El arte de saber aburrirse

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 6 de Octubre de 2019
"Nada es tan insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin pasiones, sin quehaceres, sin divertimiento, sin aplicación. Siente entonces su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Inmediatamente surgirá del fondo de su alma el aburrimiento". Blaise Pascal, Pensamientos.

El aburrimiento tiene mala fama, peor aún, es un insulto si lo utilizamos para adjetivar a una persona, y no ya a una situación. Todos los sinónimos que podemos encontrar del dichoso, y como pretendo demostrar, en ocasiones malentendido término, ratifican esa idea; plomizo, tedioso, cansino, y mil maneras más de descalificar esos instantes en el que el tiempo se espesa más que los grumos del Colacao, pero de manera mucho más insípida. Si preferimos una descripción algo más erudita, y menos vulgar, aunque ambas igualmente ciertas, detengámonos en las palabras de Lavelle; la conciencia del tiempo, bajo la forma más pura, es el aburrimiento, es decir, la conciencia de un intervalo que nada atraviesa y que nada puede llenar.  Metafísicas aparte, no pretendemos asegurar que aburrirse es siempre una virtud, pero no cabe duda, que no siempre es un vicio. Aristóteles nos aconsejó hace más de dos mil años buscar una justa proporción en nuestros actos y juicios, y siguiendo su ejemplo, una dosis proporcionada de un buen aburrimiento puede ser una buena medicina para algunos de los males que nos acechan en nuestros excesos, tanto como,  igualmente, convertirse en un poderoso veneno, si el aburrimiento deviene en norma. Nadie mejor que el genio del romanticismo alemán Goethe para desvelarnos esa naturaleza ambivalente; El aburrimiento es una mala hierba, pero también una especia que hace digerir muchas cosas.

Una de las características de los tiempos acelerados, en los que nos ha tocado vivir, es el anatema de aburrirse. Todo parece estar diseñado, no ya para que los niños no se aburran, que de vez en cuando es algo que deberíamos permitir, por su propio bien, sino que los adultos no pasemos un solo instante a solas con nuestros pensamientos

Una de las características de los tiempos acelerados, en los que nos ha tocado vivir, es el anatema de aburrirse. Todo parece estar diseñado, no ya para que los niños no se aburran, que de vez en cuando es algo que deberíamos permitir, por su propio bien, sino que los adultos no pasemos un solo instante a solas con nuestros pensamientos. Pareciera que los únicos estímulos que importan son los externos, y éstos han de llegarnos de manera constante, sin criba alguna. Queda claro que la conciencia de sí mismo, adentrarnos en los claroscuros de nuestros pensamientos, dejar que el tiempo, en toda su grandeza, con toda su miseria, nos haga sentir su peso, es una condena. En tiempos más lentos, y algo más lúcidos, no temíamos sentarnos a solas en un parque, en un bar, disfrutando de aquello que nos rodeaba, en silencio, a solas con nuestras inquietudes, observando, ya fuera a la naturaleza o a las personas. Aburrirse era parte natural de nuestro devenir, principio de grandes ideas, y de grandes errores, que son tanto uno como otro, la salsa de la vida.

Ahora, ni siquiera somos capaces de caminar por la calle rumiando aquello que nos inquieta o nos alegra, llevamos el móvil de la mano, no sea que perdamos su preciado tacto, cuando no estamos hablando con alámbricos o inalámbricos auriculares como si un imaginario amigo invisible nos acompañara eternamente. Escribimos o mandamos WhatsApp a la vez que caminamos, esquivando a las personas como si fueran meros obstáculos en el camino de nuestra virtual vida. Todo se encuentra en la pantalla del móvil, entretenimiento, juegos, películas, series, deportes. Todo ello un poco absurdo si lo pensamos. No es de extrañar la desconexión que sentimos con las personas cuando casualmente entrelazamos nuestra mirada, pues estamos más pendientes de profundizar en las insípidas pantallas del móvil que en las profundidades que nos devuelve la mirada en iris ajeno.

Rechazamos a los políticos que nos parecen aburridos, porque no se alinean con el eterno espectáculo en el que hemos convertido la política; un político ha de ser lo más estridente posible, gesticular lo máximo posible, ser el más rápido en el salvaje Oeste de Twitter, diciendo tonterías o no, mejor si las dice porque así llama más la atención

Rechazamos a los políticos que nos parecen aburridos, porque no se alinean con el eterno espectáculo en el que hemos convertido la política; un político ha de ser lo más estridente posible, gesticular lo máximo posible, ser el más rápido en el salvaje Oeste de Twitter, diciendo tonterías o no, mejor si las dice porque así llama más la atención. Y si encima aparece en el mayor número de esos programas de la televisión diseñados únicamente para que los gritos nos impidan aburrirnos, mejor. Era de esperar que los políticos que más gritan como Trump, Bolsonaro, Torra, Salvini o Boris Johnson, sean lo que dictaminen los vertiginosos senderos de la política por los que nos acercamos al precipicio. Una maldición china venía a decir; Ojalá te toque vivir en tiempos interesantes, más prosaico y menos poético el sabio Montesquieu nos advertía de los peligros de una política convertida en espectáculo para el bienestar de los pueblos y su historia; dichosos los pueblos cuyos anales son aburridos. La política siempre ha de inquietarse ante los desafíos que la historia nos proporciona, pero confundimos a menudo en política, mesura, reflexión, prudencia, con aburrimiento, Dado que nos han aleccionado para no aburrirnos preferimos políticos payasos que viven del espectáculo, antes que esos políticos que nos parecen grises y aburridos, simplemente por no entrar al trapo de tanto desvarío.

