Para qué sirve la ciencia

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 1 de Septiembre de 2019
'Morir para seguir viviendo', fotografía de Miguel Simón Moya.
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'Morir para seguir viviendo', fotografía de Miguel Simón Moya.
'La exigencia de transformar, mejorar y ampliar continuamente nuestro conocimiento no es utópica'. Alan Chalmers

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Mi mensaje a Donald Trump es que escuche a la ciencia'. Greta Thunberg

En un mundo que cuestiona estúpidamente las evidencias científicas por un lado, y que por el otro, pretende un control político o económico de sus logros, parece imprescindible recordar qué nos aporta el conocimiento científico, y de qué nos sirve esa cosa llamada ciencia, tan esencial en nuestras vidas, y en el futuro de nuestro mundo.

La ciencia es uno de los instrumentos más poderosos, sino el que más, que ha permitido a la humanidad progresar y escapar a la superstición y al miedo con el que nos enfrentábamos a un cosmos, a una naturaleza, que nos desbordaban

La ciencia es uno de los instrumentos más poderosos, sino el que más, que ha permitido a la humanidad progresar y escapar a la superstición y al miedo con el que nos enfrentábamos a un cosmos, a una naturaleza, que nos desbordaban. Misterios de la naturaleza que intentábamos aplacar creando mitologías, rituales y supersticiones que nos dieran una apariencia de control, ante la aparente casualidad de estas fuerzas que se escapaban a nuestra comprensión. Lo cierto es, que el único conocimiento que nos permite algo de control, a partir del descubrimiento de la causalidad, es el arduo y laborioso conocimiento que nos proporciona la ciencia. No hay atajos, por mucho que lo pretendamos. En la antigüedad la ciencia se entendía como aquel conocimiento racional que nos proporcionaba certezas, que buscaba mostrarnos la esencia de lo real, en contraste a la opinión.  Hoy día, en un contexto más restringido, son todos aquellos conocimientos discursivos que establecen leyes o relaciones necesarias entre fenómenos, recogidas y agrupadas en teorías.  Otro debate más complejo, es hasta qué punto las llamadas ciencias del espíritu, si recogemos el original nombre filosófico ilustrado, o ciencias humanas o sociales, si aplicamos la actual demarcación moderna, cumplen con los requisitos para establecer esa necesidad y rigurosidad que encontramos en las ciencias puras. Física y química,  por ejemplo, en contraste a psicología, sociología, historia y otras tantas.

Conocer y cambiar el mundo, físico o social, esas son pues las aspiraciones de las ciencias puras y de las sociales. Teoría y práctica se aúnan en la finalidad del conocimiento científico. Desligar el conocimiento científico de su carácter práctico, no solo es irreal, sino peligroso

Alan Chalmers es uno de los filósofos de la ciencia más interesantes, e ideal, dado su enorme potencial divulgativo, y su rigurosidad, para ayudarnos en este propósito. Dos de sus principales libros, publicados ya hace unas cuantas décadas, son más que recomendables para cualquiera que desee iniciarse en la aventura de conocer las bases  y principios sobre los que se construye el pensamiento y la práctica científica; Qué es esa cosa llamada ciencia y La ciencia y cómo se elabora. El científico y filósofo británico destaca ante todo un potencial en la finalidad del conocimiento científico; su aplicabilidad al mundo. Aunque es evidente que sus trabajos se centran en una ciencia estricta como la física, algunas de sus conclusiones se pueden extraer para las intenciones de las ciencias sociales o humanas. Otra cosa, es que el éxito en estas disciplinas sea menor, o sus teorías y aplicaciones en lo social, económico o político, mucho más controvertidas. Chalmers delimita sus conclusiones de esta manera: se puede entender la finalidad de la ciencia como la producción de conocimiento del mundo, mientras que se puede considerar que la finalidad de la ciencia física es la producción del conocimiento del mundo físico, en tanto opuesto al social o humano. Más tarde, introduce una importante variable que complementa la búsqueda del conocimiento; parte importante de la finalidad de la ciencia moderna está constituida por la extensión de los medios de intervenir y controlar prácticamente el mundo físico. Conocer y cambiar el mundo, físico o social, esas son pues las aspiraciones de las ciencias puras y de las sociales. Teoría y práctica se aúnan en la finalidad del conocimiento científico. Desligar el conocimiento científico de su carácter práctico, no solo es irreal, sino peligroso. La búsqueda del conocimiento alentada por la curiosidad y el ansia de saber cómo funciona el mundo puede, o no, ser más o menos pura de intenciones, pero su aplicabilidad a la hora de cambiar o controlar aquello que llegamos a conocer, no lo es.

