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Mi abuelo Cristóbal

Blog - El ojo distraído - Jesús Toral - Viernes, 6 de Septiembre de 2019
El abuelo Cristóbal, junto a su mujer (debajo), y dos de los tíos (arriba) de Jesús Toral.
Jesús Toral
El abuelo Cristóbal, junto a su mujer (debajo), y dos de los tíos (arriba) de Jesús Toral.

Muy acertadamente, El Independiente de Granada lleva varios meses recordando la historia de nuestros antepasados en su sección «Foro de la Memoria» porque lo que olvidamos estamos condenados a repetirlo.

Y todos tenemos una. Mi abuelo Cristóbal nació en Otívar, en plena serranía tropical y allí durante la Guerra Civil Española sus habitantes vieron pasar a miles de personas que se escapaban de la Costa del Sol en dirección a Almería para toparse con la cruda realidad de un bombardeo que acabó con las vidas de buena parte de aquellos que habían sudado sangre en una caminata imposible a través del monte a lo largo de kilómetros interminables, se conoce como la Desbandada de Málaga.

Llevaban ropas andrajosas y, escondido tras unas matas, el abuelo descubrió que las intenciones del varón pasaban por acabar con la vida de los otros tres y después pegarse un tiro él mismo. Estaba desesperado y no confiaba en alcanzar su objetivo de llegar andando hasta Almería. Así que, sin pensarlo demasiado, Cristóbal salió al camino y trató de detenerle, pero el hombre no estaba dispuesto a ceder

La fría tarde del 9 de febrero de 1937, justo un día después de que las tropas alemanas irrumpieran en la capital malacitana, Cristóbal regresaba del campo a casa acompañado de su hijo y de un amigo cuando escuchó un ruido. Eran cuatro personas: un joven de veinticinco años, una mujer algo más joven con un bebé en brazos y una niña de tres a su lado. Llevaban ropas andrajosas y, escondido tras unas matas, el abuelo descubrió que las intenciones del varón pasaban por acabar con la vida de los otros tres y después pegarse un tiro él mismo. Estaba desesperado y no confiaba en alcanzar su objetivo de llegar andando hasta Almería. Así que, sin pensarlo demasiado, Cristóbal salió al camino y trató de detenerle, pero el hombre no estaba dispuesto a ceder.

            — Llevamos 24 horas sin parar de andar. Estamos agotados. Los niños no van a aguantar. ¿Sabe acaso lo que es esconderse de día para evitar que una bomba te caiga encima, tratar de andar de noche para que ni desde el mar ni desde el aire te alcancen? Soy sargento del ejército republicano, malagueño y español, pero tengo que reconocer que nunca había pasado tanto miedo como en estas últimas horas. Quiero a mi familia, pero no puedo vivir de esta manera y tampoco creo que pueda soportar ver morir a mi hijo, a mi sobrina y a mi mujer.

            —Entiendo por lo que usted habrá pasado. Imagino que no habrá sido fácil esconderse y, de hecho, es evidente que está más que agotado; pero la solución no puede pasar por matarles a todos. Fíjese, si atraviesa usted solo esa loma hallará a sus compañeros, será más fácil huir con ellos y llegar hasta Almería. En cuanto a su familia, no se preocupe porque no les va a faltar de nada. Yo los cuidaré.

            El hombre reflexionó en silencio unos instantes antes de contestar.

            —¿De verdad estaría usted dispuesto a cuidar de ellos?

            —No lo dude. Son criaturas de Dios y no merecen sufrir.

            —Es posible que así se puedan salvar, pero no tengo dinero para darle.

            —Ni falta que me hace. En mi casa somos muchos, así que tres bocas más no deben notarse demasiado.

Después de unos minutos de conversación entre el matrimonio, el sargento accedió a los deseos de mi abuelo con el apoyo de su esposa que estuvo de acuerdo con él y así se lo comunicaron. A él le asomó una espontánea sonrisa de complacencia y alivio.

