Un mundo feliz
Desde que somos una especie consciente tenemos la inquietante, y certera sensación, de que algo no anda bien, de que deberíamos ser felices, y no lo somos. De que algo no encaja en cómo va el mundo. Si como tal entendemos nuestra vida, y las de todos aquellos con los que compartimos oxígeno. Violencia de unos contra otros, envidias, odios, pasiones desacerbadas, guerras, abusos, destrozo del medio ambiente, y una lista interminable de males casi tan larga como el número Pi, que dependen exclusivamente de nuestras acciones. No somos capaces de dar con la tecla para organizarnos y optimizar la convivencia para maximizar la felicidad, la justicia, la paz, y no todo lo contrario, que es lo que suele suceder. Incluso en las sociedades modernas, más organizadas y avanzadas, hemos sido incapaces de desterrar todas estas lacras. No es de extrañar mirando nuestro violento y descorazonador pasado, que desde tiempos ignotos los más diversos pensadores se hayan quebrado la cabeza en dibujar una sociedad ideal a la que aspirar, un futuro feliz.
Filósofos, soñadores, y otros pobres ingenuos que creían que podemos ser mejores de lo que somos, nos han ofrecido sus ideas. Hasta el momento no ha habido mucho éxito en los intentos por llevarlas a la práctica, de hecho, más bien, los resultados han sido calamitosos. Mientras mejores eran las intenciones y las ideas, peor la puesta en práctica
Lo hizo Platón en su República, ese sueño donde los filósofos se convertirían en reyes, con semillas totalitarias y enfermizamente clasistas. Lo hizo Tomás Moro, creador del término utopía, construyendo el significado a partir de dos palabras griegas, oi, no, y tópos, lugar. El sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman habla del uso de dos términos griegos como inspiración de Moro; ese ningún lugar (outopia) al que nos hemos referido antes, y el termino eutopia, buen lugar. Un lugar que no existe, una ciudad imaginaria donde se despreciaba el oro, ese metal que desde que lo conocemos suele sacar lo peor que hay en el ser humano. Hoy día reflejado en ese capitalismo financiero donde unos pocos juegan con el bienestar de unos muchos, como si nuestra vida, y nuestra dignidad, no fueran sino fichas en un tablero del Monopoly. La Utopía, un lugar, un futuro, al que aspirar, donde todo aquello que nos hace dignos como seres humanos tenga valor y donde todo aquello que nos empequeñece como especie, digna y orgullosa de su solidaridad y felicidad, sea desterrado. Filósofos, soñadores, y otros pobres ingenuos que creían que podemos ser mejores de lo que somos, nos han ofrecido sus ideas. Hasta el momento no ha habido mucho éxito en los intentos por llevarlas a la práctica, de hecho, más bien, los resultados han sido calamitosos. Mientras mejores eran las intenciones y las ideas, peor la puesta en práctica.
Los fracasos en los intentos más puristas de aplicar las utopías, diseñadas por los soñadores, no implica que no exista la conciencia colectiva, al menos de todos aquellos que se consideren progresistas, de que sin esas idealizadas sociedades donde la felicidad se conjuga en plural, y no únicamente en el egocéntrico yo yo y yo, que suele definirnos, no hubiera sido posible la inspiración para considerables mejoras en la convivencia. El progreso no es más que la realización de las utopías, señalaba Oscar Wilde, apuntalando esta necesidad de inspirarnos en estas idealizaciones. A pesar de esos antecedentes, y otros tantos, a los que hemos hecho referencia, en época antigua, medieval, o renacentista, no existía ese progreso auspiciado por esas ensoñaciones idealistas. Al menos eso piensa Bauman, para el cual la utopía como motor de progreso solo ha podido darse en los tiempos modernos, donde todo se ha acelerado considerablemente, hasta alcanzar la velocidad punta actual. La metáfora que usa para explicarlo es sencilla; en tiempos anteriores a la modernidad, la actitud humana respecto al orden del mundo era parecida a la de los guardabosques; había que mantener el orden natural ya existente, cada criatura tenía su lugar asignado, y el intelecto humano no podía competir con el divino, que ya nos había mostrado el lugar de cada cosa. Para entendernos, parecida a la mentalidad de los nuevos barbaros que nos azotan con sus reaccionarios pensamientos. Por el contrario, la mentalidad moderna es más similar a la de los jardineros, que son plenamente conscientes que sin su intervención, sin su planificación, el jardín se echaría a perder. Esa es la inspiración de todos esos movimientos utópicos, y de todos esos pensadores que han creído que ya era hora de tomar el control de nuestro futuro, ponerlo en manos responsables que buscaran maximizar el bien común, minimizando los males provocados por la avaricia, la envidia, y el egoísmo, esas malas hierbas que corrompen nuestros jardines.