Que el conocimiento científico este siempre abierto a ampliarse, a mejorarse, a ser también falible, no invalida un ápice para que sea el mejor instrumento, y el más objetivo, que tenemos para conocer la realidad del mundo.

Precisamente por eso, uno de los problemas que más preocupan a Chalmers, y a otros tantos filósofos y  sociólogos que tratan de analizar el funcionamiento del método científico en nuestras sociedades, es hasta qué punto el aspecto práctico de las aplicaciones científicas, en tanto sometidas a la vorágine del control político, y las complejas dinámicas de la interacción social humana, pueden poner en peligro la objetividad del conocimiento científico. Solo nos basta ver los movimientos negacionistas que ponen en duda las evidencias de múltiples estudios científicos, de múltiples disciplinas de la ciencia, acerca del cambio climático, o de otros conocimientos evidentes en la práctica científica, como la nulidad de efectos reales de las pseudoterapias, biológicas o psicológicas. Los escépticos de la ciencia achacan a los científicos intereses políticos en sus conclusiones, ceguera ante los aspectos espirituales del mundo, y otras sandeces, si se me permite no ser políticamente correcto. Ante esta situación Chalmers defiende la radicalidad de la objetividad científica, a partir de los consensos alcanzados en el uso de los instrumentos empleados y la medición objetiva de sus datos; A pesar del carácter social de toda práctica científica, se han desarrollado en la práctica, y han tenido éxito, métodos y estrategias para elaborar conocimiento objetivo, sin bien falible y mejorable, del mundo natural. La clave la encontramos en garantizar que cualquier ser humano que disponga de medios y conocimientos, pueda ser capaz de repetir con los mismos resultados  un experimento científico, y sus resultados cumplan los requisitos de ser por tanto repetibles, controlables, y a su vez sean comunicables, publicables y enseñables. Lo que deja en evidencia todo ese negacionismo del que hemos hablado. Que el conocimiento científico este siempre abierto a ampliarse, a mejorarse, a ser también falible, no invalida un ápice para que sea el mejor instrumento, y el más objetivo, que tenemos para conocer la realidad del mundo.

La comunidad científica siempre trata de evitar en lo posible esos obstáculos, pues son conscientes de que su saber y la aplicación del mismo, para mejorar el mundo, en el mejor sentido ilustrado que impulsó el nacimiento de la ciencia moderna en el XVIII, no pueden, ni deben, pervertirse cambiando intereses egoístas, ni de estado, por intereses generales, del mundo

Otro de los aspectos esenciales de la ciencia que hemos de destacar es su potencial social, en tanto que promueve la cooperación. La ciencia no solo ha de ser comunicable entre unos y otros científicos y sus metodologías, sino que sin un intercambio productivo y libre de los conocimientos adquiridos se estanca o se desvirtúa. Sin esa cooperación libre sería imposible la transformación del mundo. Obstáculos que encontramos a esta finalidad del conocimiento científico; por un lado el control de la información científica por parte de aquellas corporaciones empresariales, para las cuales la ciencia y su potencial para transformar el mundo tiene sentido solo si ellos ganan dinero, Y por otro lado, aquellos países, más o menos totalitarios, para los cuales la ciencia es solo una herramienta más para ejercer el control interno y externo. La comunidad científica siempre trata de evitar en lo posible esos obstáculos, pues son conscientes de que su saber y la aplicación del mismo, para mejorar el mundo, en el mejor sentido ilustrado que impulsó el nacimiento de la ciencia moderna en el XVIII, no pueden, ni deben, pervertirse cambiando intereses egoístas, ni de estado, por intereses generales, del mundo.