La mujer y los dos niños pasaron en casa de mi abuelo alrededor de un mes como miembros más de la familia, hasta que el marido, ya a salvo, se puso en contacto con ellos para que regresaran junto a él y al hacerlo dejaron una huella imborrable que durante toda su vida recordaron mis tíos con gruesas lágrimas de orgullo incrustadas en sus párpados

El hijo de Cristóbal, Andrés, miró al padre y se sintió orgulloso de él. No conocía a esas personas ni sabía de ideologías ni por qué decían que España estaba en guerra. Lo único que veía era a una mujer mugrienta, diminuta, con los ojos hundidos por el cansancio y unos pequeños llorosos y harapientos que no entendían nada de lo que estaba ocurriendo. Cristóbal, muy ajeno a ideologías políticas, tomó la iniciativa desde el primer instante en que les vio y supo qué hacer sin dudar un segundo. ¡Qué importaría que los vecinos chismorrearan o incluso criticaran ese gesto! Aquí lo único destacable es que una familia sufría y su propio padre se había ofrecido a ayudarles.

La mujer y los dos niños pasaron en casa de mi abuelo alrededor de un mes como miembros más de la familia, hasta que el marido, ya a salvo, se puso en contacto con ellos para que regresaran junto a él y al hacerlo dejaron una huella imborrable que durante toda su vida recordaron mis tíos con gruesas lágrimas de orgullo incrustadas en sus párpados.

La falta de cultura no impidió que aquel hombre sabio tomara la determinación más humana, sin sopesar las posibles consecuencias para su propia integridad. Mi abuelo tuvo que sufrir prisión y estuvo a punto de ser condenado a muerte por acoger a estas personas, pero jamás salió de su boca una palabra de arrepentimiento por haberlas asistido.

Más de ochenta años después, cuando la memoria de aquellos hechos se va desdibujando, apoyada por una sociedad que sigue tratando de borrar lo que ocurrió, como si se avergonzara tanto que le doliera en el alma, algunos tenemos la fortuna de mantenerla presente porque sabemos que es el legado más preciado que nos dejaron

Nuestros antepasados carecieron de los recursos materiales que nosotros disfrutamos y apenas pudieron dejarnos una herencia económica, pero aún hoy, más de ochenta años después, cuando la memoria de aquellos hechos se va desdibujando, apoyada por una sociedad que sigue tratando de borrar lo que ocurrió, como si se avergonzara tanto que le doliera en el alma, algunos tenemos la fortuna de mantenerla presente porque sabemos que es el legado más preciado que nos dejaron.

Ya no se trata de distintos frentes o colores o ideologías sino de víctimas, esas que en la batalla se producen en ambos bandos. La Guerra Civil Española desgarró a toda la sociedad; los que formaron parte de los vencedores tuvieron cuarenta años para ensalzar a los que habían perdido, pero una vez que llegó la democracia se hizo borrón y cuenta nueva y descuidamos a quienes seguían enterrados en cunetas anónimas sin la posibilidad de que sus familiares llegaran a despedirse. Las heridas no sanan solo porque una parte de la sociedad pida a aquellos que las sufren que las olviden, sino cuando se miran de frente, se asumen, se aceptan y se perdonan. Parece que en España hay muchos que quieren olvidar y otros que no pueden y los primeros exigen a los segundos que lo hagan sin más, pero quizás sea necesario que todos seamos capaces de perdonar a los demás, aunque para ello haya que abrir los hoyos de aquellas víctimas que siguen pudriéndose y exhalando un hedor que continúa impregnando a sus familiares.   

           

Imagen de Jesús Toral

Nací en Ordizia (Guipúzcoa) porque allí emigraron mis padres desde Andalucía y después de colaborar con periódicos, radios y agencias vascas, me marché a la aventura, a Madrid. Estuve vinculado a revistas de informática y economía antes de aceptar el reto de ser redactor de informativos de Telecinco Granada. Pasé por Tesis y La Odisea del voluntariado, en Canal 2 Andalucía, volví a la capital de la Alhambra para trabajar en Mira Televisión, antes de regresar a Canal Sur Televisión (Andalucía Directo, Tiene arreglo, La Mañana tiene arreglo y A Diario).