Si se extinguen recursos en un territorio, esquilmado, se trasladan a otro, sin ninguna preocupación por agotar riquezas o por el futuro equilibrio del ecosistema. Importa el aquí y ahora, y la ley del más fuerte. A todos se nos alienta y educa para convertirnos en cazadores, si no queremos quedarnos atrás
Si hoy día la utopía goza de tan mala fama, señala el pensador polaco, se debe a que el miedo a la incertidumbre, al vértigo de los tiempos actuales, hace que la actitud predominante no sea ni la del guardabosque, ni la del jardinero, sino la del cazador. Un depredador que no se preocupa más que por cobrar su pieza, sin importarle consecuencias. Si se extinguen recursos en un territorio, esquilmado, se trasladan a otro, sin ninguna preocupación por agotar riquezas o por el futuro equilibrio del ecosistema. Importa el aquí y ahora, y la ley del más fuerte. A todos se nos alienta y educa para convertirnos en cazadores, si no queremos quedarnos atrás. En esta situación es inevitable que la utopía, en tanto que premia la búsqueda de un futuro armonizado, donde la felicidad tan solo es posible conjugada en plural, donde caminemos de la mano, sea el sueño al que únicamente pueden aspirar los perdedores. Aquellos que van en el vagón de cola. O bien porque se muestran incapaces de convertirse en cazadores, por partir en clara desventaja, y no tener otra posibilidad que ser presas, o bien, por tener algo de decencia moral que les impulsa a no ser felices a costa de los demás, o a no mirar a otro lado mientras la miseria crece en aquellos que les rodean.
La rebelión de creer que otro mundo es posible ha alcanzado en este tiempo el máximo de desprestigio, si uno atiende a lo que la mayoría de pragmáticos políticos que dominan la escena, pretenden al encantarnos con sus relatos, como el de que unos pocos cientos o miles de inmigrantes que huyen desesperados de situaciones que no podemos ni imaginar vienen a quitarnos nuestros trabajos, religión, patria y cualquier otra barbaridad que se les ocurra. Relatos que se basan en la máxima que denunció Aldous Huxley; una verdad sin interés puede ser eclipsada por una falsedad emocionante.
