquecina, con los ojos semicerrados, suave y dulce como un melocotón. Su madre le dio el pecho durante unos pocos días, pero menos de los que a ella misma le hubiera gustado. Una noche, cuando estaba pendiente de sus otros hijos, un hombre de mediana edad y pocos escrúpulos, la secuestró, la retiró de su familia sin que nadie tuviera tiempo para reaccionar
Nació risueña, blanquecina, con los ojos semicerrados, suave y dulce como un melocotón. Su madre le dio el pecho durante unos pocos días, pero menos de los que a ella misma le hubiera gustado. Una noche, cuando estaba pendiente de sus otros hijos, un hombre de mediana edad y pocos escrúpulos, la secuestró, la retiró de su familia sin que nadie tuviera tiempo para reaccionar. La pequeña, demasiado vulnerable todavía como para poder hacer nada, no entendía lo que estaba sucediendo y aunque no le gustaba demasiado que la retiraran de los suyos, carecía aún de conciencia para suponer que dicha separación sería definitiva.
Aquel desalmado la llevó en su coche hasta otra ciudad y la vendió a una mujer llamada Katia, así, sin más. Ni le pidió referencias de su vida, ni de la forma en que podría encargarse de la pequeña, ni de si tenía apoyo suficiente como para educarla. Tampoco le importó el desaliñado atuendo que llevaba. Le dio exactamente lo mismo en cuanto vio el dinero en sus manos.
Fue precisamente esta chica que se quedó con ella la que le asignó un nombre obviando si traía uno anterior. La llamó Sara y la llevó a su casa. Aquel día no se preocupó de traerle comida, no tenía nada apropiado para ella, así que la pequeña gemía y lloraba sin obtener la atención de su nueva mamá. Fue entonces cuando empezó instintivamente a acordarse de su madre y de sus hermanos y a buscarlos con la mirada por la casa sin saber ni qué hacía allí ni dónde estaban ellos.
Una vez le dio un puñetazo con tanta ira que tuvo el abdomen dolorido semanas enteras. Se entretenía con las cucarachas que encontraba en el suelo y comía poco, mal y tarde
Los meses fueron pasando y la situación de Katia empeoró. Dejó de tener trabajo, de pagar las facturas y no abandonó la bebida. Así que Sara tuvo que aprender a sobrevivir siendo todavía pequeña en una casa en la que, a veces, incluso se quedaba sola. Y lejos de reprochárselo a la mujer, cuando regresaba le mostraba su cara más feliz. Si llegaba de buen humor, la joven se la subía en brazos y la besaba, pero en otras ocasiones en las que caminaba haciendo eses se enfadaba por todo y era capaz de agredirla con fuerza, con un desprecio que ella no podía entender. Una vez le dio un puñetazo con tanta ira que tuvo el abdomen dolorido semanas enteras. Se entretenía con las cucarachas que encontraba en el suelo y comía poco, mal y tarde.
Pasaron dos años sin que nadie reparara en ella, porque los amigos de su mamá eran de su mismo estilo y fueron dejando de ir a la casa. Hasta que un día, sin más, la joven agarró unas cuantas cosas y a Sara y se fueron del piso para vivir en la calle. Tenía el pelo largo y enredado, estaba desnutrida e imaginó que así era la vida de todos los demás, que no tenía derecho a quejarse. Desarrolló la habilidad de descubrir cuándo su mamá estaba enfadada para no resultar más molesta, porque sabía que, de otro modo, acabaría recibiendo un castigo en forma de agresión física. Así que decidió no caminar apenas a menos que su mamá buscara espacios cerrados, como sucursales bancarias o el mismo metro. Una vez allí, se sentaba en el suelo, en un cartón y llevaba un cojín para que la pequeña se acurrucara detrás tal y como le indicaba su mamá, semioculta del paso de la gente.
Uno de los paraguazos le dio directamente en un ojo. Los alaridos eran tan desgarradores que uno de los viandantes se compadeció de ella y decidió intervenir. Acudió corriendo y separó a la chica de la pequeña, que yacía en el suelo medio muerta, sin que Katia reaccionara
La chica estaba prácticamente todo el día ebria y Sara cada vez se encontraba más débil y desganada. Una tarde, en pleno parque, Katia empezó a hablar sola en voz alta, elevando el tono como si se estuviera enfrentado a alguien, pese a que delante de ellos la pequeña era incapaz de ver ningún ser vivo. La mujer no solo no se detuvo sino que empezó a gritar, cada vez más fuerte, tanto que algunos transeúntes que pasaban cerca se detuvieron sorprendidos. No parecía fijar la mirada en nada concreto, hasta que, por algún motivo, posó sus ojos en Sara y quiso descargar en ella toda la ira contenida. Se acercó, agarró el paraguas y comenzó a darle patadas y golpes sin que la pequeña pudiera hacer nada más que llorar. Uno de los paraguazos le dio directamente en un ojo. Los alaridos eran tan desgarradores que uno de los viandantes se compadeció de ella y decidió intervenir. Acudió corriendo y separó a la chica de la pequeña, que yacía en el suelo medio muerta, sin que Katia reaccionara. El hombre la reprendió con fuerza por su desproporcionada actitud y la respuesta de la chica no se hizo esperar.
—Llévesela usted, no quiero volver a verla.
Tardó años en recobrar la confianza en la gente y todavía hoy, siete años después, solo admite que la acaricie quien se acerca con cautela y sin movimientos bruscos
El caballero no se lo pensó dos veces, la agarró en brazos y desapareció de allí corriendo, hizo una llamada urgente y encontró a un veterinario dispuesto a atender a la perrita Sara con tal rapidez que consiguió salvarle la vida justo a tiempo. Y cuando parecía que la oscuridad se cernía sobre ella, un primer rayo de sol iluminó su cielo, porque el hombre que la encontró, su nuevo papá, era una persona íntegra y cariñosa, compasiva y dulce, que se encargó de curarle las heridas, de lavarla, de alimentarla, de acariciarla y hacerle ver que la quería, porque muy pronto ese fue el sentimiento que desarrolló. Y pese a la desconfianza que Sara mostraba ante cualquier persona, de las secuelas físicas, como una cojera en la pata trasera y un ojo perdido, pronto respondió positivamente a todo ese cariño y empezó a devolvérselo. Tardó años en recobrar la confianza en la gente y todavía hoy, siete años después, solo admite que la acaricie quien se acerca con cautela y sin movimientos bruscos.
Fue ese hombre, su papá, su dueño, el que me contó esta historia hace unos cuantos días, después de investigar su pasado para llegar a entenderla mejor y así poder ayudarla. Afortunadamente, Sara está a salvo y feliz y ese pasado tan duro se ha quedado atrás, pero me quedo con lo que me decía esa persona, que hay otros millones de perros que sufren en este mismo momento esos malos tratos a la vista de todos nosotros sin que nadie haga nada por evitarlo. ¡Da que pensar!