Un aspecto esencial para comprender para qué sirve la ciencia, es el lugar que ocupan los valores en la búsqueda del conocimiento científico y en su práctica

Un aspecto esencial para comprender para qué sirve la ciencia, es el lugar que ocupan los valores en la búsqueda del conocimiento científico y en su práctica. Los valores no son independientes del conocimiento científico, aunque su presencia no tiene que mermar la objetividad de los conocimientos adquiridos, si se respeta adecuadamente la metodología y la intersubjetividad de los criterios de control. La ciencia trata de mostrarnos el mundo tal y como fue, tal y como es, pero la aplicación de esos conocimientos ha de estar determinada sobre cómo queremos que ese mundo sea. La educación, la divulgación, la libertad de fronteras del conocimiento científico, el control público de los intereses corporativos, han de estar influidos por esos valores morales, no en tanto determinen el conocimiento científico en sí, o sus conclusiones acerca de lo que es, sino en tanto que es inevitable que transformemos lo que hay. En qué sentido y en base a qué valores es lo importante.

Otro filósofo, Rescher puede ayudarnos a aclarar la cuestión de los valores en la ciencia. Un valor, en cualquier aspecto o disciplina de la vida, destaca por tener tres características esenciales; la primera, que comparte con preferencias y deseos, es que es algo que queremos realizar, de ahí su vínculo con los sentimientos y las emociones. En segundo lugar un valor, a diferencia de las preferencias y deseos, viene acompañado de la creencia en que su realización es algo beneficioso. Hay un trasfondo moral que puede ser invocado para justificar su vigencia, y en la medida que es algo sometido al escrutinio social, ha de poder ser objeto de deliberación racional y de crítica pública. La tercera característica es la predisposición a la acción para ponerlo en marcha. Un valor que se defiende desde la pasividad no es tal, si no estamos predispuestos a hacer lo posible por llevarlo a cabo. Otra cuestión es que las circunstancias lo permitan o no. Los valores que se proclaman en lo teórico, pero no se defienden en lo práctico, son producto de la hipocresía o espejismos de nuestra voluntad.

Lo más importante es que siempre pasen el filtro de la racionalidad, el debate y la crítica pública, que serán los que garanticen su vigencia, y a su vez permitan que ese interés de la ciencia por transformar el mundo, sea a mejor, no a peor

Rescher defiende que los valores, incluyendo su aplicación en el campo científico, no pueden ser objeto de maximización, debido a su pluralidad inherente, su heterogeneidad. Se trata de optimizar, buscar lo mejor, no lo máximo. Los valores en la ciencia dependen de su contexto histórico, práctico, de los paradigmas científicos predominantes en esa época, de valores sociales. Lo más importante es que siempre pasen el filtro de la racionalidad, el debate y la crítica pública, que serán los que garanticen su vigencia, y a su vez permitan que ese interés de la ciencia por transformar el mundo, sea a mejor, no a peor. Un ejemplo algo simple, pero esperemos que clarificador; investigar la energía atómica para crear una bomba atómica no mejora el mundo, investigar la energía atómica para crear residuos que contaminaran el planeta cientos de miles de años, o que pueden provocar catástrofes como Chernóbil o Fukushima, tampoco. Investigar para lograr la llamada fusión fría, limpia, que produciría una transformación social y política en el mundo, sin duda, sí, lo mejoraría.

Para qué sirve la ciencia; para conocer y transformar el mundo a mejor, físico o social. La objetividad del método científico, de sus conocimientos, a través de una metodología y un uso adecuado de los instrumentos y del análisis de los datos extrapolados, es compatible con una axiología, con unos valores, que delimiten sus aplicaciones en la realidad del mundo que deseamos transformar. Siempre que esos valores, al igual que en otros campos de la moralidad humana, sean plurales y respeten la diversidad de la cultura humana de un mundo tan complejo como el nuestro. No se han de imponer, ni han de excluir, sino que con la guía de la racionalidad, la intersubjetividad, el debate crítico y publico busquemos un mínimo común denominador que nos guíe y convierta la ciencia, más allá de la finalidad del conocimiento por el conocimiento, en un instrumento para transformar el mundo para bien, y no para mal.

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”