A los que han renunciado a la rebelión, sea por estar en la cima depredadora, sea por haberse convertido en complacientes presas, se les premia con sucedáneos que les hagan creer que pueden alcanzar algo parecido a la felicidad; se nos anima a inventarnos una vida virtual, que no hay límites, que todo es posible, que el éxito está al alcance de nuestra mano. Como si no fuéramos títeres de unos poderes que controlan ese oro
A los que han renunciado a la rebelión, sea por estar en la cima depredadora, sea por haberse convertido en complacientes presas, se les premia con sucedáneos que les hagan creer que pueden alcanzar algo parecido a la felicidad; se nos anima a inventarnos una vida virtual, que no hay límites, que todo es posible, que el éxito está al alcance de nuestra mano. Como si no fuéramos títeres de unos poderes que controlan ese oro al que hacía referencia Tomás Moro. Tratan de alimentar nuestro ego, cambiar esa felicidad conjugada en plural, por un hedonismo egoísta, basado en placeres banales que tratan de convertir en necesidades, en nuestras sociedades de desaforado consumismo. Drogadictos de estos placeres banales somos incapaces de rebelarnos, y seguimos siendo presas de estos depredadores. Bauman recupera al pesimista Blaise Pascal para explicarnos nuestra actitud y el juego en el que caemos presos; el pensador francés hacía referencia en sus pensamientos a la huida del presente, de pensar en nuestra realidad, de aquello que realmente somos, a partir de atraparnos en juegos (apuestas, loterías, y ese sinfín de entretenimientos que nos hacen creer que existen muchas posibilidades de que nuestra vida-nuestra miseria- cambiará de un día a otro). Espectáculos, y cualquier otra regalía, que nos haga olvidar que somos presas esperando ser recolectadas, cuando los cazadores necesiten alimentar su gula. Mejor un rebaño feliz, que uno inquieto. Esos banales placeres no tienen otro objetivo que hacernos olvidar, como pretendían hacer los lotófagos con Ulises y sus compañeros en su Odisea.
La vigencia de 'Un mundo feliz' de Huxley es hoy más pertinente que nunca, al albur de ese rebaño anestesiado, aparentemente feliz en sus sencillos placeres, dominados por la tecnocracia, el culto a la tecnología, y el consumismo desacerbado, en el que nos hemos convertido
La vigencia de Un mundo feliz de Huxley es hoy más pertinente que nunca, al albur de ese rebaño anestesiado, aparentemente feliz en sus sencillos placeres, dominados por la tecnocracia, el culto a la tecnología, y el consumismo desacerbado, en el que nos hemos convertido. La sátira de Huxley, complementada después en otra novela, La isla, donde son los opiáceos la solución a todos los problemas (solo hace falta ver la crisis del consumo de drogas, legales o no, en los EEUU, símbolo de ese capitalismo financiero controlado por los cazadores), nos muestra como el hábito convierte a los placeres suntuosos en necesidades cotidianas. Mejor caer en el placentero olvido, que aceptar el dolor, y la rabia, que pudiera llevarnos a la rebelión. Ese parece el mantra escondido en nuestra infeliz felicidad. El humanismo que alimentaba las utopías se desvanece en este antecedente distópico, que presagiaba los peligros de un mundo donde perdiéramos el ansia por perfeccionarnos como seres humanos, éticamente. Un mundo donde el arte y la cultura fueran la motivación para desarrollar ese perfeccionamiento, donde la ciencia y la tecnología estuvieran al servicio de la comprensión del mundo, y no al de unos pocos a los que solo les interesa hacerse más ricos. Un mundo donde no se pudiera ser feliz a costa de la infelicidad ajena. Todo eso es sublimado por placeres banales. Lo que es un infierno nos hacen creer que es el paraíso.
Un mundo donde políticos que deberían comportarse como seres humanos, con dignidad y ética, tan solo piensan en alimentar las emociones ligadas al odio, que les son más rentables
Bauman recurre a un texto de Italo Calvino, que encontramos en Las ciudades invisibles, que es el más certero diagnóstico del desprestigio que la utopía ha alcanzado en esta sociedad de cazadores y presas; El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda está llena de riesgos, y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio. Pocos siguen esta segunda opción, solo hay que ver la indiferencia, cuando no el desprecio y odio, con el que asistimos incólumes al infierno vivido por esos migrantes del Open Arms. Un mundo donde políticos que deberían comportarse como seres humanos, con dignidad y ética, tan solo piensan en alimentar las emociones ligadas al odio, que les son más rentables. Qué sentido tiene alimentar por el contrario la reflexión, y las emociones ligadas a la tolerancia y la solidaridad, si no parecen repercutir en beneficio de sus ambiciones políticas. Un mundo feliz donde tan solo quedan tres papeles que jugar; o ser presas, o ser cazadores, o seguir la opción sugerida por Calvino, y rebelarnos desgarrando el placentero y falso velo de la infeliz felicidad que nos ciega.