El sosiego, que trasciende al vértigo de las emociones desbordadas, necesita del arte de saber aburrirse, un arte que nos vendría bien practicar con cierta cadencia, entre otras cosas para no olvidarnos de los maravillosos estímulos que nuestra fugaz existencia nos ofrece, o como diría, y de hecho dijo, Friedrich Nietzsche; "no es la vida cien veces breve para aburrirnos"

El sosiego, que trasciende al vértigo de las emociones desbordadas, necesita del arte de saber aburrirse, un arte que nos vendría bien practicar con cierta cadencia, entre otras cosas para no olvidarnos de los maravillosos estímulos que nuestra fugaz existencia nos ofrece, o como diría, y de hecho dijo, Friedrich Nietzsche; no es la vida cien veces breve para aburrirnos. Ese tiempo estático, y a veces estanco, que deviene en aburrimiento, es un buen incentivo para que una mente inquieta lo aproveche. Miguel de Unamuno, que combinaba en sus escritos tan acertadamente las inquietudes escépticas de los otoños de nuestra vida, con la sabiduría del solaz de los inviernos, ante tanto vértigo de las primaveras y veranos que tanta melancolía nos produce su perdida, lo reflejaba en estas acertadas palabras; hay algo dulce y sosegador, y sobre todo sabio, en eso que los hombres de mundo llamamos aburrirse. En tono más irónico el moralista francés Rochefoucauld ponía la sal en la herida de esos enamorados que se quejan de lo aburridas que se han vuelto sus parejas; lo que hace que los amantes no se aburran de estar juntos es el tiempo que pasan hablando de sí mismos.

No es que queramos destacar la vanidad del amor propio como el mejor antídoto contra el aburrimiento de la vida en pareja, pero uno de los grandes problemas de ese mito del amor romántico es hacernos creer que el aburrimiento es incompatible con el amor. Seamos sinceros, con el aburrimiento en el amor sucede como con la materia del universo, que la mayor parte de ella no es la excitante realidad que podemos ver, palpar, estudiar y que nos hace levitar en nuestra existencia, sino eso que llamamos materia oscura, que nadie entiende, ni ve, ni sabe realmente de qué está compuesta, pero está ahí y delimita las leyes que rigen el funcionamiento del universo. Sin el arte de saber aburrirse en compañía, el amor está destinado al fracaso. Más allá de aprender a ser cómplices en el sexo, aquellos amantes que comienzan a explorar juntos los placeres de la vida conjunta, deberían aprender a explorar los insípidos sabores del aburrimiento en pareja, para aprender hasta qué punto son compatibles. Pues en el vértigo, todo es posible, especialmente las ilusiones, pero cuando la excitación se acaba, y tarde o temprano siempre se acaba, quedan las aburridas y planas carreteras, que nos exigen no acelerar en exceso, y es ahí donde la convivencia se pone a prueba. Aburrirse en el momento adecuado es síntoma de perspicacia, aprender a hacerlo en pareja, de genio al nivel de Einstein, si pasamos de la física gravitatoria a la química de las emociones.

De lo que se trata, al fin y al cabo, es de nuestra incapacidad para gestionar la fuga del tiempo. Creemos que si todo pasa rápido, que si no sentimos el tiempo, en cierta medida éste nos perdonará los estragos que su fugaz devenir nos causa, o, que de esta manera lo aprovechamos mejor

Aprender el sabio arte de saber gestionar el aburrimiento no solo es importante para uno mismo, sino para los que nos rodean, porque pocas cosas hay más pesadas e incordiantes, que necesitar concentrarte en alguna tarea o pensamiento, e incluso  estar inmerso en tu propio y sano aburrimiento, y sentir el azote inoportuno de aquellos que no soportan el aburrimiento, convirtiéndote en mártir de aquellos que solo saben vivir acelerados en tiempos apresurados. El irónico escritor estadounidense Ambrose Pierce calificaba como aburrido a aquellos que hablan cuando deberían escuchar, aunque ese tipo de incordio de aquellos que solo se escuchan a sí mismo, creyendo que así poseen el dominio de la razón, más que aburridos, son insoportables.

De lo que se trata, al fin y al cabo, es de nuestra incapacidad para gestionar la fuga del tiempo. Creemos que si todo pasa rápido, que si no sentimos el tiempo, en cierta medida éste nos perdonará los estragos que su fugaz devenir nos causa, o, que de esta manera lo aprovechamos mejor.  Aburrirse es pecado, anatema. Craso error. No hay nada que merezca la pena disfrutar en la vida que se haya de hacer rápido. Comemos rápido, bebemos rápido, charlamos rápido, tenemos sexo rápido, amamos a velocidad de vértigo, trabajamos rápido, gastamos el dinero rápido, juzgamos rápido, todo a velocidad punta en la Era del todo para ya, todo aquí y ahora, todo en cuanto antes. Confundimos disfrutar de los placeres de la vida con hacer las cosas a toda velocidad. Y ni las hacemos mejor, ni disfrutamos de la vida. Aburrirse en el momento adecuado, de la manera adecuada nos hace ver la vida de otra manera, y qué decir si aprendemos el arte de saber aburrirnos en compañía,  puede que incluso el universo nos devuelva la sonrisa. Aprendamos a gestionar cuándo aburrirnos, cuándo no, que es un arte al alcance de todo el mundo, no cuesta dinero, y además, evita tanto que demos inoportunas palizas a los demás, como que hagamos más tonterías de las que debamos.

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”